Leonado Da Vinci, 1490. Cabeza masculina de perfil con medidas. Gallerie dell´Academia. Venezia
Un día después de que el gobierno decretara el estado de alarma, Alfonso Armada comenzó a escribir “Cuánto pesa una cabeza humana. Diario de un virus condenado por el miedo”. Para un reportero que tiene en su curriculum el cerco de Sarajevo, el genocidio de Ruanda o los atentados de las Torres gemelas, contar aunque fuera de esta manera privada unos acontecimientos destinados a cambiar el mundo formaba parte sin duda de sus deberes vocacionales.
No estar adscrito en esa fecha a ningún medio de comunicación podía ser sorprendente (así funcionan hoy las cosas), pero menos que no tener que salir de casa a buscar la historia. Nada de maletas, de aviones, de hoteles: bastaba con presionar el botón de un aparato y al instante aparecía en pantalla la muerte y su séquito de desgracias. Afortunadamente, la causa no era la guerra, aunque todos, incluido él mismo, se obstinaran al principio en emplear un lenguaje bélico (toque de queda, vanguardia sanitaria, parte de bajas…). La batalla contra el virus podía ser a la larga algo épico, pero no se trataba de una carnicería entre hombres. Si lo hubiera sido, seguro que Armada no habría escrito su diario en verso.
¿Qué impulsó al reportero/poeta a utilizar la poesía para registrar los sucesos que iba a vivir durante aquellas semanas? Un hecho fortuito. Mientras contemplaba la pantalla por donde se hacía presente ahora la realidad, descubrió su rostro reflejado en ella. Mirar la realidad a través de una pantalla suponía para cualquiera que prestara atención tropezarse consigo mismo en cada mirada. Las preguntas son entonces inevitables. ¿Ese reflejo es de veras uno mismo?, ¿esa realidad puesta en imágenes es la realidad? Si, como dicen los entendidos, a la poesía le favorece la interrupción del flujo entre la realidad común y el mundo interior, no hay duda de que el diario del reportero Armada lo tenía que escribir esta vez el poeta.
Naturalmente, el plan no era hacer en casa lo que los compañeros en activo estaban haciendo en los medios. Registrar fielmente los hechos a medida que se iban conociendo estaba muy bien, pero no bastaba con eso, había que remover también las convicciones que suelen servirnos para explicarlos. Sólo así el diario tendría sentido. Con la población confinada y la actividad económica detenida, lo menos era preguntarse cómo pudimos creer que la vida estaba asegurada para siempre, por qué vivíamos tan atropelladamente, qué buscábamos con tanta ansia.

Alfonso Armada
La sociedad actual gira y gira en el carrusel del consumo. Nadie diría que avanza en ninguna dirección. Hasta sus ideales se han vuelto vacuos y vulgares, una grotesca montaña de trivialidades que amenaza con hundirnos en la más esperpéntica mediocridad. ¿Desde cuando estamos muertos?, se preguntaba Trakl y, con él, Armada. Fue entonces cuando tomó la decisión de pedir ayuda a los poetas de su biblioteca. Una decisión asombrosa, sin duda, pues, como dijo alguien a quien se alude en una página: “¿qué tiene que ver la poesía con nada? Pero tiene que ver. Y mucho. Prueba de ello es que el libro está dedicado a unos cuantos traductores sin cuyo trabajo la mayoría de los poetas serían inaccesibles para nosotros. Dialogando con estos, acudiendo a su palabra a fin de conjurar el miedo, el diario se convierte en un descenso a través del alma que habíamos perdido antes de que una orden gubernamental nos impusiera recluirnos en casa con ella.
Una cabeza humana pesa aproximadamente dos kilos y medio. El diario de Armada mucho menos. Eso en una balanza. Leído es, en realidad, un goteo, una sucesión de imágenes e ideas que a la larga produce una especie de estalactita lírica, algo puntiagudo, que pincha en el corazón del lector. Palabras sueltas, líneas breves, citas de poetas queridos, versos que se anudan cada vez más estrechamente como si el estilo se aquilatara a medida que caemos en una profundidad mayor. Escribir al hilo de los hechos para hacerse cargo de la extrañeza constitutiva del mundo resulta ser una experiencia sorprendente. Si como diario se trata de un registro de lo que sucede -nada que ver con el sonsonete incoloro de los periódicos-, como diario poético es una lucha a brazo partido por encontrar la luz verdadera. ¿Nos ha puesto el destino en esta encrucijada para que nos percatemos de que vamos hacia la perdición?, ¿cómo no ver en lo que nos está sucediendo una señal?, ¿estamos ante la última oportunidad para aprender de una vez a escuchar?
Alfonso Armada ha escrito buenos libros como reportero y buenos libros como poeta, pero si este es probablemente su mejor libro -así lo creo- es porque ha sabido conciliar ambas vocaciones. El estremecimiento global que la situación ha producido ha operado sobre él de forma inspiradora. Podría haber escrito un ambicioso reportaje hablando, por ejemplo, de cómo los jóvenes asisten a la muerte de los ancianos en los hospitales con una indiferencia que recuerda a la que exhibían antaño los ancianos cuando los jóvenes morían en los campos de batalla, o filosofar sobre los principios y valores de una sociedad que, al tiempo que se escandaliza de que tantos viejos mueran de muerte prematura, se desinteresa ostentosamente de ellos; sin embargo, ha preferido hundirse en lo extraño del mundo, enfrentarse a algo para lo que no estaban preparadas las palabras (nuestras palabras habituales) y abandonar también en la caída cuanto podría haberle sostenido falsamente. Puede que los monótonos matices del silencio hayan pasado desapercibidos a los confinados habitantes de las ciudades (toda esa gente que necesitaba el ruido unánime de las ocho para no perderse), aunque desde luego no al poeta que ahora se abre de par en par para mostrarnos los frutos de su presencia de ánimo.
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