Como sabe el lector medianamente versado, Hitler llegó al poder en Alemania (el 30 de enero de 1933, en concreto) de manera escrupulosamente legal -la designación como Canciller por el que desde 1925 era el Presidente, Paul von Hindenburg- y sin el menor atisbo de violencia. “Buen rollito”. Un hombre de paz, como predican de sí mismos los independentistas catalanes.

Pero resulta igualmente notorio que, aproximadamente diez años antes, había existido un primer intento no tan inocente: el putsch de la cervecería de la Rosenheimerstrasse de Múnich, el 8 de noviembre de 1923. Eran malos momentos para el jovencísimo régimen de Weimar, con una inflación desbocada y una opinión pública nada proclive a aceptar el resultado de la Primera Guerra Mundial –la derrota se debería supuestamente a la puñalada por la espalda de algunos antipatriotas de la propia Alemania: la izquierda traidora, para entendernos- y menos aún el Tratado de Versalles de junio de 1919 y la obligación de pagar reparaciones a Francia. Las autoridades en Berlín en esos finales de 1923 eran el Presidente Ebert, el Canciller Stresemann y el Ministro de Economía Schacht, tres personas con capacidad intelectual de sobra y una honradez a prueba de todo, que se sintieron sorprendidos y sobrepasados aquella noche. El golpe acabó viendo desarticulado, aunque no sin víctimas: en el encontronazo de la Odeonsplatz del día siguiente hubo nada menos que 20 muertos, 4 de ellos policías.

Es conocido, en tercer lugar, que la intentona fue juzgada en la propia capital de Baviera (no en Leipzig, sede del Tribunal Supremo del Reich: así se seguía calificando en efecto el Estado, pese a haber devenido desde 1919 una República) y además por un órgano judicial muy proclive a la causa del nazismo, empezando por el Presidente, Georg Neithardt, que era todo un hooligan. De hecho, consintió toda clase de discursos propagandísticos del propio Hitler, que, como nadie ignora, sería todo menos un mal orador. Más aún, los procesados gozaron, durante la prisión provisional en Landsberg, de un régimen de privilegio, con visitas en poco menos que barra libre.

El veredicto  -por delito de traición- no sólo se mostró benévolo (apenas cinco años de cárcel para el cabecilla), sino que la condena se cumplió -y de nuevo con mucha laxitud- durante apenas ocho meses. Una verdadera bicoca, bien que, como suele suceder, con las justificaciones seráficas que siempre acompañan a la blandura: que mucha gente los apoya (lo que era, por cierto, rigurosamente cierto), que estamos ante un problema político, que no hay que alimentar la espiral, que los malos nos están provocando porque lo que en el fondo quieren es que reaccionemos, que hay que ser proporcionales, que se trata de evitar un baño de sangre, … La angelical cantinela, sí, que tanto se oye: casi una cláusula de estilo en esos escenarios en los que la grave patología anida en lo más intenso y extenso de la sociedad.

¿Qué habría sucedido con una sentencia más implacable? ¿El pueblo alemán habría puesto fin a toda ilusión en el nazismo y habría dejado de votarles, con la consecuencia de que el infausto 30 de enero de 1933 no habría llegado nunca y por tanto nos habríamos ahorrado todo lo que ya sabemos y en concreto el holocausto y la Segunda Guerra Mundial con sus más de 60 millones de muertos? Los juicios contrafactuales tienen mucho de mera hipótesis, pero todos aceptaremos que al menos cabe planteárselo, bien que dando por cierto que los fenómenos históricos no suelen tener una única causa y que si en 1933 acabó sucediendo lo que sucedió fue por algo más grave: porque la sociedad alemana, tan leída y tan cultivada, en ningún momento abordó el empeño de combatir las bases ideológicas del nazismo, dejando así que se incubara durante años el “huevo de la serpiente”, en la conocida y feliz expresión de Eugeni Xammar, uno de los grandes del periodismo de su época, dicho sea de paso.

Algunos de los líderes independentistas catalanes

Sobre esa intuición está elaborado el libro de David King, investigador americano, que con el título “El juicio de Adolfo Hitler” (y el subtítulo “El putsch de la cervecería y el nacimiento de la Alemania nazi”) acaba de publicarse por Seix-Barral  en nuestra lengua. Un trabajo de investigación verdaderamente concienzudo y que, anexos aparte, se extiende por nada menos que 459 páginas. Libro recomendable en grado superlativo.

La respuesta que el autor ofrece al interrogante es en efecto positiva y se sintetiza en el párrafo final: “La vida del líder nazi -desde sus inicios como aspirante a artistas hasta su transformación en genocida de masas- está plagada de conjeturas. Su juicio por traición es sólo una de ellas. Adolf Hitler podía haber sido borrado del mapa y condenado al olvido en aquel juzgado de Munich. En cambio, esa inquietante perversión de la justicia allanó el camino para el surgimiento del Tercer Reich y permitió que Hitler sometiera a la humanidad a un sufrimiento inimaginable”.

No soy un experto en la legislación específica de esa época en Alemania. Pero se conoce que las normas penales estaban por castigar -a los delitos se les ponían penas altísimas-, pero las disposiciones de orden penitenciario abogaban por lo contrario, por facilitar a la gente que viviera bien mientras estaba en chirona y, ay, que saliese cuanto antes. Una verdadera bipolaridad -con una mano sanciono y con la otra perdono, por la mañana te agarro y por la tarde te suelto-, de las que gustaban al gran Robert Louis Stevenson para eso que nuestro Galdós llamaba materia novelable. Y, por lo que estamos viendo aquí y ahora con la ejecución de la Sentencia del “procés”, una bipolaridad que se ha expandido. Las resoluciones judiciales no terminan sirviendo para poner fin a los pleitos, porque, por implacables que acaso se antojen, su aplicación suele fatalmente reblandecerlas. Lo que puede suceder en Cataluña en los próximos tiempos no es nada nuevo, en suma.

Los partidos de fútbol, queramos o no, tienen dos partes y no basta con haber llegado ganando -por la mínima, además- al descanso. Restan 45 minutos, que además amenazan con devenir larguísimos, y los otros -los malos- le pueden dar la vuelta al resultado.

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