Es de la rutina quebrada de donde nacen las revelaciones, a veces por su falta. También de algunos gestos: «Mi madre se sentaba siempre a un extremo de la mesa del comedor, de espaldas a la puerta de la cocina. Bruscamente, nos mandaba callar. Su rostro se alzaba. Su mirada se alejaba de nosotros, se perdía en el vacío. Su mano se extendía sobre nosotros en medio del silencio. Mamá buscaba una palabra. Todo se detenía de pronto. Nada más existía». Así lo relata Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, Francia, 1948) en un libro cuya belleza se sobrepone al lenguaje desde él, desde su patente intermitencia. Ademán familiar vestido de largo en un recuerdo que restituye enteramente a su madre en la mirada perdida. ¿Y quién no ha buscado esa palabra bien conocida que se niega a ser formulada cuando se la invoca? El propio Quignard cuenta que perdió el habla en dos ocasiones. La primera fue a los dieciocho meses de edad, cuando se convirtió en un niño apasionado por el nombre ausente, que comía sobre una mesa azul de rejilla, su «mesa de silencio». Por eso, dice, nunca ha podido escribir sobre un escritorio. Su conversión al mutismo encaja magistral y mágicamente con el nombre por el que llamaba a la cuidadora alemana que se encargaba de él antes de que la familia Quignard se mudase a El Havre, en Normandía: Mutti, el nombre en la punta de la lengua.
Precisamente El nombre en la punta de la lengua es el título de este libro que se publicó por primera vez en Francia en 1993 y que forma parte de la muy nutrida producción literaria de su autor, iniciada casi veinticinco años antes. La composición de esta pieza es variada: cuenta con una fábula de título homónimo y con un Breve tratado sobre Medusa. Y como cada palabra de Quignard es la llave a un mundo de sentido, incluso la nota previa que abre el libro es una antesala que invita a demorarse en ella.
La idea de esta publicación nació durante una noche de verano compartida con varios amigos, mientras trataban de cortar un inasible bloque de helado de café. Allí, recuerda Quignard en el prefacio, contó «el embrión de un cuento en el que la desaparición del lenguaje era el origen de la acción». Nació entonces, meses después, la fábula en la que la felicidad de los dos enamorados protagonistas, Jeûne y Colbrune, depende de su capacidad para traer a los labios un nombre rescatado del olvido. Ella, la bordadora más diestra de la aldea de Dives, se ve sometida por Jeûne a una prueba para obtener su amor: deberá coser un cinturón asombrosamente bello y lleno de complicados motivos. Cuando está a punto de desistir, recibe la visita de Heidebic de Hel, que le proporciona un cinturón idéntico al que precisa a cambio de recordar su nombre. En este cuento, el autor galo materializa en lo fantástico la idea que él tiene de esa pérdida, de las palabras de esa desmemoria que es la angustia propia del lenguaje humano: una «experiencia en la que nuestros límites y nuestra muerte se confunden por primera vez» en el abismo de la garganta, una necesidad de superación diferente a la que podíamos sospechar.
El Breve tratado sobre Medusa, en cinco partes, es en cambio un ensayo plagado de datos autobiográficos y mitología. Y continúa prendado del gesto de la madre, que examina, extraviado en los canales del lenguaje: «Sucede que Medusa es la única diosa cuya máscara es la del rostro humano. (…) La máscara del rostro humano da alaridos para no unirse a la cabeza vacía, la cabeza abandonada por la mirada, inmóvil, descarnada, silenciosa de las cabezas sin rostro. Las cabezas sin rostro son los muertos». Estas páginas son parte del Quignard más puro, el amante del lenguaje incluso cuando se ausenta, el hombre que dedica su vida –y ofrece su genealogía– a la indagación en las posibilidades de lo comunicativo y lo literario. Una revelación en el mutismo de un hombre que escribe porque esto es un desposeimiento. O, en sus propias palabras, la única manera de «hablar callando».