Hermann Burger

En la inabarcable red de los grandes libros encontramos siempre ciertos nudos en los que todo se concentra. A ellos se deben muchas otras publicaciones que, concentradas en temas parecidos, terminan por tributar de algún modo a aquellos referentes. Por esta razón resulta imposible abordar la lectura del Tractatus logico-suicidalis de Hermann Burger sin evocar una de las más brillantes publicaciones de Albert Camus, El mito de Sísifo, que comenzaba como sigue: «No hay sino un problema realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía». Burger contaba ya con una contundente respuesta para esta pregunta: no. Por eso su objetivo fue entonces desarrollar un argumentario, el tratado publicado en 1988 y recientemente rescatado en castellano por la editorial       Pre-Textos. El subtítulo de este Tractatus confirma su elocuencia: Matarse a uno mismo. Burger lo tenía claro y, como veremos, todo este pretérito apunta en la misma dirección. El interrogante germinal del libro es quizá qué alternativa hay al suicidio, y de nuevo nos encontramos con una respuesta contundente: ninguna. Para el autor suizo todos los caminos de la vida, todas las razones, conducen indefectiblemente no ya a la muerte sino a su conquista voluntaria.

El Tractatus logico-suicidalis consta de dos partes. La primera de ellas es un relato de once páginas en el que Burger se narra a sí mismo en tercera persona y en un contexto, cuanto menos, curioso: el álter ego es en esa historia sospechoso de haber cometido suicidio, y a partir de ahí los personajes principales del pueblo en el que ocurre (un capellán mujeriego, un profesor-poeta, un cirujano forense, un matarife y un corista) tratan de averiguar hasta qué punto es cierto ese crimen. Entretanto, descubren un manuscrito que el presunto suicida guardaba en su habitación de hotel: el mismo libro que tenemos en las manos, el Tractatus. Tras este inicio macabramente lúdico y de tono jocoso toma ya forma el ensayo sobre el suicido –sobre la muerte en general– que constituye mayoritariamente la propuesta del autor. Y, desde luego, hay otros nudos en esa red. Así el Tratado sobre la tolerancia, el Tratado de la vanidad del mundo, el Tratado teológico-político y, por supuesto, el Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein, al que el título de este libro hace referencia directa. Destaca en el de Burger la división en epígrafes y la numeración sencilla y consecutiva, algo que Andreas Lampert  –responsable del epílogo y también traductor de la obra– ha definido como una «simulación de orden en un libro en el que reinan casi de forma exclusiva el caos, el sinsentido y el contrasentido». Es quizá en este caos en el que el texto de Burger se aleja de aquel preciso reloj del pensamiento que es el Tractatus de Wittgenstein, ya que no encontramos en el libro del suizo un sistema riguroso, sino una comunión literaria de los temas que le obsesionaban, un testimonio de aquellos caminos al servicio de un mismo fin.

En efecto, el autor no lleva a cabo un juego meramente autoficcional. Lo más llamativo de su libro es el fuera de campo: un año después de la publicación, Burger cumplió los presupuestos que le llevaron a formar este pequeño sistema de mortología y se suicidó el 28 de febrero de 1989. Su obstinación literaria y vital con la muerte autoinfligida, además de sus continuas depresiones, parecieron no haber sido un aviso lo suficientemente verídico para familiares y allegados, que mostraron una desolada sorpresa. En el epígrafe 159 Burger dejó escrito que «Los parientes (…) se protegen de la sospecha de que algo completamente inexplicable haya ocurrido. La muerte es siempre inexplicable porque no podemos entender su lógica».

Por el ars moriendi de Burger se pasean Kleist, Kafka, Améry, Cioran, Camus, Hebbel, Bernhard, Jean Paul, Kierkegaard, Valéry, Shakespeare, Muschg, Fritz Zorn y tantos otros clásicos del lado oscuro de la literatura y el pensamiento, pero hay una presencia-ausencia que resulta tan notable como imprevista: la de Houdini. La fascinación que Burger sentía por aquellas mágicas desapariciones se debía a que, además de su final contra toda expectativa, «Ningún suicidio es tan espectacular como el acto de Houdini liberándose dentro de una ballena». Quizá no tan vistoso, pero el de Burger fue un suicidio coherente cuya fundamentación es ya turbadora e imborrable gracias a este Tractatus.

 

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