Imposible resistir a la idea de un recuerdo, el souvenir que cada quien trae de sus viajes. Más o menos kitsch, es prueba tangible del apego y de espacio libre en la maleta. Pero hay una alternativa, en horas bajas, más amable para el gusto: la postal. En ella nunca se sabe si vale más la imagen o las mil palabras, aunque no hay espacio para tantas. No tendríamos esta duda con las postales –en un sentido más amplio– de la Europa de entreguerras de Joseph Roth, publicadas ahora por la editorial Acantilado y traducidas por Miguel Sáez. Su título, Años de hotel.

En la declaración de principios que sabiamente abre el libro, Roth se refiere a un hipotético y petulante lector de periódicos hipnotizado por las noticias –como todas, «prometen más de lo que terminan dando»–, que deja el suplemento cultural a otros caracteres considerados más débiles. Si llegase a leer estos relatos de viajes, tampoco le interesarían, «porque no escribo como a él le gusta», insiste Roth. Al leer Años de hotel nos parece imposible desde la primera página, claro.

Escritos durante los años veinte y principios de los treinta del pasado siglo, antes de que el autor austríaco de origen judío emigrara a Francia, estos textos fueron apareciendo periódicamente en varios diarios de habla alemana, sobre todo en el Frankfurter Zeitung y el Prager Tagblatt. Es quizá esa fecha de entrega la que marca en parte la nervadura de sus relatos, irónica y descriptiva a partes casi iguales, de una gratuidad deliciosa que invita casi cien años más tarde a que el lector se tome un tiempo y observe con él para después mirar mejor estando solo.

La selección, hecha por Michael Hofmann, en algunos casos no responde a la cronología y se organiza en favor de la temática; así sus viajes por Alemania, Austria o la URSS. En otros, en cambio, la continuidad es su razón de ser, como en su estancia en Albania o la sexta parte, centro gravitacional del conjunto libro. Esta sección, «Hoteles», comienza con una postal sobre la llegada de Roth a un alojamiento de localización misteriosa («El hotel que amo como si fuera mi patria») un 19 de enero de 1929 y continúa con siete textos más sobre algunos personajes que lo habitan –el conserje, un camarero, el chef, una carismática chica de la limpieza, el patrón– y nostalgias previas a la despedida, un año más tarde y hasta nueva orden.

No se trata entonces de postales de lugares, o no principalmente, se sale de ellas con la sensación de conocer paisaje y paisanaje: «Porque la objetividad del escritor requiere un tipo muy especial de simpatía por la persona descrita, una simpatía literaria que, llegado el caso, puede inspirar hasta a un bribón. Pero mi corazón de persona sentimental (y ya bastante pasada de moda) late especialmente ante los personajes menores que reciben órdenes y obedecen, obedecen, obedecen, mientras que rara vez me permite sentir algo más que una fría objetividad hacia quienes dan órdenes, órdenes y más órdenes».

Roth, como es de esperar a pesar de todo, se aleja de la idealización de los viajes, obstinándose con inteligente jovialidad en las incomodidades que acompañan cualquier movimiento por los territorios. Y lo hace con afirmaciones lapidarias: «Es mejor estrellarse en avión que llegar en tren» o «puedo enviar mi fotografía en un segundo por telégrafo, pero desplazarme me lleva doce horas». Poco han cambiado las cosas. También se aleja de la tentación de sublimar otros países –y sus burocracias–, especialmente en un momento en el que el auge del fascismo en Europa era ya una realidad: «Ese anhelado objeto de deseo llamado el exterior es solo otra jurisdicción con su propio jefe de Estado, su policía, sus estadísticas de población y sus impuestos».

El hotel es ese estar de paso como en casa. Y con Joseph Roth, al contrario que con las noticias, recibimos mucho más incluso de lo prometido: la posibilidad de habitación.

 

 

 

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