Charlando sobre la literatura de guerra, que es tema recurrente en las conversaciones con mi amigo el historiador Fernando Castillo, nos hicimos notar una tarde de paseo que si la I Guerra Mundial había dado una literatura profusa e intensa, al igual que la Revolución Rusa, la II Guerra Mundial no había sido nada pródiga en ello y que, a diferencia del cine, se podían contar con los dedos de una mano las novelas escritas por autores que habían participado en los combates o los habían sufrido. Eso era algo nuevo y raro en la sociología literaria y no que no debería achacarse a los tiempos modernos y su tecnología pues la Guerra de Vietnam, por ejemplo, si dio para ello. Y así tenemos que hay novelas, incluso de una calidad extraordinaria, como El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon que nos hablan como tema central de aquel conflicto pero tienen la particularidad de que están escritas mucho más tarde, cuando la bibliografía sobre la guerra era ya ingente. Y ni que decir tiene que ahora no hay mes en que no salgan dos o tres novelas que tengan como tema la guerra, incidiendo en sus consecuencias psicológicas y, desde luego, en el exterminio judío.
Se pueden contar con los dedos de una mano: Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, un relato estremecedor sobre el bombardeo de Dresde; Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, sobre la guerra en Oriente, al igual que El imperio del Sol, de J G Ballard, escrita muchos años después pero que incluimos aquí porque cuenta sus experiencias en un campo de concentración en Shanghai cuando era un niño; El tiempo de los asesinos, de Philippe Soupault, sobre un tema muy poco conocido, la represión en Tunez en los tiempos de Vichy. También las dos novelas de Curzio Malaparte, La piel y Kaputt y aunque El Volga nace en Europa no sea novela la incluimos aquí porque en el fondo son narraciones en forma de artículos de corresponsalía de guerra, como las de Vassili Grossman. Alguna referencia en autores como Arno Schmidt en Momentos de la vida de un fauno y si nos apetece podemos incluir, cómo no, casi como invitado de honor, al Louis Ferdinand Céline de la trilogía del exilio, De un castillo a otro, Norte y Rigodón, amén de Fantasía para otra ocasión, y que si bien no llega a las cotas de Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito, que revolucionaron la literatura francesa hasta sus cimientos al retomar la tradición de Villon y Rabelais, ahogada por siglos de pulida escritura y que tiene al verso de Racine como modelo.
Las razones de esa falta de títulos son achacables a varios motivos: en el lado aliadófilo suponían que luchaban en el lado justo y ello no da para la literatura, que se nutre de otras razones más morbosas y complejas; en el lado soviético sí hubo una literatura profusa pero salvo excepciones era literatura de propaganda y su enorme cantidad de títulos se debe, desde luego, a que representó para la URSS la Guerra Patriótica por excelencia, como el 2 de mayo de 1808 para el relato de la idea de la nación española.
Es curioso, a primera vista, que Alemania, el país vencido en la zona europea, no diese en principio una literatura realizada por supervivientes pero las condiciones de desnazificación impuesta por los aliados tuvo como consecuencia que en la República Federal se premiase el arte abstracto y la música electrónica, alejando toda representación realista que pudiese recordarles la República de Weimar con su carga expresionista y de denuncia. Hubo, eso sí, una literatura moral en la llamada “literatura de escombros” cuya figura más significativa fue Heinrich Böll y también la literatura de Günter Grass, con novelas que tratan la guerra y el nazismo, pero publicadas ya más tarde y bajo la égida de la época socialdemócrata de Willy Brandt, que abogaba ya por una reconciliación y acercamiento a los alemanes del otro lado.
Nos queda como autor cuya obra, nada raquítica, tuvo como tema central la guerra y los combates, es decir, una épica a veces tomada del revés, como no podía ser de otra manera, un personaje curioso que la gente de mi generación leímos en la denostada colección Reno y donde muchos se dieron cuenta, pero eso fue mucho más tarde, que en esa colección que publicaba gente como Somerset Maugham, Charles Morgan o Mika Waltari, ahora felizmente recuperados, editaron a Vladimir Nabokov, Risa en la oscuridad, nada menos. Me refiero a Sven Hassel y su La legión de los condenados; Los panzers de la muerte; Batallón de castigo; Monte Cassino; ¡Liquidad París!, novelas que denostábamos porque sus protagoistas eran soldados alemanes y nos recordaba el artificio empleado en el cómic “Hazañas Bélicas” , cuyos héroes eran siempre las tropas aliadas menos cuando tomaban el relevo las tropas alemanas y sabíamos entonces que el frente se había trasladado a Rusia, que estos sí, eran malos sin remisión posible.
Pero lo cierto es que urge una revisión de la obra de este danés, su verdadero nombre era Borge Willy Rested Pedersen, nacido en 1917 en Frederickborg, ciudad danesa, y que murió en Barcelona en 2012, ciudad donde residía desde 1964, y que tuvo tres nacionalidades, la danesa, por nacimiento, la alemana, por vocación y la española, por razones de exilio. Y urge porque los personajes de sus novelas están muy bien dibujados y sufren de esa épica del revés que explica a la perfección las contradicciones fatales y tenebrosas de una época: son gente que viven distintos frentes, Mesina, Stalingrado, claro, el frente francés, y que, aun perteneciendo a los pelados de la Wehrmacht o precisamente por ello, poseen una lucidez sobre las situaciones en que se encuentran dignas en algunas ocasiones de los exempla de la literatura clásica, y ello hasta el punto de ocultar judíos en plena orgía de sangre antisemita de las SS.
Leer a Hassel es toparse con personajes como el soldado pelado granadero Sven, que es el autor sin ocultamiento alguno; Alfred Kalb, uno de los personajes más complejos que ha dado la literatura de guerra en el siglo pasado; Julius Heide, apodado “El devorador de judíos” un fanático antisemita que termina ofreciendo sus servicios en la comunista República Democrática Alemana; Josef Porta, que representa al castizo berlinés, una especie de ciudadano al estilo de Berlin Alexanderplatz pero con la deriva puesta ya en otro sitio y que como Céline lleva siempre un gato en su mochila y Albert, negro de raza y, claro, la oveja negra del grupo y objeto de burlas pero en realidad un gran soldado y respetado por sus compañeros.
Recomendamos a Sven Hassel por su importancia dentro de la literatura en torno a la II Guerra Mundal pero también por ser autor injustamente preterido.
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