En el siglo en el que la ciencia llena los cielos con los seres más extravagantes, imaginando una miríada de mundos habitados, reencontramos las raíces animales del comportamiento humano (¿no es el descenso del hombre el último éxito de la evolución darwiniana?. Alguien notablemente rico, dotado de excelentes cualidades, y que tiende por su carácter a ser laborioso y bien dispuesto hacia sus semejantes intenta localizar y manipular los distintos componentes de la personalidad.
El escenario es el Londres tardovictoriano, dividido entre los esplendores del imperio y las miserias de los metropolitanos malditos que ha generado, y en cuyas calles se cruzan las carrozas de los señores y los gritos de las prostitutas. Sin embargo, la ambición es la de siempre: interpretar el papel de Dios para reencontrarse con la “primitiva dualidad del hombre”, aquella que se debate entre el Bien y el Mal.
Pero el protagonista ya no es la teología, sino la ciencia –según la profecía del gran padre del empirismo británico, ese Francis Bacon que dos siglos antes había intuido que “saber es poder”, un principio que se verá potenciado por las siguientes generaciones. El escocés Robert Louis Stevenson anunciará: “Otros seguirán, e irán más lejos” en investigar la naturaleza, incluida la humana. Así al menos se exprime el doctor Henry Jekyll, quien se atreve a preveer que “un día el hombre será reconocido como el resultado de múltiples, incongruentes e independientes entidades”.
Mientras espera, baconianamente, experimenta en nombre del progreso científico y del “bienestar de sus semejantes” en él mismo sustancias químicas que no son más que la última versión de las antiguas y legendarias pociones mágicas. Y al igual que la madrastra de Blancanieves se convierte al final en una bruja horrible, así el bueno de Henry se transforma en el terrible Mister Edward Hyde.
El extraño caso contado por Stevenson (1886) aparece ante nuestros ojos como una singular anticipación de la teoría de la mente plural (hoy día muy de moda entre los cognitivistas que se ocupan de la identidad personal), aunque permaneciendo dentro de la cadena de las metamorfosis (que en tantos líos se ha metido desde Ovidio a Kafka) en una metáfora del destino.
Para Jekyll no vale el dicho: “Conviértete en aquello que eres”. Mas allá de sus honestas intenciones, a nuestro improvisado científico del alma le gusta cada vez más “lo mismo que un colegial sumergirse en el mar de la arbitrariedad”. Aquello que los guardianes de la moralidad y del civismo, como el implacable abogado UItterson de la novela, llamarían “licencia”, para Jekyll convertido en Hyde sólo es “libertad”. En ello se parece a los malos de otras narraciones de Stevenson, como los piratas de “La isla del Tesoro” o el hermano mayor de “El Señor de Ballantrae”.
“Ted” Hyde no sólo resulta más fascinante que el Jekyll bueno del que ha surgido (y de los representantes del establishment que lo persiguen), pero también más coherente que cualquier “espíritu negativo”. Ha descubierto la “temblorosa inmaterialidad, una mutabilidad semejante a la niebla en este cuerpo aparentemente tan sólido en el que vivimos”. Justo por eso Ted, al retirarse complacido en la casa de Jekyll para esconderse de la realidad de sus delitos detrás de respetables apariencias, incluso exclama: “¡Y pensar que antes ni siquiera existía!”.
Tomémoslo entonces como compañero a este caballero inexistente del Mal, porque nos amonesta sobre lo desastroso que resulta cualquier intento de implantar el Bien por la fuerza, en nosotros mismos o en los otros (y para decirlo como Paul Feyerabend, si también el Bien al final dominase por entero, ¿cómo haríamos para regresar al Mal?). Después de todo, podrían haber tenido razón los antiguos persas que concebían un Dios doble, uno benévolo (Ormuz) y otro malvado (Ahrimán) – sólo que sus teólogos los tenían separados, mientras que un escritor como Stevenson nos hace sospechar que aquellas dos personas son de la misma sustancia.
Robert Louis Stevenson
Hijo de una familia de constructores de faros, pasó su infancia entre médicos y tutores. Años de enfermedad lo llevaron a definirse como «un sobreviviente entre crudos vientos y pertinaces lluvias», y a decir: «No he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos». Cursó estudios de ingeniería y se graduó en leyes. Cuentos, ensayos, poesías, novelas, crónicas de viajes? Stevenson abordó con maestría los más diversos géneros literarios ofreciendo siempre la felicidad y el asombro. Tras cruzar el Atlántico y los Estados Unidos se desposó con Fanny Osbourne, a cuyo hijo Lloyd dedicó La Isla del Tesoro, narración publicada originalmente por entregas entre octubre de 1881 y enero de 1882 en la revista Young Folks,y bajo el seudónimo de Captain George North. Un año más tarde se editaría como libro. Stevenson cultivó la amistad de Leslie Stephen, de Henry James, de Mark Twain, así como también la de ladrones y marineros, con quienes se divertía participando en concursos de blasfemias. «La risa era entonces nuestra ocupación principal», escribió refiriéndose a sus amigos, y hasta les dedicó un ensayo a la pereza. Autor de Las nuevas noches árabes (1882); Los colonos de Silverado (1884); El dinamitero (1885); El príncipe Otón (1885), El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), con la que alcanzó el éxito literario, o Flecha negra (1888), se estableció con su familia en la Polinesia en 1889. Fue uno de los primeros occidentales en denunciar el maltrato colonial. Al salir de prisión merced a los oficios de Stevenson, el jefe Mataafa mandó construir un camino hasta el hogar de su benefactor, que se llamó, que aún se llama, «vía de la gratitud». Los nativos lo llamaron Tusitala, (el narrador de historias). Murió en su hogar de Vailima, en 1894, a causa de una hemorragia cerebral. Cumpliendo con su voluntad, los amigos se abrieron paso en la espesura y le dieron descanso en lo alto del volcán Vaea, de cara al mar. (Texto escrito por la editorial El Zorro Rojo)
Luis Scafati
Estudió artes en la Universidad Nacional de Cuyo. Sus obras han sido expuestas en Barcelona, Frankfurt y Madrid e integran las colecciones de importantes museos, entre ellos, el Museo Sívori, el Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo de Arte Contemporáneo de Argentina; la House of Humour and Satire de Bulgaria; la Collection of Cartoon de Suiza y la Universidad de Essex en Inglaterra. Sus trabajos han sido publicados en Brasil, Corea, España, Francia, Inglaterra, Italia, México y la República Checa. En 1981 obtuvo el Gran Premio de Honor en el Salón Nacional de Dibujo, la mayor distinción que puede otorgarse a un dibujante en Argentina. En Libros del Zorro Rojo ha publicado La metamorfosis de Franz Kafka, El gato negro de Edgar Allan Poe, La Historia del Town-ho de Herman Melville, La ciudad ausente de Ricardo Piglia, Narración de Arthur Gordon Pym de E. A. Poe, La peste escarlata de Jack London, El Hombre Invisible de H. G. Wells y Drácula, una versión personal sobre el clásico de Bram Stoker y la literatura de vampiros. (Texto escrito por la editorial El Zorro Rojo)
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