Fragmento del libro ‘Ansiedad’, de Alberto Montt. (Grupo Planeta México)
Hay preguntas de difícil respuesta y para las que la filosofía puede ser una herramienta de ayuda, o al menos, aliviar la ansiedad que nos producen. Por ejemplo, las que se refieren a nuestras limitaciones o la muerte, y que para las personas que no somos creyentes en un sentido estricto, representan siempre incógnitas de imposible resolución. Es por esta vía que la filosofía puede ofrecernos alguna pista pues, de algún modo, está unida a la ansiedad en lo que tiene de hacerse preguntas y alejar la incertidumbre. También se podría decir que la filosofía sabe bien de nuestras incapacidades y por eso desde la antigua Grecia se pregunta sobre ello.
Fue Thomas Hobbes quien en el Leviatán (1651) escribió que la ansiedad por el tiempo futuro predispone a los hombres a indagar en las causas de las cosas. Nuestra pequeña sabiduría sobre las cuestiones del mundo también es, de alguna manera, nuestros ansiolíticos. El conocimiento transforma el mundo en algo más abarcable. Y si es acerca de nosotros mismos mas nos importa resolver. Si fuésemos dioses omniscientes que todo lo saben no nos aquejaría la ansiedad, pero desafortunadamente somos humanos.
Entonces preguntamos. Preguntar es revelar nuestra ansiedad sobre la forma y el contenido de la respuesta. La ansiedad filosófica está abigarrada con dimensiones epistémicas, metafísicas y éticas: ¿Qué es lo que no sabemos? ¿Podemos estar seguros alguna vez? ¿Hay verdades vitales que nunca sabremos? ¿Cuál es la naturaleza de nuestro ser? Porque lo que atañe a la relación de la Palabra con el Mundo, la característica de la filosofía occidental nos transmite un profundo malestar. Las distintas teorías de la historia de la filosofía: empirismo, idealismo, racionalismo… son en el fondo un intento de responder a esta ansiedad conocedora. La investigación ética también revela una profunda ansiedad moral sobre nuestras acciones, palabras y pensamientos: ¿Estoy haciendo lo debido? ¿Cuál es la forma adecuada de tratar a los demás? ¿Y la de vivir? ¿Tendré recompensa por mis buenas acciones?
Estas preguntas se ponen de manifiesto en el pensamiento religioso – como en los Pensamientos de Blaise Pascal (1670) o las Confesiones de Agustín, y nos enseña la estrecha relación que existe entre la fe y la incertidumbre. También se encuentra en la idea de temor existencial, animada por la conciencia de que las formas tradicionales y esperanzadoras de conocimiento han sido desplazadas por nuevas preguntas y prioridades.
En la época de la Ilustración, se pone en valor la razón como leemos en las Meditaciones de René Descartes, (1641) y que son de naturaleza confesional y psicológica. Para él, la Razón debe proporcionarnos una certeza entre tanta incertidumbre. Este afán de certeza, esta falta de tolerancia al error en nuestras evaluaciones racionales.
Debemos estar seguros. No podemos aguantar una filosofía que deja abierta la posibilidad de que nos equivoquemos. También tenemos un caso parecido, igual de ansioso pero menos afectado, en el filósofo David Hume, que en su “Tratado de la condición humana” (1739) considera desestabilizadoras las consecuencias de estas doctrinas en lo que tiene de desafío a la epistemología y la metafísica tradicionales.
El pragmático estadounidense Charles Sanders Pierce dijo en «La fijación de la creencia» (1877) que la duda cognoscitiva producía malestar. Al preguntar, se pasa a un estado de creencia que también es una regla para la acción, y nos impulsa hacia adelante y hacia elevados reinos de pensamiento, posiblemente buscando grandes esquemas totalizadores que abarquen nuestra experiencia vivida. Si la ansiedad, y las dudas que lleva relacionadas no tuviera un componente afectivo importante, no sería tan investigada.
Estas consideraciones deberían obligarnos a redefinir radicalmente los rígidos límites entre lo intelectual y lo emocional: ¿Puede la indagación intelectual ser alguna vez puramente racionalista, libre de emociones, desprovista de interés personal y de historia psicológica?
Las personas que son religiosas aceptan la voluntad de Dios o tratan de determinar sus manifestaciones a través de la persistente preocupación por la redención, el pecado, el perdón, la salvación… A los fieles se les promete la liberación, pero también se les amenaza -según la tradición religiosa- con la condena eterna: ¿y si su evaluación de la probabilidad de salvación es incorrecta? La ansiedad religiosa sobre si la fe es suficientemente sincera encontró una profunda expresión en la intensa teorización teológica sobre la relación entre la vida y la recompensa, entre la salvación y el conocimiento. El calvinismo, por ejemplo, produjo un terror distintivo y absoluto: ¿soy uno de los elegidos o estoy marcado como condenado para siempre?
El teólogo alemán Martín Lutero describió su desesperación por la salvación como causada por su falta de confianza en un Dios que juzga, convencido de que su gracia estaba bloqueada por la culpa mortal y los estándares inhumanamente altos. La afirmación de San Pablo de que «el que por la fe es justo vivirá» ofrece alivio a través de una estrategia terapéutica sapiente – todo es un misterio, pero si consideramos un misterio resuelto por una fe inquebrantable y comprometida, entonces todos los misterios caen ante él.
Somos criaturas temporales, ubicadas en un intervalo transitorio y precario entre el pasado -el dominio del arrepentimiento y el error – y el futuro – el dominio de la anticipación y la incertidumbre-. Modificamos nuestro presente, ansiosamente, en respuesta a los recuerdos y anticipaciones. Incluso nuestra definición más práctica de racionalidad lleva incorporada la ansiedad: ¿Sabremos encontrar la distancia correcta entre los medios y los fines?
Nos encontramos en un mundo que espera ser construido y completado por el pensamiento y la acción humana, empujados de la oscuridad a la luz al nacer, abandonados para darle sentido a todo… Por eso nuestra ansiedad primitiva es visible en nuestra historia. Somos ansiosos. Buscamos alivio preguntando, haciendo preguntas, sin saber las respuestas. Como resultado, pueden aparecer ansiedades mayores o menores. A medida que nos damos cuenta de las dimensiones de nuestras preocupaciones finales, descubrimos que nuestra ansiedad es irreducible, ya que nuestros crecientes conocimientos científicos, técnicos o conceptuales sólo nos aportan mayores cargas de incertidumbre. Como Nietzsche señaló en El nacimiento de la tragedia (1872), “a medida que el círculo de la ciencia se hace más grande amplía la paradoja a más lugares». La perplejidad y la ansiedad resultantes son los compañeros inevitables.
Søren Kierkegaard sugirió que el efecto humano más básico, por encima de la conciencia generada por nuestros sentidos, es la ansiedad. En el momento en que empezamos a abordarla preguntándonos ¿Qué es este sentimiento? ¿A qué responde?, estamos filosofando. Curar la ansiedad, entonces, podría eliminar todo lo que es distintivamente humano, una acusación que a veces se hace al estoicismo y al budismo. No debemos esperar o exigir un alivio total por miedo a esterilizar nuestro yo afectivo e inquisitivo. Filosofamos para entender nuestro pasado, para hacer más comprensible nuestro futuro. Lo desconocido nos produce un malestar distintivo; hacerse preguntas y emplear las herramientas materiales y psíquicas para responderlas nos proporciona alivio. Cuando la ansiedad se une al estudio filosófico, atenuamos la ansiedad. El proceso llega a su fin cuando no estamos ansiosos. No hay nada más que preguntar, responder o entender; la comprensión y la iluminación han sido alcanzadas. La filosofía es el camino que esperamos que nos lleve allí. La ansiedad es nuestra obstinada, desagradable e indispensable compañera.
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