Que la Santísima Trinidad es un misterio (¿uno o tres? ¿en qué quedamos?) lo acredita el hecho de que sobre el debate contemos, en la teología cristiana y desde Nicea (325), con bibliotecas enteras. Pero lo cierto es que el número tres (el de los puntos que delimitan un plano: Euclides) se lo encuentra uno por todas partes. Es, junto con el siete, de los mágicos. Todo o casi todo en la vida está lleno de tríos, como, por citar un ejemplo entre muchos, bien tuvo en cuenta Montesquieu a la hora de formular su teoría de la división de poderes: un auténtico vestigium trinitatis, en opinión de muchos.
Uno de esos grupos de tres elementos es el que componen una ciudad (Cádiz), una fecha (1812 y en concreto el 19 de marzo) y una idea (la Constitución). Son, sí, tres cosas, pero el conjunto diríase tan irrompible como la más sólida de las parejas. Cabe explicarlo desde todas las perspectivas, según que el foco lo pongamos en la geografía (Cádiz, el lugar donde en 1812 se aprobó la Constitución), en la cronología (fue en 1812 cuando advino la Constitución de Cádiz) o en la historia de los textos jurídicos y de las ideas: llamamos Constitución a lo que sucedió en aquel sitio y en ese año. Por los tres caminos acabamos llegando al mismo sitio.
¿Estaba escrito que tuviese que ser precisamente en Cádiz donde se produjese esa reacción química o se trató de una mera (y feliz) coincidencia? Los defensores de la primera teoría encontrarán mucha munición en el libro de Alberto González Troyano, “El Cádiz romántico”, con el expresivo subtítulo “Un paseo literario” (nada que ver, por supuesto, con la literatura de viajes). Se publicó hace años por la Fundación José Manuel Lara y la noticia es que, en diciembre de 2020, Athenaica lo acaba de reeditar con un Prólogo (“Ciudad de destino”, recogiendo el nombre del conocido libro de Arnold Toynbee) del propio autor. Es ahí donde aparece la clave: está, sí, la tendencia a considerar “la celebración de las Cortes liberales en Cádiz como un episodio fortuito y ocasional”, pero hay “otra visión (que “se necesitaba”) en la que el triunfo liberal doceañista representase la culminación de un proceso iniciado un siglo antes en la ciudad”. El autor no solo no engaña sino que se anticipa a poner sobre la mesa sus propósitos.
No es un texto largo: ni tan siquiera llega a 200 páginas y al terminar se queda uno con apetito. Sin caer en el pecado del spoiler, sí puede anticiparse que el lector se va a topar, por ejemplo, con toda una teoría sobre los majos y los petimetres. Y va a descubrir personajes tan interesantes -coleccionistas de arte de primera línea a nivel mundial- como el riojano Sebastián Martínez, al que Goya hizo un retrato que hoy cuelga en el Metropolitan de Nueva York, o Nicolás de la Cruz y de Bahamonde, Conde de Maule. Todo ello bajo el prisma eterno de quienes observan a España y sus procesos de modernización, siempre llena de tensiones: ¿los impulsos surgen de dentro o por el contrario, y como pensaba Ortega, han de ser los extranjeros los que tiren del carro? El autor, orteguiano confeso (del maestro toma las tesis sobre el plebeyismo, por citar sólo esa referencia), es de los que correlacionan el esplendor de aquella ciudad en el período estudiado -finales del siglo XVIII o incluso toda la centuria, al menos desde que Cádiz se hace con el monopolio comercial en detrimento de Sevilla- y el hecho notorio de que allí la población foránea dedicada a comprar y vender -empresarios, que diríamos hoy- fuese muy numerosa.

Alberto González Troyano
Del libro llama la atención también lo que llamaríamos la parte gráfica: casi 80 reproducciones. Una verdadera gozada.
Hace aproximadamente diez años, cuando se conmemoró el bicentenario de 1812, los historiadores del Derecho español expusieron con todo detalle las dos visiones existentes: a) el texto recoge la (mejor) tradición española, confirmando así la visión e Martínez Marina, Argüelles y, al fondo de todo, Jovellanos; y b) nos encontramos ante una importación de la Constitución francesa de 1791 -la que compatibilizó la revolución con la monarquía-, cierto que con las adaptaciones indispensables por el hecho de haber transcurrido veinte años y además no veinte años cualquiera: por medio estuvo la reacción de la intelectualidad alemana contra la invasión napoleónica, dando lugar a eso que llamamos romanticismo.
Como siempre sucede en ese tipo de polémicas, ambas posturas tienen parte de razón y a lo mejor las diferencias consisten tan sólo en el énfasis que se pone en uno de los dos puntos en liza. El libro de Alberto González Troyano no versa sobre eso -al contenido de la norma de 1812 apenas si hay referencias explícitas- pero pone las cosas -aquellas cosas- en su sazón: su sazón sociológica e incluso humana, si se quiere decir así.
Coleccionistas del calibre de Sebastián Martínez no podía haber muchos en el mundo: 735 obras de arte se recogían en su testamento, entre ellas, y aparte del retrato de Goya, posiblemente nada menos que el Salvator Mundi de Leonardo da Vinci, cuya subasta de 2017, con 450 millones de dólares, le ha puesto a la cabeza de los cuadros más caros. Pero también es verdad que ese tipo de gente no nacen si el ambiente -el ecosistema, que se dice ahora- no les resulta propicio. Un ambiente que González Troyano ha sabido describir (sin caer en la hipérbole en los aplausos: un esfuerzo de contención que el lector agradece) y muy bien.
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