El ensayo La risa en la Antigua Roma de la historiadora británica Mary Beard (Alianza, 2022), bien traducido por Miguel Ángel Pérez, tiene el indudable mérito de acercarnos de una forma amena y erudita al concepto de humor entre los romanos, que sin ser igual al de hoy día tampoco era tan ajeno a nuestras costumbres.
El libro se basa en una serie de conferencias impartidas por la catedrática de Cambridge en la Universidad de Berkeley en 2008 y que luego fueron reescritas con algún añadido inédito. Beard cuenta la importancia para la escritura del ensayo de las conversaciones informales mantenidas sobre el concepto de humor en la Roma antigua con los asistentes a sus charlas en los cafés de esta universidad
Mary Beard se pregunta sobre las causas de la risa para ver qué hay en común entre los antiguos romanos y nosotros, y resume las mismas en tres factores: la burla o el ridículo del sujeto que hacemos víctima de nuestras chanzas. Algo inesperado o incluso, como señalaba Freud y recoge la autora, para aliviarnos de una situación determinada, y que nos produce tensión nerviosa o una emoción reprimida.
Los dos primeros aspectos enlazan el humor de la antigua Roma con el nuestro, mientras que el tercero toma otro cariz.
Por ejemplo. Un chiste que nos llega desde la antigua Roma es aquel que cuenta de un miembro de la familia real que se encuentra de viaje oficial por las provincias del reino y observa entre la multitud a un hombre que se parece muchísimo a él. Entonces le hace un gesto para que se acerque y le pregunta si su madre ha estado sirviendo en el palacio real. El hombre le responde que no, pero añade que su padre si ha estado allí muchos años.
Con chistes similares, Beard nos demuestra como seguimos contando bromas surgidas entre los romanos. Sin embargo, la autora nos avisa que el latín tiene muchas palabras para definir los diferentes matices irónicos. La ambigüedad de los giros lingüísticos hace que muchos chistes sean intraducibles en las lenguas de hoy día. Así, el adjetivo «ridiculus» es una palabra que puede significar tanto el objeto de la risa («ridículo») o, por el contrario, alguien o algo que puede provocar esa risa.
A los antiguos romanos les gustaba reírse con los gestos, como muecas o expresiones faciales. También de defectos físicos como la calvicie o alguna deformidad. En cambio, los dobles sentidos eran elogiados si resultaban ingeniosos, pero no hacían reír mucho a la gente porque, como escribe Beard, podían resultar peligrosos de cara al poder.

Mary Beard
En cuanto a las mujeres, el humor está ceñido al ámbito doméstico. Sin embargo se conocen una serie de chistes atribuidos a Julia, la hija de Augusto. Quienes conocían sus idilios con Ticio, Cayo y Sempronio y se sorprendían del parecido de sus hijos con su marido Agripa, respondía: «Nunca subo un pasajero a bordo hasta que la bodega está llena».
También la imitación era una de las técnicas más eficaces para hacer reír a la gente, aunque había que ser muy avispado para no crearse problemas con el hombre del que uno se reía. Por eso los mejores oradores romanos empleaban la ironía para atacar a los adversarios como demuestra Quintiliano.
También en la oratoria la risa tenía su lugar. Cicerón solía hacer bromas que incluso podían llegar a la bufonada. Quintiliano llegó a decir que algunos de los recursos que empleaba se acercaban al del bufón.
Los poderosos también recurrían a menudo a la risa. Pero mientras que los buenos gobernantes solían hacer bromas benévolas y toleraban que se rieran de ellos a sus espaldas, los tiranos reprimían cruelmente cualquier atisbo de ironía en contra suya. Los nombres y ejemplos son numerosos: Sulla, Vespasiano, Cómodo, Claudio, Calígula… que incluso intentó prohibir la risa en Roma.
El libro de Beard destaca las conexiones entre la risa, las diferentes formas de jerarquía política y civil, en una maraña entre la risa y la imitación, la mímica y la controvertida frontera que separa a la especie humana de la animal, especialmente los simios y los asnos, asunto tratado en El asno de oro de Apuleyo, donde el protagonista, Lucio, se transforma accidentalmente en un asno y sólo al final recupera su forma humana gracias a la diosa Isis.
En definitiva, un libro bien escrito y documentado, que nos hace pensar en la cultura de la Antigua Roma con un enfoque atractivo y distinto.
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