Fotos de Massimo Listri
Parafraseando a Borges, toda biblioteca, por modesta que sea, excede las posibilidades del lector. Si una biblioteca cuenta con, digamos, mil libros (no sé qué tan modesta podría ser esa biblioteca) o digamos doscientos, o cien, también podríamos decir cincuenta, necesariamente tomaría la vida entera, ni un minuto más ni uno menos, intentar cubrir ese universo, aunque sin el éxito esperado. No se trata de perseverancia, tampoco de tiempo, un solo libro puede ser infinito, puede cerrarse una vez pero abrirse miles de veces más para consulta, relectura y análisis (Nabokov decía que era mejor leer un libro siete veces que siete libros diferentes, y Flaubert escribió la promesa de que seríamos más sabios si sólo conociéramos bien cinco o seis libros). En una biblioteca cualquiera puede estar ese libro que hay que quebrantar como la gota a la piedra para entrar en una imaginación dura, puede haber un instrumento de tortura o de placer que, nuevamente, configuran ingenios que deforman y escapan al tiempo.
Aspirar a aquel conocimiento no es siquiera imaginable. Una biblioteca, como en cualquier cosmos, por ínfima que parezca, no se reprime en los “excedentes de sentido” ―diría Paul Ricceur― ni en los inconvenientes ni en las inexactitudes ni en las exaltaciones, sino que se expande y se abre (por eso los arquitectos coinciden en que las bibliotecas son organismos vivos y que deben diseñarse de tal manera que puedan crecer) hacia un ajuste perfecto, de puzle interminable; además, la curiosidad del lector, asolada por las ideas y las palabras, siempre proyectando la biblioteca futura, la revelarán como un asunto eterno.
Toda biblioteca es alevosa. Se erige en las paredes sobre seguro de una intriga imposible de desentrañar. Esa intriga que subyace en los objetos que sostiene, porque cada libro se entromete en el hallazgo de otros libros, para enturbiar el mundo y su lógica. Harold Bloom dirá que toda obra de la literatura se lee de manera equivocada y malinterpreta a las obras que le anteceden y le preceden. Le conviene al dueño de esa biblioteca no caer en la desesperación porque por razones azarosas, los libros que arrojen luz o humo, se meten en la biblioteca, como invocados por los otros.

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Por eso, el propietario de la biblioteca solo puede actuar conforme a las reglas del juego que la misma biblioteca propone. En ocasiones, con párvula inocencia, atraído por algunos libros y autores de gusto popular, cree que puede incorporarlos, pero, sin justificación, la biblioteca los rechaza; en otras, el lector, huyendo como de una agresión, supone que puede decidir la inadmisión de ciertos títulos, cuando es la biblioteca misma la que, fiel a la verdad que busca, no sin arbitrariedad, los suma.
Dos son las excepciones que permiten las autoritarias bibliotecas. No toda biblioteca inicia con un primer libro, hay quienes han heredado una. En este caso es posible depurarla, precisando qué es lo que sobra. También, si es exageradamente desproporcionada. Cuando leo que Vargas Llosa posee unos 30000 libros entre sus bibliotecas de Barranco y Madrid pienso que es casi una indecencia no compartir a la biblioteca del pueblo.
Pero a su vez, la biblioteca posee las condiciones indispensables para la averiguación lúdica, como un hábitat para un pasatiempo, un aposento de felicidad. Porque cada libro es un vehículo que transporta, y ya no hablo de viajar gratis a “La isla del tesoro” de Stevenson ni de la invitación del “Ulises” de Joyce por Dublín ni siquiera ser llevados por Lovecraft a los terrores subterráneos de Innsmouth, sino del atributo opuesto: mover el mundo al individuo, mudar los tiempos, las civilizaciones y las historias para honrar la mente. Lo curioso es que con el tiempo, cuando la práctica se vuelve experiencia, con solo pasar las yemas por los lomos en los anaqueles, uno puede saber qué tipo de felicidad guarda, es decir, qué felicidad viajará por nosotros.
Aunque las bibliotecas sean un atavismo para los fundamentalistas del celular, que de seguro son los mismos que atropellan la gracia natural con artificiosa materialidad, no han quedado desactualizadas las palabras de Cicerón, y quizás hoy sea más necesario que nunca “tener una biblioteca y cerca de ella un jardín”: es probable que teniendo eso ya no nos falte nada.

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