El escritor checo Milan Kundera falleció el pasado 11 de julio. Con una vasta obra tras de sí, siempre cabe preguntarnos, ¿cuánto más queda en el tintero de los grandes genios universales?
La televisión checa fue la primera en anunciar que el escritor Milan Kundera había fallecido a los 94 años. Aunque Francia lo había adoptado como un representante propio desde casi medio siglo atrás, era de esperar que el nacido en Brno comenzara a ser despedido con los adioses de su lengua y a ser recordado con la memoria de su tierra.
No pude encontrar en YouTube el video en que sus compatriotas dan la noticia, pero Euronews compartió la novedad en español, alemán, inglés y francés. Con el decoro y la responsabilidad que amerita el asunto, todas las voces en off enumeraron sus oficios y sus hitos, las fechas y los lugares, y sin embargo, ninguno reparó en la propensión a la muerte que tienen las obras literarias.
Claro, son los apuros de la obligada necrológica, el duelo de cortesía de las cadenas internacionales y la opinión del erudito mundano convocado para hablar sobre el abordaje de los libros de Kundera al comunismo, al totalitarismo o a las ideologías nietzscheanas, quienes, en medio de la vorágine mortuoria, hacen difícil hallar el tiempo de admitir que no menos dolorosa es la desaparición de “la obra”, indivisible de la mente que imagina y del cuerpo que interpreta. Porque, contradiciendo a Diderot y a Sarmiento, las ideas se fusilan, se matan o mueren de causas naturales; el hilo del razonamiento se corta, el proyecto vital queda trunco.
Es una desdicha grande tener tanto que decir y quedar a mitad de desarrollo. Kundera, a partir del 11 de julio, es decir, a partir de sus borradores abandonados, será menos el autor de La insoportable levedad del ser y más una pieza de rompecabezas para los editores de sus obras póstumas.
¿Cuánto más queda en el tintero de los grandes cráneos universales? ¿Alguien se atrevería a decir que el desempeño de Saer, Kafka, Cortázar o Pizarnik concluyó con sus trabajos publicados? Papelitos sueltos, inéditos sin corregir, la génesis de una idea escrita con tiza en un pizarrón, cuadernos, diarios y cartas. La novela latente “Los Rivero”, que hubiera sido la única novela de Borges…
Consultado por el plazo en que finaliza una obra literaria, Carlos Fuentes dijo alguna vez que la vida tiende a irrumpir en la creación con sus objeciones y motivos desafiando al pensamiento, y ese movimiento incesante hacia y desde la inteligencia hacen que todo intento de “obra completa” sea una idea frustrada. “Balzac” ―agregó el mexicano― “no pudo completar su obra y yo tampoco podré” ―ambos ejemplares de una estirpe que escribe con intención de trascendencia hasta el último día de su vida―, porque en el concepto de “obra” el libro que termina de ser escrito no es sino un tanteo del siguiente.
El escritor cumple una misión preponderante en ayudar a entender y ordenar el universo. Siempre alerta a los mensajes del futuro que llegan cifrados desde el lenguaje (y por el mismo, descifrados) como a los archivos de la historia, su trabajo es moverse entre el espíritu íntimo con su memoria irreparable y engañosa y el “sentimiento [colectivo] de que el mundo se precipita hacia la ruina”, como el mismo Kundera expresó al referirse a Checoslovaquia, su patria desaparecida. Por eso, sin el escritor, tanto su obra como el mundo quedan como una mesa de tres patas, que sin cojear, da la impresión de que no soportará el peso de las preguntas sin respuestas o perderá la estabilidad por el discurso desintegrado.
La muerte termina siendo guardiana de misterios. Toda una obra yace en la biblioteca oscura e inabordable: lo no transcrito ni pronunciado, el pensamiento no llegado a ninguna conclusión. Como el Amazonas deforestado que podría haber tenido la cura del cáncer, el libro jamás escrito podría haber tenido páginas salvadoras.