Estamos acostumbrados a leer críticas y reseñas sobre nuevas publicaciones por razones muy valederas;
la más importante, independientemente de sus calidades, es la novedad. La novedad necesita ser el centro de atención y ubicarse dentro de un espacio donde pueda ser conocida y situarse delante del público. Las revistas literarias están enmarcadas, como toda empresa moderna, en el consumo, las ventas y la publicidad, por lo que pocas veces hallamos allí información vital sobre aquellos libros que ya tienen algunos años en las librerías y en los hogares. Los encontramos de los clásicos, de los best sellers, de los autores intocables, del canon literario que solo en contadas ocasiones da lugar a otros a entrar en su círculo.
Algunos de estos libros y/o autores no canónicos, no pertenecientes a esos top five – top ten tan norteamericanos, merecen que se los reubique, quizá, en un lugar de mayor reconocimiento. Los análisis realizados sobre la obra de Mauricio Rosencof (Florida, Uruguay, 1933) son numerosos y en su mayoría repiten la temática madre: la cárcel, el encierro, la tortura, la dictadura, la vida que podría contar alguien que estuvo privado de su libertad durante once años. Su obra, sin embargo, se ha caracterizado por la diversidad de matices, el objeto visto desde perspectivas incluso inverosímiles (por ejemplo, su libro Piedritas bajo la almohada se conforma de cuentos para niños donde el terror y la crudeza de las experiencias carcelarias no aparecen sino como un algo que se dice sin decir, algo que está allí, pero en signos que hay que descifrar).
El caso de Sala 8 (Alfaguara, 2012) no es la excepción. La temática se repite (se reformula) en este caso dejando intacto su testimonio pero de manera ficcional. Mucho se habló en su momento de este libro, pero como se dijo anteriormente, el rescate se hace necesario para que adquiera otras formas no antes percibidas o que no atendían al análisis primordial de la obra. Rosencof desperdiga a lo largo de Sala 8 un sinfín de elementos que en el ir y venir de la lectura van tomando una clara consistencia, ordenamientos de luces caleidoscópicas que se reúnen bajo un mismo halo luminoso, una lógica de rompecabezas. Una de esas piezas (y esa pieza no es la pieza de la esquina, la más fácil de hallar y el principio del desafío estructural) se ve sostenida por un acto de cruel tortura y humor con fines mitigatorios: al Enjuto lo enterraron de cuerpo entero y solo le dejaron la cabeza afuera. Tras varios días en esa condición uno sospechó:
– Vas a echar raíces.
Entonces, el cabo, previsor, analizó:
– Se te puede juntar un yuyal contra el cogote. Vamos a evitar la plaga.
Entonces, lo meó, dando explicaciones:
– Tranquilo, tranquilo, tranquilo, sabandija, que donde uno mea no crece el pasto.
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Mauricio Rosencof |
Esta es la introducción que se hace de este personaje, el Enjuto, que a lo largo de la novela tendrá la mayor carga ficcional y humorística. Diálogos delirantes con su doctor de cabecera, a quien le asegura que a él ya no le crece vello corporal, sino pasto.
¿Cuál es el motivo que lleva a una persona a prolongar la tortura con un acto escatológico? ¿Cuál es el motivo de Rosencof de narrar los detalles del hecho? La primera respuesta es la más simple. Hay un ser racional comportándose con características vehementes, ajeno a la angustia, carente de emociones empáticas, porque su racionalidad se ha virado a otros estadios, animales, bestiales, primigenios; pero sujeto siempre consciente: del poder que ejerce y que fortalece con la degradación del otro, de la complicidad, de la impunidad. Su órgano está liberado y puede hacer lo que se le cante. Es dueño de su miembro y le da el uso que desee. El órgano, el falo, fue, es, será siempre, símbolo de poder. El otro lo tiene enterrado, como una planta, en barro o en tierra seca, rodeado de gusanos, no lo ve, no lo siente, no lo usa. La demostración impúdica es una ostentación de virilidad, nuevamente, de poder.
La respuesta a los motivos de Rosencof no se encuentran sino en el recorrido.
Lo que se hace en el baño el Cabo lo hizo sobre el Enjuto. Pero la realidad marca que el baño nunca tuvo reservada una única finalidad, la primaria, digamos. Los baños (de estaciones, de escuelas, de hoteles) han sido foco de comportamientos no del todo bien vistos en el ámbito público. El baño ha sido y es una especie de recinto sagrado donde, mayoritariamente los jóvenes, experimentan, donde se inician, donde se realizan -lejos de los ojos inquisidores-, las primeras travesuras sexuales, las primeras pitadas al cigarrillo, los secretos. Rosencof propone el baño como un escape (una travesura), un santuario conveniente para eso que afuera no se puede, que con cierta gente no es posible.
[…] Tampoco lo pueden bañar. Le dan al cañero, viejo y peludo nomás, un manojo de algodón bien empapado en alcohol. Y el Chongo es pícaro. No se lava nada. Exprime el combustible en un vaso que todos tenemos ahí […]. Pide para ir al baño, que no es baño, es un bar que está ahí nomás. […] Al paso, levantamos, […] un rollito de papel higiénico. Así llegamos al Escusado (lindo nombre para un bar), […] porque el Chongo agrega un chorrito de agua a los setenta grados de alcohol y yo desenvuelvo el papel higiénico, y hay dos cigarrillos y un fósforo, y somos libres.
Aquí no hay vislumbres del órgano sexual masculino que el Cabo usara seis páginas antes. Pero el baño que no aparece allí, aparece aquí, redimensionado. Lo que un adulto cualquiera realizaría en las afueras con pocas restricciones (multas por conducir alcoholizado, la prohibición de fumar en espacios cerrados), aquí debe disfrutarse desde un ocultamiento propio de púberes temerosos del regaño, pero atrevidos. En el baño. Es que el mundo propuesto es el del revés. El mundo de las dictaduras, en realidad, es el del revés, el de lo descabellado, el de la incoherencia, el de la desmesura. Se mea sobre gente enterrada hasta el cuello, con testigos, y se toma un trago con un amigo, en el ostracismo. Como dijo Lennon: Vivimos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor, aunque la violencia, se practica a plena luz del día. El falo está presente, es el mismo, el símbolo no transmuta a otra metáfora. En el baño, donde nadie ve, donde se mea, pero ellos no mean, alguien improvisa un bar. El falo cambia de dueño. El poder pasa de la intemperie al baño-bar. Acá se fuma, se chupa y se hablan pavadas, o no. Pero el control es poder y el poder es lo que dura el algodón empapado en alcohol.
Y cuando “mear” (el término que utiliza siempre el autor) se vuelve un negocio propio, la esencia misma se vuelve divina. El miembro, por lo tanto, será cetro, dedo de dios, rayo creador. De hecho, la mitología griega tiene su lugar en las páginas del libro. Una relectura veloz nos permite encontrarnos con los Campos Elíseos, el Hades y Caronte. Claro está, los dioses griegos, romanos, egipcios, escandinavos, están contenidos en obras universales, expuestos a estudios rigurosos, a análisis históricos y antropológicos. Rosencof no hace menos con el “instrumento”. Lo endiosa, lo convierte en mística aparición, y el “meo” en milagro, destreza angelical. Provee al acto “trivial, burocrático, pueril, rutinario” de orinar de un deísmo ortodoxo.
Se abre la bragueta como un capullo de hoja que se entreabre al sol, y con delicadeza sostiene, dirige […] el instrumento que multiplicó el mundo. Y brota un chorro ambarino en arco, sostenido, creado por el hombre; no hay en el universo […] fuente, arrojo, lluvia que se le asemeje.
Rosencof imagina ese arco como al arcoiris al servicio de Zeus, que él utilizaba como conducto o puente para realizar sus conexiones con el mundo material y espiritual. Y si el dueño del pene no es Zeus, Zeus es el pene mismo. Dios de dioses. Dios de los dioses del Olimpo. Puro poder creador, pura virilidad. El dueño de ese Zeus es poderoso cuando es libre de crear ese arco a su antojo, arco que el Enjuto no podía utilizar como puente, puente en este caso que lo conectara con su humanidad humillada y desdeñada.
Pero si el pene es la materia de este análisis, debe tener un apartado especial en Sala 8. Y lo tiene. Y no es raro que ese apartado que tiene al órgano masculino como exclusivo protagonista, sea en el marco del mundo anterior al del encierro y que lo sea, además, en el mundo de la niñez.
Mi papá, el que pesca, dice que cuando yo sea más grande el pito también lo será. Que tiene cabeza. El pito. Y con el tiempo habla […]. Ahora, cuando hable, ¿de qué vamos a conversar?
Si al “pito” Rosencof ya lo había endiosado (el poder máximo que se le podía ofrendar), ahora nos pone a los lectores en la ¿incoherente? posibilidad de que este también sea un ente pensante y hablante. ¿Y este no es un poder mayor que el anterior? El pene –este pene-, el de los torturados, el de los privados de los placeres, vivió y sufrió las mismas vejaciones que sus portadores. Durante la niñez, la inocencia es la cosmovisión reinante, pero cuánto de esa inocencia se pierde en el contexto de la dictadura. Mucha, por no decir toda. Y el dueño del pene que aguanta lo que se aguantó en épocas singularísimas por su crueldad como la descrita por Rosencof merece ser considerado un “hombre” y no en el sentido machista, sino en el de alguien que ha podido desarrollar toda la dimensión de su persona aun en circunstancias adversas. Dice que cuando yo sea más grande el pito también lo será […]. Y con el tiempo habla. Toda la anchura y estatura de la persona interna crece luego de esas vivencias. Las fuerzas son renovadas. La masculinidad, la femineidad, la humanidad generan infinitas posibilidades. La mente se expande, el corazón se agiganta, los ojos se abren… el hombre es más grande, el pito también lo será. Y lo fue para prevalecer estoicamente, que no es poca cosa.
Y habrá tiempo para conversaciones futuras. El hombre con este Zeus. El hombre con este amo del rayo. El hombre con el creador. Y será como un rezo, esa conversación, del hombre a su dios.
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