“Este conocimiento real de las ciudades siempre me ha perturbado”
Juan Ramón Jiménez. “Federico García Lorca. El cárdeno granadí”. En Españoles de tres mundos. Caricatura lírica. 1914-1940. Madrid, Aguilar, 1969.
“Y nunca pude, aunque haya contado muchas veces en prosa lo que veía en Madrid, donde yo vivía […], considerarme castellano”.
En “Recuerdo a José Ortega y Gasset”, Clavileño, IV, 24, noviembre-diciembre, 1953. Recogido en Juan Ramón Giménez. Guerra en España. Prosa y verso (1936-1954).Sevilla, Editorial Point de Lunettes, 2009.
Como el lema que Juan Ramón puso en el frontispicio de sus libros, tomado del poeta, novelista, dramaturgo y científico alemán, Johann Wolfgang von Goethe, “Como el astro, sin precipitación ni descanso”, Madrid aparece y reaparece en la prosa del poeta bajo el prisma de consideraciones y perspectivas muy variadas, un Madrid que sale a nuestro encuentro -no puede ser de otra forma- asociado con su biografía y también con la biografía de aquellos que trató. Para acercarnos a ese amplio espectro de consideraciones nada mejor que, como introducción, espigar en varias obras. En el libro editado por HMR, Juan Ramón Jiménez, Libros de Madrid. Prosa. Edición de José Luis López Bretones. Introducción de Andrés Sánchez Robayna. Madrid, HMR (Hijos de Muley- Rubio, 2001), organizado en siete grandes capítulos que corresponden a los títulos de los libros sobre Madrid que escribió Juan Ramón: Madrid posible e imposible; Sanatorio del retraído; La Colina de los Chopos; Soledades Madrileñas; Figuraciones; Disciplina y oasis (Diario vital y estético) y Ascensión, precedidos de dos prólogos de obligada lectura, una introducción a cargo de Andrés Sánchez Robayna y el estudio de José Luis López Bretones, “Libros de Madrid y prosa juanramoniana”, y una nota a la edición de Federico Utrera. También un Madrid de fondo en su Españoles de tres mundos. Caricatura lírica, 1914-1940. Edición y estudio preliminar de Ricardo Gullón (Madrid, Aguilar, 1969), una de las joyas de la literatura retratística contemporánea y, por último, el Madrid evocado, desde el exilio, que circula por las venas de su prosa, recogido en Juan Ramón Jiménez. Guerra en España. Prosa y verso (1936-1954). Edición de Ángel Crespo, revisada y ampliada por Soledad González Ródenas (Sevilla, Editorial Point de Lunettes, 2009), autora asimismo de un extenso y fundamental prólogo.
I
Madrid posible e imposible, está dedicado, con una triple dedicatoria a Manuel B. Cossío “en el ambiente ideolójico y sentimental de este libro madrileño” y al mejicano Alfonso Reyes y el dominicano Pedro Henríquez Ureña, a los que vemos “reclinados sobre la baranda de piedra de la plaza de la Armería, negro el arco contra el cielo carminoso que el arco corta y eterniza en la visión, como un gran cuadro clásico, los dos amigos miran la lejana sierra azul y neta, el verdor cobrizo de la Casa de Campo, el Pardo… por donde silba, yéndose, el tren”. Lejana sierra azul y neta que ya fijó en sus retratos de reyes cazadores y ecuestres Velázquez. La primera prosa de este libro lleva por título “Carmen Díaz” y comienza con una alusión a ese primer Madrid al que llegó el poeta a principios de siglo que resume sintéticamente: “Primer Madrid, sin patria aún” y que simboliza en una fonda, la de “Jesús, el madrileño”. “La fonda -escribe JRJ- está decorada con estampas de “La Lidia” y “El Motín” […]. A veces llegan a la fonda, en el coche, viajantes de comercio […] y toreros, que asoman al balcón […] entre la admiración jeneral y el estupor mío […]”. Un Madrid menestral que se transforma en la imaginación de Juan Ramón en “un Moguer mayor, con muchas torres, lejano, inasequible, misterioso, vacío, digo, con toreros y anarquistas, y en una fonda de una calle muy grande”. En la estampa “Actualidad y futuro”, Juan Ramón ensaya un cierto ideario de su visión de Madrid, entre pasado y presente, en la fusión de la “nostaljia del Madrid de Carlos III […] que es actualidad y es futuro”, trasunto de una idea ilustrada y liberal, con lo permanente de su atmósfera: “el paisaje, la luz, el color y el sentimiento”. Ese ideario ilustrado se concreta en “El Madrid, fuerte, bajo, gris, rojo y verde” con la enumeración de algunos de sus hitos arquitectónicos: “Dejad solo el Botánico, el Museo del Prado, el Palacio de Villahermosa, el Ministerio de Hacienda, el de Estado, la Academia de San Fernando […] Neptuno…, la casita del Príncipe, del Pardo, […] la Puerta de Alcalá […] las cuatro fuentes del Prado, la de Apolo…”. Y en síntesis magistral las características cromáticas de su arquitectura más emblemática: “¡Ay, este Madrid bajo, tendido, abierto al bello cielo suyo, este Madrid de ladrillo rojo, hierro, en granito y bajo, ciprés de la letra romana que pudo ser”. Aquel Madrid finisecular del que Corpus Barga dice en sus memorias, Los pasos contados (Barcelona, Bruguera, 1985, t. 3) “que era un pueblo bonito, rojo, de ladrillo y tejas” que vendría a sustituir, a partir de 1914, el cemento. El difícil equilibrio entre aquel Madrid histórico y la transformación urbana que tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX, es percibido por Juan Ramón en los siguientes términos: “Madrid de hoy. Pueblo de la Mancha que muere. Ciudad catalana que nace”. Probablemente la alusión a lo catalán se refiera la Gran Vía, cuya apertura tuvo lugar en 1910. Lo de catalán también lo utilizó José Gutiérrez-Solana, un escritor en las antípodas de Juan Ramón, al referirse en su Madrid callejero (1923) a la Gran Vía en estos términos: “De esta ya famosa Gran Vía está terminada el primer trozo […]. A las antiguas calles ha sucedido esta nueva red, llena de edificios a la moderna, petulantes, todos muy blancos, estilo catalán, y en los que no se ve ni por asomo, un poco de arte y personalidad”. Aquel pueblo manchego que fue Madrid y que tantas veces fue percibido así por los escritores de ese primer tercio de siglo, lo dibujó Juan Ramón en un apunte tan breve como este: “Si se asoma uno a Madrid por una azotea, buhardillas -tejas- en un cielo rosa, pueblo manchego, amontonamiento de barrios viejos”. Estampa que tiene algo de estética cubista.
Quizá donde mejor se ve la transformación y los cambios de una ciudad -para bien o para mal- sea en su arquitectura. En “Arquitectura”, comenta: “La arquitectura del Madrid de hoy ha perdido el arraigo, la fuerza, con la ausencia total de su armonía natural y belleza propia. Es una muestra evidente de decadencia total”. Ese hoy abarca un arco cronológico que va de 1902 a 1926. Los Ensanches proyectados en el siglo XIX trataron de resolver aquellos laberintos urbanos y abigarrados cascos históricos mediante trazados abiertos y geométricamente racionales. La ciudad “deleitable” para el poeta de Moguer se localiza sobre todo en la zona del Ensanche. En “Madrid bello”, Juan Ramón lo deja explícitamente claro: “este Madrid de nuestros años pudiera ser una ciudad deleitable. Desde dentro de muchas casas de muchas calles -Almagro, Caracas, Miguel Ángel, Fortuny-, ¡qué bellos aspectos de línea, de hora, de paz, de nubes, de bienestar!”. Precisamente en esta última calle, conocería a la que sería su esposa, Zenobia Camprubí. Dedicado a José Ortega y Gasset, “El Barroco y el granito” es un texto algo críptico, también alusivo a la arquitectura de Madrid que ve el poeta como “parto del Guadarrama”. La sierra del Guadarrama cobró una importancia enorme como ideario educativo de los miembros y seguidores de la Institución Libre de Enseñanza, cuyo credo hizo suyo Juan Ramón, y a la que se refiere en muchísimas ocasiones a lo largo de estos libros. No sé si a ellos o a sus seguidores los califica Juan Ramón de “Guadarramitas” que “andan callejeando por Madrid, con polvo y orines, hambres y patadas, desdeñados y tristes. De vez en cuando, uno sale a Rosales o a los altos del Hipódromo, famélico y bello contra el cielo suyo, azul, grande y blanco, y mira con aullante nostaljia a su Guadarrama de las tetas llenas”. Juan Ramón ve en Guadarrama la fuerza liberadora que tendría que acabar con ese Madrid retardatario, impostado y feo que tanto atosigaba al poeta: “¡Ay, terremoto de leones; parto total, nuevo y fiero, erupción barroca tuya, Guadarrama, madre paciente y gris, que sepultara en redonda lava retorcida este Madridillo (¡ridículos masoncitos!) de mogollón, azulejos, tomiza, escayola y colorete”, termina diciendo. Aquí el sufijo “illo” aplicado a Madrid más que un valor afectivo, parece tener un significado de “poco importante” o “insignificante”.
Nostalgia le produce al poeta “El Obelisco del Prado”, al que dedica una prosa cuyo meollo ideológico reside en la contraposición de la “severidad” y la “belleza decadente y trásfuga” del monumento, “punta estenuada de aquella gloria rotunda” […] a la “cuesta abajo hacia el hoy barato y lastimoso Madrid”. La admiración por este hito arquitectónico parece encerrar un eco de la Canción a las ruinas de Itálica Rodrigo Caro.
Un mini tratado de jardinería contiene “El Parterre, de hierro (Febrero)”, fechable entre 1916 y 1920, dedicado a Manuel B. Cossío, en cuya prosa el hierro forja un símbolo extremo: “Y el Parterre, trabajado en el yunque del sol herrero, vibra, chispea, exaltada su forma, con poca sombra, cortado, rotundo, perdurable, como Madrid debió ser siempre, de hierro”. La presencia del yunque en esta prosa me hace recordar el verso “¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!” del poema de Antonio Machado a Francisco Giner de los Ríos, escrito en 1915. La alusión a Antonio Machado no me parece baladí. En el libro La Colina de los chopos la prosa “El olmo picado” muestra una semejanza conceptual evidente con “A un olmo seco” de Machado, poema fechado en 1912.
El Madrid de los siglos XVI al XIX ha sido definido por los historiadores de la arquitectura madrileña como ciudad conventual, fisonomía que puede apreciarse objetivamente en el perfil de cúpulas y torres chapiteladas en la maqueta o modelo de Madrid de 1830 de León Gil de Palacio que se conserva en el Museo de Historia, antiguo Museo Municipal, en el antañón Hospicio de Madrid, singular edificio del barroco madrileño, cuya portada interpretaría Juan Ramón en “Apuntes” como “un relicario con huesos de niños tras los cristales empolvados”, acorde con la estética de las postrimerías tan frecuente en la literatura y la pintura del barroco español. Esas torres de iglesia se transmutan, tras escampar, en el caso de “las torres jemelas de los Paules -en “Paisaje de Madrid”- en “dos capirotes agudos que mirasen, atónitos, desde los ojitos de sus campanarios”. La imagen conventual madrileña se vierte también en la prosa titulada “El ladrillo malo (Ocre y negro)”, fechable entre 1916-1920: “En los días nublados de polvo y viento, se ve mejor -peor- esta miseria. Moles espantables -conventos, colejios de frailes, conventos, colejios de monjas, conventos- de ese ladrillo basto, ocre, sucio, lujo último del adobe sucio de la Mancha, que ciega los ojos del sur, acostumbrados a la cal azul, malva, rosa, de miseria y tristeza. Suelen adornarlo de negro pintado con alquitrán en los cantos salientes símbolos: cruces escudos, letras. Después el hierro barato y la madera mala se tornan de su color también y todo se queda como los que viven dentro. Los hospitales y las cercas del cementerio -como es barato- son también de él y Madrid entero parece así”.
Al hipocondriaco e hiperestésico Juan Ramón no le agradaba ni el bullicio urbano, mezcla de pasiones inciertas y ruidos, ni los cafés y sus tertulias. “Jentes raras de verano” comienza con esta acerva crítica a la noche madrileña veraniega: “Madrid, Recoletos, El Pardo, la Castellana. Salen de sótanos y guardillas, en la noche de verano, como las cucarachas y las ratas en una casa vacía. Todas las falsedades, todas las tristezas, todas las monstruosidades, todas las enfermedades. Caricatura penosa de la vida, con atavío de veinte monedas inverosímiles. Cesantes, ¿muertos?, empleados de oficinas absurdas”. Un público que protagonizará Las noches del Buen Retiro (1934) de Pío Baroja en los jardines en donde se levantará a partir de 1907 el Palacio de Comunicaciones, hoy sede del Ayuntamiento de Madrid.
A la Puerta de Alcalá, emblema de ese Madrid ilustrado de Carlos III que tanto apreciaba el poeta considerándola “única y perfecta”, le dedica una fina postal, casi una acuarela, en la hora del anochecer: “Allá, en lo alto de la calle de Alcalá, en un fondo vago de anochecer de oriente […] la puerta magna se ve aún, bella y sola, vagamente gris con la fronda del Retiro, oscura, encima… Mis sueños han tenido cien veces esta vista prodijiosa […]”.
En la poesía y en la prosa de Juan Ramón ocupan un lugar privilegiado los jardines. En “Los universales” se autorretrata en el Retiro junto a un olmo viendo pasar, “esta tarde, en largas hileras, las sombras de los universales españoles, tristes y pensativos […] los que no se contentaron con el solar y la raza, los que no creían que fuera lo varonil el jesto brusco y el denuesto […]. Nunca he visto tristeza más hermosa que la del Retiro aquella tarde”. En este parque tiene lugar también una escena como de teatro del absurdo. En “Un banco del Retiro”, “viejo llovido y soleado [que] es de todos, pero [que] cada uno lo coje de manera distinta”, vemos sucesivamente sentarse a la muchacha sofocada, al señor despótico, a la señora que “no se sienta porque tiene arena” o a un viejecito tímido que sienta en una esquina”. También en este parque, lugar de esparcimiento de los madrileños, de azarosa historia, está presente la música. En “Música en el Retiro (Compasión)”, acabado “el bombardeo de la banda, un gentío confuso vuelve ya, como de una derrota, como en una trabajosa riada, esta jente de los jueves y domingos de Madrid, estrafalaria, corriente y triste” por los polvorientos senderos, después de escuchar, a la Banda Municipal de Madrid al frente del maestro Ricardo Villa, su primer director desde 1909 hasta su muerte en 1935. Ese público dominguero compuesto, como observa Juan Ramón, por soldados, criadas, carteros, matrimonios, curas, o individuos concretos como un jorobado, una sexajenaria, unas hermanas mellizas, un muchacho gordo o un señor absurdo, todos ellos retratados con calificativos que no superaría el mismísimo Gutiérrez-Solana. Como botón de muestra el comentario que dedica a los curas: “Curas en ternas y parejas, sin afeitar, caspa en los hombros, que eructan, risotean, se jactan, miran las piernas a las mujeres gordas”, en un estilo muy alejado del envoltorio lírico y cromático con que arropa estas visiones de Madrid. Pero también el parque del Retiro aparece en la prosa de Juan Ramón como una mezcla de lo aforístico y lo lírico como en esas “Hojitas nuevas en el Retiro (Hojas de Álbum)” dedicadas a José Bergamín.
La Fuente de la Cibeles, símbolo donde se cifra buena parte de la historia de nuestra ciudad, aparece en varias de estas prosas. En «Toros de noche”, una estampa que tiene algo de zuloagesco, vemos a “un landó negro, desvencijado y lento, [que] lleva entre la brisa que llena la noche honda […] a los toreros. Frío su oro y helada su plata, en la luz de yeso de los arcos voltaicos de la Cibeles que lanza su surtidor abierto, parecen peces de otros planetas. Luego el picador, en su penco, con el monosabio cuyo rojo y cuyo azul, al pasar por el rayo de luz de polvo de ladrillo de una estas luces, parece mostrarse en carne viva”. Voltaico, un término que nos remite a lo ultraísta. Y la Fuente de Apolo en el Paseo del Prado, quizá la fuente más bella de cuantas atesora Madrid, también es objeto de las efusiones juanramonianas. En “La fuente de Apolo de Madrugada” el poeta envuelve la ciudad con un halo trascendente: “Todo está, en la madrugada pura, recortado, silueteado, completo y como guardado en sí mismo. Cada cosa es ella sola, aislada de las demás. Una campanada de reloj, otra, también aislada, recortada en sí, suenan cerca, lejos, en esta noche de definidas presencias de Madrid, en que reina, desnudo y definido, Apolo”. Y siguiendo con las fuentes, la prosa un tanto greguerística dedicada a la de “Neptuno”: “Rosa la musculosa desnudez de piedra gris, Médicis de piedra, camina a ras de adoquines, lento, como una tortuga, sin poder subir la cuesta de la Carrera […] Neptuno vive, en su desnudez, una vida más fuerte que la de los huéspedes del Palace”.
En la amplia geografía madrileña de Juan Ramón ocupa un espacio amable “La Plaza de Santa Ana”: “Nada en Madrid, como en esta plaza, una sensación igual de oasis, a pesar del arca de Noé de los tejados de las cercanías del Ateneo. Se entra en ella y, de pronto, se siente, como en un encuentro amable, mundo lleno y pleno cielo, el corazón”. En su compás destaca una fuente situada en el centro en la que una serpiente muerde a un cisne y tras ella una librería que califica de amable.
Al gran e intenso madrileñista Ramón Gómez de la Serna del que escribiría dos caricaturas líricas en 1915 y 1928 respectivamente, recogidas en su libro Españoles de tres mundos, Juan Ramón le dedica “El reló de la Plaza de la Villa”. Un reloj que estaba ubicado como se aprecia en las postales antiguas en la cubierta de pizarra de la torre derecha, junto a la esquina de la calle Mayor. Juan Ramón es consciente de que esta pequeña e irregular plaza, a la que “de donde quiera que se viene […] se entra bien, como en un baño, en ella”, simboliza el centro histórico de la ciudad, su raíz: “¡Aquí sí que pesa por abajo la ciudad; que tiene más cimiento que cuerpo; que se ha arraigado en los subterráneos siglos!”. Del reloj -pretexto con el que comienza la glosa- dice Juan Ramón: “¡Cómo sitúa a Madrid, en el crepúsculo nocturno, este reló amarillo, sordirrojo, contra el profundo cielo morado del poniente, en cuyo día perdurable gotea, pura y libre, la estrella!”. Todo en esta prosa está cuajado de signos admirativos, e incluso una referencia, no muy clara, por cierto, a “¡Manuel Machado!” relacionada con los jardincillos que tapizaban una parte de su espacio. ¿Se trata de alguna anécdota del jacarandoso Manuel que en algunas de sus peripatéticas y juerguísticas noches pisotearía aquellos?
Antes nos hemos referido al perfil conventual de Madrid de cúpulas y torres achipeteladas. En el “El Globo de cemento” y la variante “El Montgolfier” se vienen a sumar a ese perfil las cúpulas del Palacio de Bellas Artes, la de los Ingenieros Industriales y la del Museo de Historia Natural citadas en ambos artículos, y que por lo dicho sabemos que no eran del agrado del poeta.
Madrid ha sido en una buena parte de su reciente historia contemporánea una ciudad de desmontes y descampados, que los niños de mi generación hemos alcanzado a ver y a jugar en ellos. En “Desmonte interior” se refiere al derribo de una casa -que podríamos relacionar con la apertura de la Gran Vía- que “ha dejado como un plaza enferma, como una calva de pelagra, de tiña, en la ciudad”, que nos permite ver “los restos de todas las cosas y todas las utilizaciones de lo inútil y lo tirado, gafas negras, botas de paño, sombreros de todo […] capa, sombrero de paja, paraguas verdeante”, un Rastro perteneciente a esas gentes desahuciadas que “ha salido de sus guaridas y nidos altos y bajos, guardillas y sótanos, y está aquí toda de pie, quieta, callada, junta y sola, en abigarrada suciedad y andrajería”. Derribos que dejan a la vista un Madrid paupérrimo de “fachadas que antes eran de calle cerrada donde nunca dio el sol o lo dio oblicuamente por un callejón transversal, boticas, barberías, tabernas, puterías, todo de viejos colores chillones de malas pinturas anticuadas, de polvo, rajas y mugres”.
No debe olvidarse que Juan Ramón Jiménez quiso ser pintor y que utiliza, a veces, en su escritura una técnica cercana al boceto. Así, en el significativo y semánticamente cercano “Apuntes” nos ofrece un inventario de lugares entre los que seleccionamos los siguientes. El dedicado al Observatorio: “Colina manchada de redondos verdores. El cielo gris azul pastel. Parejas de amor…”, cuyos puntos suspensivos encierran, como si fuese una elipsis cinematográfica, una referencia a la prostitución en los alrededores del cerrillo de san Blas, donde se asienta uno de los más hermosos edificios decimonónicos debido a Juan de Villanueva. La prostitución también está reflejada en la calle de Fortuny: “Entre la arboleda del duque, la luna amarilla. Bruma de otoño, fresco ya frío y dorado […]. Verja. Mujeres en fila, fuera; hombres brutos contra ellas, de pie, como bloques…”. El edificio de Correos -la Casa de Correos-, que no gozó de apreciación literaria en su momento inaugural, “parece un monumento de Benlliure, trabajado en masa con los dedos: floritura, confitura, pura mermelada”. Como botón de muestra de esa animadversión al edificio de Correos, baste esta otra cita de Corpus Barga de su artículo “La Plaza más bella de Madrid” (en Luz, de 27 de abril de 1932; recogido en Corpus Barga. Paseos por Madrid. Edición de Arturo Ramoneda. Madrid, Alianza Editorial, 2003) donde enumera una serie de plazas que serían la más bella de Madrid si no fuera porque algo las afea, como la de la Cibeles “si no fuera por el Palacio de Comunicaciones”. Cierto componente corográfico y meramente descriptivo, aunque adornado literariamente, se aprecia en esta estampa general del Madrid viejo: “Las casas parecen un amontonamiento de viejos pianos y raídos cofres de piel de vaca”. Un Madrid antañón atravesado por cañadas por donde todavía pasaban rebaños de ovejas y cabras, cuyo dibujo queda plasmado en la telegráfica prosa “Las cabras en la calle”: “Sentimentalismo campesino. ¡Qué contenta la luna húmeda, al final de la calle”. O, por último, la calle del Pinar que “parece un río, entre sus dos orillas de castaños grises. Nadie. El adoquín color de agua baja a la Castellana. Árboles y sombras de árboles”.
Algo greguerístico tiene también la descripción del Palacio Real al que ve como una “mole vieja y blanca […] como un gran fósil contra la hermosa claridad que se abre en amarillos suaves y verdes por las lejanas montañas” que en otra serie de “Apuntes” vuelve a dibujar: “parece un enorme fósil, blanco, calizo y despicado contra el gran cielo gris”. La imagen del Palacio Real como fósil me remite a la que Ramón Gómez de la Serna empleó en Pombo (1918) al referirse al Cuartel del Conde Duque como “un bello monstruo marino”.
También el suburbio, espacio fronterizo entre la ciudad y el campo, está magistralmente dibujado en estas prosas. “Tormenta de agosto (Tranvía sin corriente) está dedicado a Enrique Díez-Canedo. Comienza con una referencia cartográfica precisa: “Sobre el inmensado sudoeste malaquita, hay, un punto, un trastorno de fachadas altas. Al fin -fin de poco-, medio Madrid se pone blanco, espectral […]. Llueve gordo, como duros de plomo fundido. ¡Qué sofoco! Un niño -¿dónde?- llora. Lo solo que se oye en el suburbio, que la hora abandona más y aleja, aísla interminablemente, es el llanto débil, el agua sin fin y el sorprendente trueno. Un gran sombrón frío y variable se acurruca, por la calle desierta, bajo los árboles andrajosos […] y las untuosas aceras de espejo, que tenderetes y tabernas lóbregas, con las luces mal encendidas en la deshora, tocan de su gas de limón y su estrellado acetileno, y del veneno de sus lavadas maderas pintarrajeadas. Y en la absoluta soledad de la tarde esterna, que no verá ya el sol, una tartanilla sin dueño, cerrada su caja de colorines, un burrillo cargado y olvidado, escurren el agua total, largamente”. Cuadro que podemos relacionar con algunos de los dibujos y pinturas de Francisco Sancha del mismo tema o la Serie de croquis madrileños pintada en 1929 por Ricardo Baroja.
Corpus Barga escribía en Crisol el 23 de noviembre de 1931 que “el paseo mejor de Madrid tiene que ser el de Rosales, que es uno de los más bellos de Europa”, una Europa que el escritor conocía muy bien por sus corresponsalías en distintas ciudades que siempre está comparando con nuestra ciudad. Juan Ramón Jiménez muy sensible a los valores paisajísticos dedica a José Moreno Villa una prosa, fechada entre 1916-1920, a las “Puestas de Sol en Rosales (Composición)” donde destaca esos valores, pero que traemos aquí a colación por lo que refleja también en ella de cartografía física y social de ese entorno: “A esta fila de sillas de hierro vueltas al campo, en que termina Madrid por aquí, vienen a sentarse hombres solos, viudas, parejas de enamorados, que quieren ver ponerse el sol […]. Hay multitud, pero no bullicio. Los mismos que llegan por el paseo hablando y jesticulando alto, al doblar este balcón, de donde ya se abarca el inmenso espectáculo natural, se callan de pronto, o hablan bajo, y caen sus brazos y sus piernas, como cuando se entra en una catedral, un palacio o un cementerio”. El Paseo de Rosales se asemeja en Juan Ramón a la proa de un barco. Madrid posible e imposible termina con una imagen panorámica de la ciudad y de su entorno, vista como si navegásemos a bordo de un trasatlántico: “¡La sierra todo y sola, junto a Madrid solo!”, así es como el poeta lo interiorizó en “Enero desde la proa de Rosales”.
II
En Sanatorio del retraído, Madrid aparece como de refilón. La primera mención es con motivo de la muerte del pintor alcoyano Emilio Sala, el 14 de abril de 1910, al que le dedica varias prosas. En “Lágrimas por E. Sala” evoca el jardín de su estudio: “Y yo veo, con los ojos cerrados, aquel jardincito de tu estudio de Madrid donde tantas rosas acariciamos, con su verdor, verde limón, con su glicina, con su invernadero pequeñito”.
La presencia del doctor Luis Simarro, psiquiatra, en la vida de Juan Ramón fue muy importante. Por indicación suya, Juan Ramón ingresó en el Sanatorio del Rosario, que Juan Ramón bautizó como “Sanatorio del retraído”, donde permaneció entre 1901 y 1903. En “Simarro” evoca Juan Ramón aquel sanatorio: “Aunque era un sanatorio de cirujía, el doctor Simarro había conseguido que me dieran en él, como en un hotel, un dormitorio y una sala, porque yo no toleraba los ruidos del centro de Madrid. Don Luis Simarro me trataba como a un hijo. Me llevaba a ver personas agradables y venerables: Giner, Sala, Sorolla, Cossío; me llevaba libros, me leía a Voltaire, a Nietzsche, a Kant, a Wundt, a Spinoza, a Carducci”. Juan Ramón tenía en esa época veintiún años. Poco después, cuando falleció la esposa de Simarro, Juan Ramón vivió en la casa del doctor: “Más tarde, muerta su mujer, la bella y buena Mercedes Roca, me invitó a pasar un año en su casa”. “Nunca olvidaré aquellas tarde de invierno -nieve, frío, lluvia, alrededores solitarios-, cuando inesperadamente, a última hora, veía yo llegar, desde mi ventana, hasta el jardín tristón, la lenta berlina de Simarro”. En “La pobre Mercedes -donde evoca su muerte- reelabora el tópico del “menosprecio de corte y alabanza de aldea” centrado entre el camposanto de aldea y el anómino cementerio urbano, aunque sin citarle por su nombre: “Desde el regazo de la tierra madre, a lo lejos, desde ese cementerio grande, frío y húmedo de la ciudad, ¿ha venido una tristeza en el aire de la tarde?”.
“Sandovalito (Francisco R. Sandoval)” recoge una cierta topografía de la sierra madrileña del Guadarrama vivida con este cardiólogo de 45 años, Cercedilla, San Rafael, las Cabezas de Hierro y los Molinos, y un Madrid en lejanía: “Horas anchas, mayores que ellas y que nosotros, difíciles de llenar, de ocupar siquiera, horas para todo y para todos, con todo[s] y con ninguno. Horas que no podíamos llenar y en las que tampoco cabíamos. Rumor de todo en todos los horizontes, todo lo sabido y todo lo ignorado, allá, al fondo Madrid con tanta espera y desesperanza”.
Una ligera mención “al tranvía de Goya” cruza la prosa de “Ese tío bizco”, protagonizada también por otro médico, Achúcarro. De nuevo vuelve a aparecer la berlina como medio de transporte en “Don Adrián Bugada”, capellán de las monjas del sanatorio. Una berlina cerrada en un día de nieve que pasa por la plaza de Colón: “Yo lo llevaba a veces, en mi coche, a dar un paseo”. No me resisto a citar el retrato que hace de este personaje al comienzo de la prosa: “Como la mayoría de los curas españoles, estaba podrido. Feo, ignoble -como decía Villaespesa-, bajo y pausado; ancas de rana, buzo corto, negruzco, pelicalvo, bizco y nube en un ojo; bonete mugriento al lado, soez, deslenguado, todos los dientes negros menos un colmillo muy blanco. En los ayunos comía grano como una mula”. Desde los balcones del salón del sanatorio cuenta Juan Ramón que en “la noches de verano, veíamos la hermana Pilar y yo los fuegos de la Guindalera o la salida de la luna”. También se refiere a ellos en “El salón”: “El segundo día de entrar yo [en 1901] vinieron corriendo a mi cuarto la hermana Pilar y la hermana Manuela a decirme que fuera a ver los fuegos de la Guindalera”.
A veces estos breves relatos de Juan Ramón tienen un tono confesional como cuando cuenta un paseo con el capellán, un tal Villasante: “Una tarde -lo recuerdo bien- veníamos hacia Madrid. Era julio […]. No sé cuál fue el motivo. Pero el Padre […] me hizo una confidencia grosera sobre sus amores con una jamona de la Plaza Mayor. Aquello que él consideraría tan natural era para mí algo terrible, desconcertante, espantoso. […] Aquella negación de lo espiritual era soez, burda, de sacerdote que debiera haber sido en la estación de las pulgas mozo de cuerda o tabernero del Rastro […]”. “En Ramón del Valle-Inclán” una gran nevada nos hace ver lo periférico y alejado entonces que se encontraba este sanatorio, escenario de la melancólica e hipocondríaca, pero excitante, vida que en él llevó Juan Ramón -léanse, en este sentido, “La Niñas”, “Recuerdos”, “Mi Venus de Milo”, “Hermana Pilar” o “Una rectificación en P.R.”-, donde sin duda hay oculta una gran novela sobre sus escarceos con las novicias, si es que alguien no la ha escrito ya.
En la evocación de Valle-Inclán “un día de gran nevada -tres días incomunicados con Madrid- apareció Valle-Inclán, delgado y negro, en la soledad blanca. Bajé a abrirle la verja: -Pero, Valle, cómo viene usted con este día. -Se lo había prometido”. La llegada de Valle alborotaba el mundo femenino del sanatorio: “Cuando venía Valle, había gran alboroto entre “Las niñas”, un escándalo”. En “El techo”, Juan Ramón evoca su estancia en el sanatorio: “Desde aquella noche en que vine a ver al médico, no había entrado en este Sanatorio -Sanatorio del Retraído- donde viví dos años (1901-03), hace veintitrés años. Sanatorio del Retraído termina en el domicilio de Juan Ramón, en la calle de Velázquez: “Hoy vivo -Velázquez, 96, casa alta- en lo que entonces era campo verde pasado de soles ponientes, con vacas en paz y Guadarrama azul y nieve”.
III
La Colina de los Chopos, dedicado a Alberto Jiménez Fraud, director de la Residencia de Estudiantes, es quizá la denominación más afortunada de Juan Ramón Jiménez de aquel paraje situado en los Altos del Hipódromo de la Castellana donde se edificó aquella y en la que vivió el poeta entre 1915 y 1916. En este conjunto de prosas aparece levemente Madrid como un ente lejano en claro contraste con la presencia de la naturaleza que rodeaba al poeta, simbolizada sobre todo por los chopos que se plantaron en su entorno.
José Moreno Villa en sus memorias, Vida en claro. Autobiografía (cito por la edición José Moreno Villa. Memoria. Edición de Juan Pérez de Ayala. Madrid, Residencia de Estudiantes, 2011) recordaba que “la extraordinaria situación de la Residencia era otro de sus alicientes. Radicaba en alto, sobre unas colinas que dominaban Madrid. Ningún edificio ajeno podía molestarle, porque los terrenos inmediatos eran suyos y servían para campos deportivos. […] He dicho que ningún edificio ajeno podía molestarle; sin embargo, teníamos un sanatorio de locas junto a las tapias de los pabellones primeros. […] A parte de esto, el edificio más cercano era el cuartel de la Guardia Civil y el Museo de Historia Natural, con su jardincillo”. También Moreno Villa se refiere a los nombres por los que se conocía este lugar. “Este punto es alto y despejado. Se le conocía por el nombre de “Cerro del viento”. Después de construida la Residencia, un poeta que vivió en ella la quiso rebautizar con el de ´Colina de los Chopos´. Pero ambos nombres se irán perdiendo cada vez más según el avance de la población hacia estos collados y oteros”.
En “Amanecer en la colina”, prosa con la que se abre esta recopilación de Juan Ramón se aprecia claramente ese lejano Madrid: “Madrid, en nítido limbo rosáceo, duerme todavía, nuevo por fuera con el agudo, hialino, casi líquido aire matinal, sin humos y sin ruidos. La luna le deslumbra aún, vagamente, aquí y allá, algunas altas fachadas blancas y rojas, clásico ahora su terrible romanticismo de anoche. Una lamparilla eléctrica, absurda, para nada, deslucida, sin pantalla, sigue encendida en una trasera ventana abierta”. Madrid como panorama. Ese “otro campo de Madrid” que es la Residencia donde se van a plantar los chopos, como relata en la prosa homónima “Chopos”: “Ahí están, echados todavía en el suelo, con sus raíces en el esportón de tierra madre, oliendo a vida y esperanza” y cuya sombra “aún no sirve ni para Parsifal, el perro blanco de Cándido el portero” que cuida el edificio. Esa atalaya que es la Residencia para Juan Ramón le permite ver la ciudad desde allí casi a vuelo de pájaro. Así ocurre en “Amanecer” donde “la luna, ya casi sin rosa, se sumía en el cielo, un poco sordo y negro aún, del poniente solitario, sobre el colejio de sordomudos”, que no es otro que la antigua Escuela Nacional de Sordomudos y Ciegos, obra del arquitecto Ricardo Velázquez Bosco acabada en 1898, sobre un proyecto precedente de la Institución Libre de Enseñanza. Pero no todo en ese entorno desde donde Juan Ramón tiene una vista privilegiada del Guadarrama se corresponde con un campo idílico. También la miseria anida en su alrededores como deja escrito precisamente en esa prosa que lleva por título “Guadarrama (Corredores): “Aunque son ya las nueve, y están los niños del solar jugando al balón, Guadarrama sigue durmiendo embozada en nubarrones pardos. […]. Delante, el campo de lomas está todo cobrizo, pajizo de semisol. En la mañana vacilante de marzo, es más evidente y más agria la miseria del alrededor, la ´impureza del campamento´ madrileño. Basuras y escorias, arbolucos con andrajos, casuchas de latones, empalizadas viejas, todo esto que el sol cubre siempre, al salir, de oro, yace abandonado a su bicharraguera fea, preso en sí y como sin fundamento. ¡Pobre campo de Madrid, todo y sólo pies, sin Guadarrama! La montaña es como la verdadera, poética reina blanca que ennoblece, buena, el reino miserable y rico”. La topografía que abarca Juan Ramón desde la Residencia es amplia y adquiere en su prosa un cierto carácter de colección de postales.
“Museo de ventanas (Soledad del poeta)” es un buen ejemplo de ello: “Como son tantas las ventanas, y cada una tiene su paisaje, parece este corredor un mudable y perene museo natural de cuadros maravillosos. Por una se ve, ahora el primer chopo, ramazón triste sobre el ocaso grana, como un escobón grande […]. Por otra, el Hipódromo, verde y banal, con sus tribunas solitarias, sus chopos marcadores del Canalillo sinuoso […]. Por otra, Siete Picos, el Montón de Trigo, las Cabezas de Hierro, las ansiadas soledades solas, malvas y celestes en un cielo semirosa. Por otra, como ojos azules entre las odiosas torrecillas de Chamartín, las últimas estribaciones de Guadarrama, allá al fin del gran campo arado sobre el que se coloran redondas nubes rosas”. La postal meramente topográfica confeccionada por el poeta parece cobrar vida al incluir en ella personajes anónimos que animan aquellas soledades. Así en “Antiprimavera”, después de decirnos “¡Qué bonita se está poniendo ya la pared sur de la casa, con sus flores, con sus muselinas, con sus persianas verdes, rodeada ya de árboles […]”, vemos con Juan Ramón como “el arrabal está todo desierto, y en silencio. Solo una mujer que lee un libro sentada en una loma, unos enamorados convergentes que siguen la orilla del canal, como sonámbulos, entre los chopos, un hombre que espera inquieto en una esquina, con la cara y el traje negro suavemente deslumbrador del poniente”, ponen una nota de inquietud, un tanto metafísica a lo Chirico, en aquel paisaje. En “Visita nocturna a la colina” vuelve Juan Ramón a recordar cómo se denominaban popularmente aquellos parajes situados en los Altos del Hipódromo, conocido también como Cerro del Viento: “Este Cerro del Viento, cuando eran solo aquí viento y cerro, [es] hoy Colina de los Chopos (que paran el viento con su nutrido oasis y nos lo entretienen humanamente ya)”. Precisamente ya había titulado así una prosa con ese título homónimo: “El Cerro del Viento” que, un tiempo antes, había descrito así: “El duro cerro solo, perdido, solitario estaba algo incomprendido, entre otros cerros […]”, que ahora refuerza en esa visita nocturna con este apunte un tanto cubista: “Soledad, silencio por todas las aristas, planos y rincones del promontorio”. La Colina de los Chopos era para Juan Ramón -como deja dicho en el subtítulo de la prosa “La Colina de los Chopos” (Símbolo del amor, del compañerismo, de la vida alta y pura)”: “Una amorosa congregación de espíritus de oro, luciendo paz sobre la vida”. Lo puramente topográfico tiene en Juan Ramón derivaciones y ramificaciones significativas. En la ya citada prosa “Amanecer en la Colina” al referirse al jardín que va a nacer en ella lo sitúa en “este promontorio del mar de tierra de Madrid”. Y al hablar de los utensilios para plantar esos jardines -regaderas verdes y palas- menciona a un perro blanco que “escarba y olfatea por el minúsculo huertecillo de “Walusia y Marylín”. La sierra del Guadarrama -o Guadarrama a secas- sigue fluyendo por estas poéticas prosas como expresión del ideario institucionista del poeta: “El viento va por las violetas sin hacerle daño. Por un hueco de claridad, se ve el Guadarrama herido aquí y allá por el sol” (“El pajarito del agua”) o “En la indecisión azul y verde, Guadarrama. La lección de altiva fuerza que da Guadarrama casto y duro en la noche noble […]” (“Noche de marzo”).
Ya hemos aludido a la hiperestesia e hipocondría de Juan Ramón respecto de los ruidos que identifica con la ciudad. En “El Hortelano” se hace eco de ello: “Aunque es domingo […] el hortelano, en la llovizna mansa, sigue inclinado sobre la tierra, entre sus coles que parecen grandes violetas […]. Sube de Madrid gris un poderoso vocerío. A cada instante un redoble de tambor y un grito de cornetas. Se adivinan colores agudos en las calles que no se ven. Pero el hortelano sigue inclinado sobre la tierra, cotidiana como el pan”. En “Tiro de pichón” alude a la calle del Pinar de la que dice que “parece un río”. Mayor extensión y consideración metafórica cobra esta calle en la prosa titulada “Cabras en la calle del Pinar”, cuyo título de por sí sintetiza aquel entorno de Madrid abierto al campo: “De allí mismo casi, del polvo de oro, suenan leves las campanillas de unas cabras crepusculares […]. Superponiéndose a la calle, surje una colina verde, y haciendo río los adoquines grises, orillas la acera, valle el corazón, anda la calle como un río. Y suenan las campanillas por estas orillas con eco en nuestras sienes y pasan quedándose las cabras, transeúntes ilimitadas”. La Residencia, La Colina de los chopos -un aparente feliz hortus conclusus-, parece agobiar en algún momento al poeta a quien tampoco le satisface Madrid. En “La Colina (Qué fastidio)” expresa bien ese estado de ánimo: “Tengo ganas de ir, y estoy cansado. Ganas de que vengan. ¿Quién? No hay un número de una casa de una calle de Madrid que me ilusione… El corneta de la Guardia Civil ensaya una agria retreta descompuesta. En los descansos se oye piar monótonamente un gorrión altivo que está seguramente en el primer chopo. […] . Nunca he estado tan solo. […]. En Madrid, desde aquí, no se ve a nadie ni se siente a nadie. Mi corazón late cerrado. ¡Qué fastidio!”. A lo topográfico, añade Juan Ramón como hemos visto en otras prosas, un inventario de sonidos que forman -podemos decirlo así- un cierto paisaje sonoro urbano de aquel Madrid de entonces.
Anonimia y una cierta moralina se desprende de “¿Amigas?”: “A estas pobres ¿amigas? le harían en Madrid proposiciones galantes y en Londres las espulsarían de la ciudad. Cara blanca y manos negras. Trajes desgraciadamente llamativos. Un peinado alarmantísimo. Abrigo más para decoración que para frío. Muchas flores y mucha desvergüenza. Creen, en suma, que la vida es hacer chistes y se pasan el día y la noche aguzando la intelijencia para las comparaciones… desgraciadas. Han visto algunas zarzuelitas baratas -los Quintero- y todo para ellas está en sacar punta de las bolas de billar”. También subyace aquí una reprobación al Madrid frívolo, el de “las proposiciones galantes” y el de las “zarzuelitas baratas”, el “género chico” o el teatro de “varietes” cuyas características tan bien ha analizado Corpus Barga en su artículo “La Escena en España” (1935) recogido en el citado Paseos por Madrid.
En “Otoño ultimo (Al cerro, en tranvía)”, Juan Ramón traza una acuarela, un tanto impresionista -digna de figurar en una portada de Blanco y Negro-, de un día invernal de la Castellana a la una de la tarde: “En el difuso y fino ramaje gris de La Castellana, que algún pino contajia de fuerte, negro, redondo verdor, quedan aún, aquí y allá, obstinadamente prendidas, grandes hojas de plátano, que el sol difícil de la una […] enciende en irisado oro o apaga en amarillo limpio. Algunos niños […] con bufandas, boinas, polainas y guantes, la cartera a la espalda, van trotando -eses y ángulos por banco y árboles- al colejio. Un vendedor de molinillos de papel anda manchando la tranquila vaguedad de plata de la tarde primera con su violento abanico rojo, amarillo, verde y morado. Viene lenta, por el paseo de losas, casi desierto ya a esta hora de comer de los demás, una bella mujer ruinosamente opulenta y delicada, blanquísima en su total vestido de terciopelo negro. Se detiene un momento, saca un breve espejito y se mira”.
“La Colina de los Chopos” acaba con el contraste favorable al árbol que simboliza aquel reducto -“Un Chopo”- frente a la arquitectura aledaña protagonizada por la cúpula del próximo Palacio de Industria y de las Artes: “Yo lo veía de lejos, escueto y negro y achicado (escobón triste) contra el ocaso rojo, en invierno; verde, fresco y abierto, acompañado de todo el cielo azul, en primavera; polvoriento, olvidado y solo -como el olmo machadiano-, en estío; de oro amarillo en el cielo rosa, término de lentas parejas de amor, en otoño; siempre quitando fealdad a la cúpula del Palacio de Bellas Artes […]”. Naturaleza versus ciudad. No quiero dejar de incluir aquí un comentario muy posterior cronologicamente -en esa línea- hecho por el doctor Luis Calandre en carta de 18 de junio de 1937 dirigida a Juan Ramón (recogida en Juan Ramón Jiménez. Guerra en España. Prosa y verso (1936-1939) en la que le comenta que para ampliar el Hospital “hemos tomado la Residencia de Estudiantes. Su ´Colina de los Chopos´ sigue bien cuidada por el viejo jardinero Marcelino. Es un remanso de sosiego y de paz, donde los enfermos hallan un gran bienestar. Con lamentable frecuencia, los obuses alteran esta tranquilidad. Uno ha penetrado en la habitación que ocupa Orueta y ha destrozado sus valiosas colecciones de arte”.
IV
A La Colina de los Chopos un libro que refleja un capítulo esencial e importantísimo en la vida de Juan Ramón Jiménez, le sigue el libro Soledades madrileñas un conjunto de prosas que en algunos casos llevan explícito una referencia, bien a la ciudad, bien a su toponimia, en el propio título de las prosas, como ya queda subrayado en el título general bajo el calificativo de madrileñas, si bien algunas de esas composiciones, sin ninguna referencia explícita en el cuerpo de la composición, contienen, como veremos, una alusión a Madrid. “Oasis de Madrid (Soledad); “Cerro del Aire (Soledad)”; “Violetas y mirlos en el Retiro (Soledad)”; “Chopos en el Retiro”; “Vendaval de Madrid”; “Reina que se va (El Retiro)”; “Rey del Retiro”; “Verano de Madrid”; “Noviembre en el Retiro (Soledad)”; “Madrid: Puerto” y “Hora apagada (Madrid)” son algunos de esos ejemplos.
En “Anteprimavera jeneral” hay una referencia muy esquemática a los encinares del Pardo -“de este Pardo de menos encinares”- que “hoy tienen copas de viento alegre y las piedras sombras de alegría desnudas”. No alcanzo a comprender a qué se refiere el poeta cuando dice “de menos encinares”. Quizá imagina un encinar más frondoso en el pasado. En “Oasis de Madrid (Soledad)” la referencia a la ciudad se concreta en “estos breves huertos oasis de los altos de Madrid” que sin duda es una referencia a los Altos del Hipódromo y La Colina de los Chopos, el entorno habitual de Juan Ramón cuando vivía en la Residencia de Estudiantes. En “´Cerro del Aire´ (Soledad)” -mismo entorno- vemos un paisaje de campos, “una tosca farola, que el olvido ha dejado encendida en el camino desviado, borroso, hace aún, contra el paredón de ladrillo feo con salientes de luto, del convento cerrado, como una poquita de noche a su alrededor, y en ese limbo febril del petróleo suburbano […] los gorriones cantan, entre los brotes nuevos”. Farola, convento, junto con “una alta mujer de negro” que busca por los surcos, son algunos de los signos urbanos que dibujan la soledad del suburbio, un espacio indefinido entre los límites urbanos de la ciudad y el campo que la rodea. En “Se oyen más en el agua”, la soledad de aquellos parajes es la protagonista esencial con una referencia a los Altos del Hipódromo y al Canalillo “retorcido”, que se hace más sensitivamente intensa por los álamos “grises, delgados, recogidos, melancólicos” que “aquí y allá” subrayan esquemáticamente su entorno.
En “Primavera de mayo (Soledad del poeta)” vuelven a aparecer una serie de monumentos, predilectos de Juan Ramón, que simbolizan su emoción: “Los monumentos de Madrid -la Cibeles, el Obelisco del Prado, la Puerta de Alcalá- parece que conmemoran, en la bella tarde interminable, la dicha, hecha eternidad, de cada uno -el pobre, el rico, el soñador, el enamorado- en la hora que parece eterna. Se anima el granito y se exalta, firmemente humano, contra los lampos amarillos, granas, violetas, de oro, de los cuatro cielos”.
“Vendaval de Madrid” es como un pequeño inventario de realidades urbanas: “Sobre la ciudad en sombra intermitente” se van desplegando una serie de signos urbanos de muy distinta naturaleza: pararrayos, guardillas, tejados con sus “chimeneas torcidas”, ropas tendidas “en sus cordeles curvos, que hace buque a la ciudad”, macetas. El vendaval, protagonista de la prosa, “se hunde en los empedrados, miserables callejones abismosos del Madrid más imposible, maltratado, abusando de todo lo delicado de la vida madrileña”.
Madrid también es un paisaje sonoro sintetizado en “Nocturno de junio (Soledad del poeta): “De Madrid llegan luces, un cohete, jirones de música, rechinar de curvas de tranvías. […] (Un tranvía lejano hace estallar la fila de fulminantes que los niños habrán puesto en la vía. Por otro lado, palmas)” en claro contraste con “la paz de la colina”. En “Reina que se va (El Retiro)” y “Rey del Retiro”, sin explicitarlo, Juan Ramón alude, un tanto irónicamente, a las figuras de reyes y reinas que estuvieron colocadas en la fachada del Palacio Real y que, en el reinado de Isabel II, ornaron el Retiro formando lo que se conoce como Paseo de las Estatuas: “En la tarde vaporosa gris de estío, bajo la acacia en flor, verdeoro, blanco y suave, la estatua de piedra, Reina de espalda, con el gran manto de granito picado, carcomido, verdecido doblemente por el liquen y el por el ambiente estival, se va por la bella soledad atmosférica” y “¡Que compenetración de todos los encantos para cobijar al pobre rey de piedra, enmohecido y verde en su muerte de granito! ¡Hermoso destino! En realidad, ¿qué más quiere un rey sino ser de piedra, estar en un paseo cobijado en una tarde de humedad, bruma y oro, por una acacia con flor, con aroma, con oro y con melodía”.
“Verano en Madrid (Soledad del poeta)” dedicada a Antonio Machado encierra una de las imágenes más modernas de este libro, imagen fotográfica o, si se prefiere por el cinetismo que encierra, cinematográfica: “Por la ventana abierta de par en par, la luna entra en la estancia solitaria -hogar bello de este barrio de Argüelles-, la sombra del follaje de un plátano. […]. De vez en cuando, un aire leve mueve el árbol de la acera; y la sombra del árbol en la estancia y todo, dentro, se anima, como si un abanico de sombra, luna y brisa […] acariciara […] los recuerdos”.
“Soledad (Setiembre)” discurre en un doble plano urbano -el de la calle de Alcalá y el Retiro- que encarnan respectivamente una acerva crítica a las corridas de toros y una alabanza a la belleza del jardín: “¡Qué grato -y nervioso- este tránsito de la calle de Alcalá -adoquín y polvo obligado por el riego, estrépito, tropezón, acritud de toda clase de carne que va a los toros- al Retiro, Puerta de Hernani! En un punto, pisando ya despacio la limpia tierra igual, dura y húmeda del gran jardín madrileño […]. Todo lo feo se queda rápidamente atrás, en arrollada y jadeante vida muerta; y el frente de nuestro ser, se sume ávido y pálido, en la tranquila belleza”. Por contraste con esta visión juanramoniana, no me resisto a traer a colación una cita de Corpus Barga extraída de su artículo “Los domingos madrileños de ayer y de hoy” (1934) en la que el escritor madrileño evoca los domingos primaverales o veraniegos de Madrid de la primera década del siglo que giraban en torno a la corrida de toros. “De la Puerta del Sol a la Plaza de Toros -escribe Corpus Barga-, la calle más madrileña, la calle de Alcalá, era la espina dorsal a cuyo largo corría la emoción ciudadana de la tarde. ´¡A la plaza, a la plaza!´, gritaban los cocheros de las jardineras y los ´barcos´, mientras daban trallazos en el aire sobre las orejas de la mulas. Los buenos madrileños surgían de las nubes de humo de los cafés y trepaban por los vehículos. Las dos aceras, negras de transeúntes, se movían en la misma dirección como ´tapis-roulants´. La muchedumbre iba como quieta y silenciosa bajo el griterío y el rumor. […]. Todo Madrid iba a los toros. […]. Hoy no sería posible que se repitiera este domingo en Madrid, entre otras razones porque todo Madrid no cabe ya en la calle de Alcalá”. Entre una fecha y otra habían pasado ya treinta y cuatro años, muchos en la vida de una ciudad, lo que le lleva a Corpus Barga, con fina ironía, pues este escritor no da puntada sin hilo, a rematar su crónica con estas palabras: “En veinticinco años, Madrid no ha crecido tanto y, sin embargo, ¡está ya la ciudad tan crecida!”. Madrid es ya -como concluye Corpus Barga- una ciudad de masas.
De nuevo el suburbio y un Madrid entrevisto a lo lejos hace acto de presencia en la prosa juanramoniana titulada “Afueras en otoño. (Soledad)”: “Rojea la alegrada torrecilla del suburbio, con las banderas de su fiesta, tras los huertos amarillos […]. Delante, y lejos todavía, el Madrid reciente -blanco, verdoso, amarillento-, resonante como un mar nuevo, se dilata, ala abierta, en recamado hervor […]”. Esta imagen de Madrid, entre descriptiva e imaginista podríamos relacionarla con el Paisaje de Madrid (1922-1923) pintado por el joven Dalí en la Residencia de Estudiantes influido por el postimpresionismo puntillista y el simultaneismo futurista, cuya composición alude -como ya escribí en la ficha para el catálogo Museos de Madrid. Adquisiciones 2003-2006 (Ayuntamiento de Madrid, Madrid, 2007) “al arbolado de la Residencia [mientras que] el resto de las manchas [rosáceas] fijarían la impresión de los edificios de la propia Residencia o bien de la ciudad vista a lo lejos, en clave simultaneista”. Moreno Villa en el artículo “La Residencia” (1926) recogido en Memoria (edición citada), diferencia entre el paisaje que se veía desde los cuartos que daban al mediodía, los que daban a levante y los que daban a poniente. Desde el mediodía “dominan las partes de la ciudad, las que sobresalen en esta marea fija del suelo de Madrid”. Desde los de levante se “ven hoy -escribe Moreno Villa- un escenario muy madrileño; desmontes y casas a medio labrar, que surgen casi asfixiadas de ese removido mar de arena. Conventos, cuarteles, hospicios, colegios, son los edificios que se destacan por su mole acá y allá, lejanos, en el panorama silíceo roto a veces por la sorpresa verde y azul del canalillo, o los moños de adusto follaje que salpican el barrio de la Prosperidad”. Y los cuartos que dan al poniente “disfrutan de la vista más abstracta y lírica, porque si en el primero y bajo término domina la geometría -una cúpula gigantesca, una gran chimenea y una porción de pirámides y cubos pertenecientes a la parte nueva de la ciudad- sobre él discurren cada día los más esplendorosos y líricos atardeceres”. “Forzando, pues, un tantico la realidad -concluye Moreno Villa-, cabría decir que disfrutamos de un paisaje lírico y de un paisaje épico […] más un paisaje alpino -el de la sierra- y otro urbano”. El paisaje daliniano se correspondería con las vistas de los cuartos que daban al mediodía. Sin embargo, Juan Ramón Jiménez en sus prosas de “La Colina de los Chopos” adopta un punto de vista circular que abarca todos los puntos cardinales.
Fuera del enclave de la Residencia de Estudiantes, en “Esta radiante belleza” describe un paseo del poeta por el Parque del Oeste: “Vuelvo despacio, subiendo a torpes pasos lentos, sin ritmo, con entrada en la tierra, esta grata cuesta amarilla de este solitario Parque del Oeste, tesoro del Madrid posible. […] Bajan las laderas suaves, verdes de nueva hierba otoñal y blanquiazules aún de cálices tiernos, al riachuelo azul […] Me paro una y otra vez. ¿Cómo irme, cómo dejar sola esta radiante belleza, que si yo no la veo no la ve nadie […]”.
“Madrid: puerto” es una estampa que nos hace evocar los grabados japoneses y que muestra también un cierto paisaje sonoro de la ciudad: “Desde la azotea, la nevada hace, en el campo del mediodía como un golfo […]. Ningún barco arriba este puerto solitario y triste. Sobre el agua, los relojes y las campanas de Madrid dibujan sus horas con formas claras y pensativas. Mediodía. Soledad alta. Silencio humano”.
Con “Hora apagada (Madrid)” se cierra Soledades madrileñas: “Miro cómo esa familia merienda prolijamente en su hondonada; como ese niño y ese perro se revuelcan gustosos en la yerba; cómo pasa el lechero con sus latas; cómo sale el humo de esa chimenea; cómo descuelga la ropa esa monja; cómo ese guardia civil galantea con esa criada; cómo esa niña se va comiendo su pan; cómo ese farolero va encendiendo las farolas del gas del camino; cómo pasa ese coche lejano […]”. La ciudad son sus gentes.
V
Figuraciones comienza con la prosa “Madrid-España”, quizá la prosa más explícitamente ideologizada de cuantas contienen estos libros facticios, en cuyo título ya se advierte la identificación de la capital con la nación que Juan Ramón vincula a sus recuerdos infantiles y de su primera juventud: “Mi primer aislamiento en la patria, la primera conciencia mía, en España, digo, en Madrid, que entonces era España para mí -lejos de mí mismo, en mi pueblo, en una especie de adivinación de centralismo-, surje, muy roja y muy amarilla, de una antipática visión tardía, recojida en Correspondencias de España viejas de mi casa, con relatos de la guerra de África, y en Ilustraciones” -¡aquellos dibujos de Camba!” por donde desfilan Isabel II, Amadeo y Alfonso XII. “Viene luego una inconciencia adolescente […], la primera ansia de gloria […]. España -Madrid- aparece de nuevo en mis diez y siete años, una mañana de tren soleada, leyendo en los periódicos de Sevilla […] la derrota de Santiago de Cuba. Estas dos primeras patrias desagradables de mi niñez y de mi juventud son, pues, patrias guerreras, monárquicas y vencidas, con ornamento relijioso y taurómaco; patrias en armas tristes. Así, las primeras patrias en mí son ideas tiranas, sangrientas, crueles, tristes, vencidas, nostáljicas, sol solo, colorín con hambre, escoria abandonada”, visión que se acerca, por el pesimismo que muestra, al de los escritores noventayochistas. En el resto de las prosas no alude de manera explícita a Madrid, que, sin embargo, sí está presente como “ciudad populosa” (en “La Música); por una “fachada de ladrillo rojo” (en “El eco del otoño”, donde también evoca al doctor Simarro: “Mi amigo el doctor que me miraba, barba blanca en vez de negra, se quedó solo, se murió”); como simple denominación, “la ciudad” (en “Oleada”) a la que asigna la cualidad de “pozo seco, en cuyo fondo, como en la pista de un circo, los pobres seres correspondientes a esta tarde, vamos, conscientes o inconscientes al mismo fin”; por los “los tranvías”, por un “hotel de fachada amarillenta”, por una “muestra de ultramarinos”, por “los suburbios del poniente”, por un “alto balcón de su torre ancha” o por “la acumulación urbana del sudoeste” (en “Burla májica”): “Aquella preciosa tarde de agua y sol […] decidió al fin tomar los tranvías que iban a los finales mal y bellamente conocidos de la ciudad, a ver si encontraba la dichosa concurrencia de calles y casas (con aquel hotel encantador en aquel ángulo) que, desde hacía veinte años, entredurmiéndolo de día y desvelándolo de noche, se le quitaba y se le ponía, en incansable juego, de la seguridad. […]. De desilusión en desilusión […] volvía, volvía triste, lacio, escalofriado, de los suburbios del poniente, que le desvirtuaran el secreto por el que la ciudad le parecía una ajena y poco vista mujer deseada”. En “Domingo” alude a “la hora oscura y violenta del campo de Madrid” en el que una muchacha “gorducha, blanca, forrada de un gordo y chillón vestido invierno” protagoniza una escena cuando menos enigmática.
VI
Por último, en la prosa titulada “Academia” del libro Disciplina y oasis (Diario vital estético) Juan Ramón hay varias referencias a Madrid, tras una autodefinición escueta pero concluyente de sí mismo: “Yo no soy un ´literato´, soy solo un poeta”. La primera referencia, con una comparación un tanto surreal, hace alusión a sus relaciones con la Real Academia de la Lengua: “La Academia está tan lejos para mí como, por ejemplo, el palacio real y dentro de ella sentiría la estrañeza que sentiría un arroyo en un despacho del ministerio de Agricultura”. A renglón seguido, para demostrar su desinterés por aquella institución, plantea la necesidad de posicionarse frente a otras realidades que a él le parecen más acuciantes: “Creo que valdría la pena, por otro lado, acometer campañas más necesarias, por ejemplo, el de la arquitectura moderna en España y especialmente en Madrid, el de la dignificación de los cementerios […]”. “En todo acaso creo -concluye- que lo mejor es que cada uno, en su casa, haga lo que debe”, pensamiento que complementa lo expresado al inicio de la prosa antecedente que lleva por título “España”: “Todos los días oigo y leo cosas distintas sobre la manera de hacer España. ¿Pero España se va a hacer así, en una esquina, en el café, en la prensa? No; que trabaje cada uno en su casa, plenamente, en lo que sabe. En sus libros, en su cátedra, en el laboratorio; con voluntad, con espíritu, con amor”.
VII
Hemos hecho referencia al libro de Juan Ramón, Españoles de tres mundos. Caricatura lírica. 1914-1940 que reúne un amplio conjunto de peculiares semblanzas de muy variados personajes. La edición por la que cito es la realizada en 1969 por Ricardo Gullón para la editorial Aguilar, precedida de un interesantísimo estudio del ensayista y crítico literario. Como señala Gullón al inicio de su introducción Españoles de tres mundos “se publicó por vez primera en Buenos Aires, en 1942, editado por Losada; en la portada […] llevaba, entre paréntesis, dos fechas: 1914-1940, señalando así los límites cronológicos”. Son muchos los aspectos que estudia Gullón de estas semblanzas -el concepto de caricatura aplicado al arte del retrato del que Juan Ramón fue un consumado ejecutor, los recursos estilísticos de que se valió para su confección: enfoques desde “ángulos imprevistos”, “admirable prosa”, “maravillosa precisión y maravillosa ambigüedad”; profusión y singularidad de las imágenes empleadas, adjetivación precisa y elocuente, creación de neologismos de extrema funcionalidad, influencias y los precedentes que Juan Ramón pudo tener en cuenta -Baudelaire, Mallarme, Rimbaud- o el uso de una técnica de elaboración que muestra semejanzas con el arte cubista, son, entre otros, los rasgos estudiado por Gullón encaminados esclarecer que “la visión nueva provoca una nueva expresión”. Pero también el crítico literario reflexiona sobre lo que él llama el ambiente. En el apartado “El hombre y el ambiente”, Ricardo Gullón destaca que “Juan Ramón estaba excepcionalmente dotado para el arte del retrato […] pero ya desde el comienzo no le interesa tanto la descripción “exterior” del personaje como situarle en un ambiente y una actitud que lo expliquen y descifren. Sin conocer el medio no acertaba a explicarse al hombre”. En este sentido es paradigmático el análisis que hace el crítico de la silueta de Solana, de la que dice que “tres o cuatro pinceladas ligeras, sin insistencia, y el ambiente adecuado se siente, se huele, se palpa, plásticamente. Aquí está el pintor Solana y está en su ambiente natural, la antigua botillería y café de Pombo”. Léase más abajo lo que Juan Ramón dice de Pombo. Lo que dice de este podemos entenderlo como una radiografía del personaje. También de la de Unamuno al que Juan Ramón vio como un “dinámico sonámbulo por este sueño de la vida” que le hace a su vez recordar a Gullón a un Unamuno cuando, “Gran Vía abajo, marchaba solo o acompañado, hacia Recoletos y la Castellana […] en aquellos diálogos consigo mismo”. O de Solana “pues quien viera al alguna vez al pintor deambulando por Madrid -escribe Gullón- advertirá lo exacto de esa presentación en que le vemos andar ´emperchado´, girando difícilmente, ´como una veleta desmontable, atornillado mal por la suela´”. No hay retrato sin proximidad y, en cierta forma, admiración, aunque se traten de “caricaturas líricas”, y esos retratos nos hablan no solo de un género literario o una moda más o menos extensa, sino de unas relaciones -fuese cual fuese su naturaleza- a escala de una ciudad y un espacio todavía abarcable, lejos de la profunda anonimia en que se han convertido las ciudades actuales.
En algunas de estas siluetas, semblanzas o “caricaturas líricas -las de Miguel de Unamuno (1916), José Enrique Rodó (1917), José Ortega y Gasset (1919), Antonio Machado (1919), Antonio Marichalar (1927), Luis Cernuda (1927), Ramón Gómez de la Serna (1915), Antonio Espina (1928), Rafael Alberti (1929), José Gutiérrez Solana (1930), Fernando Villalón (1930), Juan José Domenchina (1930), Ernestina de Champourcin (1930), Rosa Chacel (1931), Alfonso Reyes (1933), Federico García Lorca (posterior al 18 de agosto de 1936), Norah Borges (1939), Ignacio Zuloaga (sin fecha), Ángeles Santos (sin fecha) o Santiago Ramón y Cajal (sin fecha) Juan Ramón alude a Madrid de una forma breve y concisa sin recurrir consideraciones descriptivas o escenográficas. Más bien emplea formulaciones asociativas que dan lugar a una interpretación del personaje. Una forma de ver también la ciudad -Madrid-, en clave sintética, bien distinta del carácter escenográfico y a veces costumbrista que utilizó Ramón Gómez de la Serna en las semblanzas incluidas en sus libros, Retratos contemporáneos y Nuevos retratos contemporáneos de los que hemos extraído una breve antología -“Madrid al fondo. Brevísima antología ramoniana (1) y (2)”- que se puede consultar en este mismo blog LIBROS NOCTURNIDAD Y ALEVOSIA.
En la silueta de Miguel de Unamuno, este sueña en su Salamanca estival “con venir a Madrid este invierno”. Del uruguayo José Enrique Rodó, creador del arielismo, evoca cuando se le nombraba “hacia 1900 en nuestras reuniones de Madrid” y cómo le conoció: “¡Qué ajeno yo, aquella radiante mañana madrileña, de que Rodó estaba ´esperándome´ sin saberlo yo, en la redacción de España, calle del Prado, entonces presidida por José Ortega y Gasset y Fígaro!”. En la de Ortega coloca entre paréntesis un breve dialogo con Azorín referido a él: “(´Monstruo en su laberinto, me dijo, serpiente, Azorín en la Librería alemana, con un Espectador en la mano […] ´Laberinto de laureles´, le contesté)”. Madrid está aquí representado por esa librería. En la de Antonio Machado retrata al poeta en una secuencia que implica a Madrid en dos ámbitos bien distintos: el de los paseos y el su casa: “Lo mismo que el ordenado músico patético, se pasea Antonio Machado, “orillas del mar”, por los trasmuros de sus ciudades terrosas (Soria, Madrid, Baeza, Segovia), pesado, lento de un lado y altivo del otro, seguido, con un libro en la mano, ausente siempre de su tránsito monótono. (Vi en su casa al poniente, de la calle de Fuencarral, un cuadro de su hermano José, donde Antonio juvenil, jugando a las cartas con su abuela, se pierde, el naipe en la suspensa mano, la mirada partida en los jazmines trianeros del balcón de su madre ingrávida, en una descentrada sonrisa transparente)”. De Antonio Marichalar predica que “ha formado su estilo interior, más o menos conscientemente, por la costumbre de albergar en su ser la Puerta de Alcalá, el Retiro, el sol y la luna orientales de Madrid sobre parque y monumento”. Ya hemos visto el valor que Juan Ramón confería a ese monumento y a ese parque en las prosas poética de sus Libros de Madrid. En la de Luis Cernuda parece sugerir el cambio que la ciudad ha producido en el poeta: “En Madrid ahora Luis Cernuda, después de sus despueses, su morenía la noto más malaya, palúdica, verdesur. Parece siempre, en cualquier sitio, que viene cimbrándose bajo ricas sombras marinas de palmeras, orilla de Guadalquivires al mar”. A Ramón Gómez de la Serna el califica como “El Benjamín de la Colina”, en alusión, sin duda, a La Colina de los Chopos en la Residencia de Estudiantes. “Viene -escribe como si estuviese evocando una visita- como un barco escesivamente cargado en el que el agua entra; y está a cada momento en un desorden completo, a punto de zozobra”. En la caricatura de Antonio Espina es donde la ciudad -Madrid- y el retratado -excelente biógrafo de personajes y tertulias vinculados con Madrid- se entrelazan y discurren en paralelo como caras de una misma moneda el pasado y el presente: “Veo a Antonio Espina, reveo a Fígaro”, comienza el retrato caracterizándole de manera contundente. A Espina lo ve Juan Ramón como un nexo entre el pasado decimonónico y el presente de plata de la ciudad: “¡Madrid del Botánico y de Kutz, de la Revista de Occidente y el Museo de las Familias; superpuesto salteado, barajado Madrid de alegre luz azul presente y triste luz pasada sepia; aire oro limpio, respirable, nocivo paño de luto! (Paseo. Al fondo de las fachadas pares, Equitativa, Hotel de París, corridas de luz ladrillo, la torre mirador de Teléfonos, ascua mate; luego al fin de la calle del Arenal, inflamada de ocaso, el Teatro Real; después la plaza de Oriente, el oeste cobre, con Extremadura, Portugal, suicidas, el Atlántico…) Y la interior figura humo que manda Antonio Espina hasta la Puerta del Sol, por la acera con poniente ocre de la calle del Arenal, camino hombre y sombra del café secreto de la cita falsa, es silueta paralela, compañera entintada, cojida del brazo, de la diluida sombra de Fígaro”. Ese “Kutz” -probablemente una errata- debe ser Pedro Kuntz y Valentini, autor de óleo Interior de la rotonda del Museo del Prado (1833). Hay que recordar aquí lo que dice Ricardo Gullón en su estudio ya citado: “Son numerosos los fragmentos […], las páginas donde lo escrito parece una descripción de algún documento gráfico, dibujo o grabado –[podríamos añadir, pintura]-. Juan Ramón no lo olvidemos, en la frontera entre adoslescencia y juventud sintió inclinación a la pintura, y esa afición tardó en abandonarle”. La referencia aquí a ese pintor decimonónico, emparentado con la familia Madrazo, equivaldría a desvelar y reforzar los intereses de Antonio Espina por el Madrid del XIX. En la caricatura de Alberti, Juan Ramón ironiza sobre su vestimenta y la vergüenza que esto le producía: “El marinerito de mi carta de 1925 creció muy pronto. Su marinera preciosa […] se le quedó tan en hilo, que al poeta le daba vergüenza salir a la calle de Madrid con tanta carne fuera. Se disculpó un instante, con trajes antiguos y de última moda; traje macizo de siglo de oro rubendarioso, traje negro y azafrán de aficionado a profeta, llamativo traje de ista, y entre ellos, trajes de luces, traje de payaso”. Madrid en la semblanza de José Gutiérrez Solana, quizás uno de los retratos y etopeya más penetrantes escritos por Juan Ramón, está representado por Pombo, el célebre Café y tertulia de Gómez de la Serna: “La vez que lo vi (Pombo, vaho de invierno, banquete con olor delgado de orín de gato y a cucarachas señoritas en el ambiente más exacto de los espejos) me pareció un artificial verdadero, compuesto con sal gorda, cartón piedra, ojos de vidrio, atún en salazón, raspas a la cabeza”. Madrid es en la caricatura del poeta ganadero Fernando Villalón el recuerdo de una madrugada en un “banco de la calle alta de Velázquez: “(¡Lejos, ahora, aquella madrugada radiante de Madrid; solo, sin duda, aquel banco […]. No sabía si irse o no”. En la primera de las caricaturas líricas dedicada a Juan José Domenchina, Juan Ramón combina dos planos, el de la tarde de verano y la visión del personaje desde la azotea de su casa: “El Juan Pepe de papel amarillo y blanco iba tenso verticaleándose por la atmósfera sorda, saludante, con cabeceo tocado de inolvidable jipi […] en el gran malva de la tarde de verano. (Madrid de agosto solo, remanso sumido de los dificultos). Yo lo vi desde mi azotea regada […]”. En Ernestina de Champourcin y en Rosa Chacel, Madrid es un sucinto predicado. De la primera la conclusión interrogativa “¿La pitonisa de Madrid?”. De Rosa Chacel una alusión a su condición de madrileña asociada al mundo de las verbenas, que tan bien reflejó otra artista coetánea, Maruja Mallo: “Rosa Chacel, perpetuada además en mórbida cera y musiquita desgranada, por ferias y verbenas; Rosa Chacel al natural […], madrileña, española, también en el carrusel”. La caricatura dedicada al mejicano Alfonso Reyes comienza con detalles muy precisos en lo que concierne a Madrid: “Lo conocí en la plataforma de un tranvía amarillo y morado de “Salamanca”, Madrid, que cruzaba la Castellana por la Biblioteca. Subía yo adivinándolo y él me sonreía. Sí, su sonrisa, como luego siempre, en su pisito bajo de General Pardiñas, en su piso principal de Serrano, en el Centro de Estudios Históricos, en la Embajada de Méjico, en mi misma casa […]”. En “Federico García Lorca. El cárdeno granadí” [sin fecha, pero posterior a agosto de 1936] Juan Ramón evoca al granadino en varios momentos: “Fernando de los Ríos me lo ´mandó´ a Madrid con esta carta […] Se sentó pálido, chato, lleno de lunares, en mi sofá y hablamos de todo y de todos”. La carta está fechada en 1919. […]. “Después, Federico García Lorca se perdió entre la baraúnda de ´La Colina de los Chopos´, Residencia de Estudiantes. De vez en cuando oía yo desde mis casas Lista, 8, azotea; Velázquez, 96; Padilla, 38, un grito agudo suyo en el ámbito de la sierra. Recuerdo fijamente una tarde en que vimos morir el sol en un banco entre los chopos. Rafael Alberti, él y yo entre los dos”. De Norah Borges, Juan Ramón recuerda en su semblanza lírica que cuando la vio por primera y única vez “habló con medias palabras suaves, músicas en un argentino sutil y escapado. Habló poco y suficiente. Se fue sonriendo despacio, con su Guillermo, en el frío madrileño, sobre el difícil granito húmedo, con otras palomas blancas, azules, cobres, negras, de la Cibeles”. La breve semblanza del pintor Ignacio Zuloaga es una interpretación de gran calado de su pintura. “La personalidad de Zuloaga -escribe- creo que está definida en un sentido emocional por su comprensión, enamoramiento y definición de los temas antipáticos de España. Intentaré esplicarme. Cada país, cada región, cada pueblo -[podría añadirse, cada ciudad]- cada persona tiene caracteres menos agradables -mal gusto, en relación con el llamado buen gusto- que son, por razón natural, los que más perduran en su fondo y los que le dan mayor carácter […]. En España perduran de cada época esos temas que no se han agotado, porque no los ha agotado el afán gustoso (esos papeles de Madrid, esos zócalos, el loro que tienen las cubanas, cierto color y ciertos muebles […]. Todo esto, Zuloaga lo ha sacado a primer plano y con ello nos ha mostrado una fisonomía -la más honda- terrible, odiosa, pero ¡qué real! de España”. No sé con exactitud a qué se refiere cuando habla de esos “papeles de Madrid”. ¿Podría ser una referencia a los fondos pintados en cuadros como Celestina o Torerillos de pueblo, ambos de 1906, que con seguridad reproducen papeles pintados? Ya hemos visto una alusión a los zócalos de las casas en los Libros de Madrid y en la segunda obra citada aparece uno pintado con cartelas o medallones dentro de los cuales se intuyen aves pintadas. De Ángeles Santos evoca su faceta pintora “entre Valladolid y Madrid” donde “una serie de lienzos y cartones se suceden, cuadros de máscaras blancas […]”. Y, por último, Madrid aparece sin nombrarlo expresamente, en las dos caricaturas líricas dedicadas a Santiago Ramón y Cajal. La primera en “una tarde de lluvia larga, total y ciega” donde el poeta lo vio “una vez, en un tranvía […] ponerse en la melena plateada las gafas para leer, olvidarse, reclinarse contra el cristal, y seguir así, mirando, en ocio lleno, dejado y melancólico, su infinito”. La otra alusión a Cajal aparece en “Monumento a Cajal” (prosa que está incompleta porque no dice nada de dicho monumento): “Cajal vive, con su amiga la Inteligencia, en una casa asiria, decorada por un sobrino de Mestrovic”. Esta casa -o, mejor dicho, chalet- que Juan Ramón califica de “asiria” estaba situada en la calle Almansa en pleno campo con vistas a la sierra, en la que el científico vivió entre 1900 y 1902. Quizá el calificativo de asiria que utiliza Juan Ramón sea por su aspecto cúbico, pero sobre todo por su construcción en ladrillo. Esta utilización de la “la palabra justa y única, el sustantivo luminoso y el adjetivo esclarecedor pueden revelar exactamente un matiz, un aspecto, una faceta del personaje, y contribuir -como señala Ricardo Gullón- a mostrar si hay en él algo más de lo advertido a simple vista […]” y que hace que “la extensa galería [de retratos] lograda por el poeta constituye uno de los libros más originales y atrayentes de la literatura española contemporánea”.
VIII
En Juan Ramón Giménez. Guerra en España. Prosa y verso (1936-1954). Edición de Ángel Crespo, revisada y ampliada por Soledad González Ródenas. (Sevilla. Editorial Point de Lunettes, 2009), encontramos numerosas referencias a Madrid de naturaleza bien distinta a las recogidas en los libros precedentes. En esta extensísima recopilación -que amplía la edición llevada a cabo por Ángel Crespo para Seix Barral en 1985 (Juan Ramón Jiménez. Guerra en España (1936-1953). Introducción, organización y notas de Ángel Crespo. Barcelona, Seix Barral, 1985), Madrid aparece -podríamos decir- en una doble vertiente: como referencia documental o dato objetivo o como evocación y recreación transmutada por el recuerdo del escritor que se siente transterrado porque ha tenido que abandonar su país por causa de la Guerra Civil en agosto de 1936. Transmutación que entrelaza fundiéndolas en un crisol realidades distintas.
PROSA Y VERSO. En el Capítulo “I. Diarios poéticos”, Epígrafe “1. VIAJE DE 1936”, nos encontramos con las siguientes alusiones. En “Me acercaban España”, dedicado a Cipriano de Rivas Cherif, leemos: “En Woodmere, ayer, los gorriones, los perros, los grillos por la noche, me acercaban España, Moguer, Madrid, desde aquí tan unidos”, que muestra de manera sintética esa fusión de realidades geográficas y temporales distantes entre sí . En “Oigo el timbre”, dedicado a Luisa Andrés Mediavila, “empleada -como se nos dice en la nota correspondiente- del servicio doméstico del matrimonio Jiménez”, que se quedó a cargo del piso del poeta en la calle Padilla tras salir él y Zenobia para Estados Unidos, Juan Ramón oye de nuevo el timbre de aquella casa: “De pronto, en el fondo del laberinto de ruidos enormes, medios y menudos, oigo el timbre de la puerta interior de nuestra casa de Madrid. ¿Una carta, Luisa, un libro?” recuerdo que acontece en medio de la vorágine de Nueva York, ciudad donde escribe esto en septiembre de 1936: “en medio de este desmedido vivir y morir ruidoso, el recuerdo se espresa también, naturalmente, con ruidos lejanos y tenues […] oigo el suave ascensor, la puerta tranquila, la sirena nocturna, el remache poniente de Madrid”. También forma parte de aquel nudo de realidades alejadas entre sí el paisaje, un paisaje que une ciudades separadas como en “La vocecilla”, fragmento dedicado a Ethel, “esposa de José Camprubí, hermano de Zenobia”: “Al norte, como en Madrid, el paraje de media arboleda redonda, las leves nubes amarillas del cielo rosado. […]. De repente, habla un niño. Y con su lijera, cercana voz estraña altera, confunde, cambia, mueve toda la naturaleza. No, lo que nos une y nos separa en la vida no es la arboleda, ni la arquitectura […] es solo la lengua la lengüecilla de un niño”. Es más que probable que mediante esa fusión paisajística, el poeta estuviese evocando los parajes próximos vistos por él desde la Residencia de Estudiantes.
En “Otro libro”, dedicado a Inés Muñoz Poey -quien “en 1928 abrió con Zenobia en Madrid un negocio de artesanía popular”- alude al libro The Oxford Book of Modern Verse editado por W.B.Yeats y publicado en 1936, que recibe como regalo y que le lleva a rememorar un proyecto suyo incumplido: “(Allí, en Madrid, queda la ilusión de mi ´Antolojía bella española´, con ´lo que más me gusta a mí´ de la lírica de España; mi ´Antolojía particular de la poesía moderna española´”.
El lamentable asunto del allanamiento del piso de la calle Padilla, 38 ocupa numerosas y reiterativas referencias a lo largo de Guerra en España. En “Poesía no escrita” encontramos una primera referencia: “Si yo hubiese podido desenvolver, conservar, imprimir mi escritura poética (que ahora ha quedado toda en nuestro piso de Madrid y, sobre todo, con mi fortuna) […]”. Los libros fueron para Juan Ramón un objeto de belleza. En “El libro mohoso” escribe: “Mi primera impresión peor (baja, seca, fea, fatal) de estas bellísimas Antilllas, grandes y pequeñas, fue el libro mohoso. Cuando la primera muchacha antillana me trajo el estraño ejemplar de un libro mío publicado en España […] para que yo se lo firmara, no supe cómo poner mi nombre sobre el moho, qué hacer con el hongo que lo manchaba todo como las pecas una mejilla albina”. La comparación entre latitudes geográficas tan distantes entre sí le lleva al poeta a continuación a evocar Madrid: “Altas latitudes, ¡alto Madrid claro, seco, limpio!”, clara referencia a una mejor conservación de los pequeños tesoros que conservaba en su biblioteca.
PROSA Y VERSO. En el Capítulo “I. Diarios poéticos”. Epígrafe “2. DESTERRADO”, la ciudad -Madrid- adquiere una cualidad más física y concreta en “¿Torre de marfil, etc.?” en la que el poeta habla de su “soledad sonora” y sus “silencio de oro” que, como relata, tanto le echaron en cara. Aquellos -escribe- “los aprendí desde niño, en Moguer, del hombre del campo, del carpintero, del albañil, del talabartero, del encalador, del herrero, que trabajaban solos casi siempre, en lo suyo […]. Yo era torrero de marfil, para ciertos algunos, de Madrid, luego, porque no iba a los corros del café, de la revista, del casino, del teatro, de la casa de prostitución. No, no iba; no iba porque iba al campo y me paraba con el pastor, o la lavandera; al taller y hablaba con el impresor, el encuadernador, el grabador, el papelero; al hospital a ver al enfermo y la enfermera; a la plaza (mis queridas plazas de Moguer, de Sevilla, de Madrid, de donde fuera), en cuyos bancos conocí a tanta jente mejor, viejos, muchachas, niños, ociosos momentáneos de tantos trabajos, y con tantas historias y tantos sueños”.
En “El Ausente” evoca la luminosidad proverbial de Castilla: “Castilla, Madrid, con su alta luminosidad me dieron la firmeza mayor, aérea, de mi escritura”. Y la ciudad adquiere una simbología extrema causada por el sentimiento que le provoca el sentirse desterrado. “Centro de España” ejemplifica ese sentimiento: “Siempre que del litoral a Madrid, viajes de vuelta, iba llegando al centro de España como a las cavidades del corazón. […] Ya en Madrid, en el centro del corazón como en una capilla, un sagrario, no queda más que el centro propio, adentrarse, bajar por dentro de uno, por la escalera de caracol de uno mismo a la salida de uno mismo al universo interior […]”.
En “Con voluntad constante”, Juan Ramón resume su biografía y existencia mediante un sencillo listado de lugares, entre los cuales Madrid ocupa uno preferente y reiterativo: “Mi vida fue salto, revolución, naufrajio permanentes. Moguer, Puerto de Santa María, Sevilla, Moguer, Madrid, Moguer, Francia, Madrid, Moguer, Madrid, América, Madrid, Madrid, América; y en América, Puerto Rico, Cuba, La Florida, Washington, La Argentina, Puerto Rico, Maryland, Puerto Rico”. El exilio también representa la pérdida de la lengua. En el epígrafe “3. Mi español perdido (“¡Qué extraño!”)” lo confiesa taxativamente: “Hoy, desterrado y deslenguado, creo que ningún español de los que conozco fuera de España, habla en español, español, el español que yo voy perdiendo. ¡Qué extraño!”. “En Madrid, en América” lo ejemplifica así: “Antes, había para mí un español. Ahora ¡qué estraño! hay muchos españoles para mí. Todos los españoles de España se me unían en Madrid en uno. Todos los españoles de España se me separan en América en muchos”. Esa conciencia del idioma emerge con más fuerza ejemplificatoria en “En esta, este radio” donde evoca al filólogo y lingüista Tomás Navarro Tomás: “En España, Madrid, el español que enseñaba Tomás Navarro Tomás a los estranjeros, y que pretendía enseñarnos a los españoles no manchegos, no me preocupaba nunca, porque allí estaba el español de la calle haciendo lo suyo”. “¡Qué extraño el español de los españoles en esta, este radio […]. Oigo ´verdat, talvés, yega, pación, cirial, guierra, corasón, vielnes, tan bien dichos para quienes lo dicen. ´Queejtraño´ digo yo, andaluz”.
En el Capítulo “II LIRICA DE UNA ATLANTIDA (En el otro costado. Una colina meridiana)” se incluye el poema “Espacio”, compuesto de tres fragmentos, “Sucesión”, “Cantada” y “Sucesión”. Dedicado a Gerardo Diego, en este admirable poema-río, Juan Ramón Jiménez evoca un Madrid que sentimos vívido y encarnado en el recuerdo; un Madrid que resume quintaesenciadamente también la biografía del poeta. Antonio Sánchez Romeralo lo incluyó en Leyenda (1896-1956). Madrid. Cupsa Editorial, 1978.
En el “Fragmento Primero (Sucesión)” (1941) leemos: “Aquel chopo de luz me lo decía en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: ´Termínate en ti mismo como yo´”; o “No, ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí”. En el “Fragmento Segundo (Cantada)” (1942) escribe: “… y esta New York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid”, o “En el jardín de St. John the Divine, los chopos verdes eran de Madrid” o “… y el río que se iba bajo Washington Bridge con sol aún; hacia mi España por mi oriente, a mi oriente de mayo de Madrid”. En el “Fragmento Tercero (Sucesión)” (1954) relata un incidente que pudo haber sido trágico en el aeropuerto de Barajas: “ni aquella hélice de avión que sorbió mi ser completo y me dejó ciego, sordo, mudo, en Barajas, Madrid” aquella madrugada” al ir a despedir a Paquita Pechère o ya en el Madrid de julio del 36: “ni el papelito sucio, cuadrillado añil, de la denuncia a lápiz contra mí, Madrid en guerra, el buzón de aquel blancote anarquista, que me quiso juzgar, con crucifijo y todo, ante la mesa de la biblioteca que fue un día de Nocedal (Don Cándido); y que murió la tarde aquella con la bala que era para él (no para mí) y la pobre mujer que se cayó con él, más blanca que mis dientes que me salvaron por blancos; más que él, más limpia, el sucio panadero, en la acera de la calle de Lista, esquina de la de Velázquez. No, no era, no era, aquel Destino mi Destino de muerte todavía”. Basta entresacar de esos fragmentos citados algunos sustantivos un simple adverbio de lugar -allí- y la frase “a mi oriente de mayo de Madrid” para comprender la condensación extrema con que asocia su vida con Madrid.
En el Capítulo III “Tiempo”, “Fragmento I”, con motivo de una lectura de un poema de D.H. Lawrence, “Work”, lo relaciona con su expresión “trabajo gustoso” tan definitoria de su trayectoria creativa. Y evoca precisamente una conferencia con ese título, en realidad como aclara la nota, titulada “Política poética” que luego se titularía “El trabajo gustoso”: “Por cierto que cuando se leyó en Madrid esta conferencia libre los comunistas empezaron a decir que yo era fascista y aquel indigno semanario del gran farsante L[uis] A[raquistain], ¡¡Claridad!!, aquel papelucho tan oscuro, me insultó al alimón con Pepito B[ergamín], en los términos más soeces (´babosa, gusano´, etc.), toda la fraseología tabernaria y jitana bergaminesca. Yo estaba enfermo entonces, junio 1936, con una conjuntivitis y una intoxicación farmacopeica ¡doctores! Que me imposibilitaban leer mi conferencia”. La conferencia se celebró el 15 de junio de 1936 en la Residencia de Estudiantes. En Poesía. Revista ilustrada de información poética, nº 13-14 (1981-82) número dedicado a Juan Ramón Jiménez, en el apartado referido a la cronología de su vida se comenta sobre este acto que “ante la asistencia de numerosísimo público, [Juan Ramón] adujo sentirse indispuesto y la conferencia tuvo que ser leída por otra persona”. En el mismo “Fragmento I” se aclara que la lectura la hizo “[Jacinto Vallelado], un amigo de Navarro Tomás”. Después de referido este hecho, Juan Ramón apostilla: “Llegada la guerra, semanas después, aquel ataque seguido tomó carácter de incitación al asesinato. Me acuerdo de aquellos jóvenes escritores que venía a nuestra casa con corsé, calcetines de seda y bordados, pulseritas, polvos y una hoz y un martillo de oro en la corbata. ´Luego´ algunos de ellos han convertido la hoz y el martillo en flechas y el puño hipertrofiado en mano abierta hipertrofiada, de tanto exhibir”. Y como una cosa lleva a la otra, por asociación, recuerda, a renglón seguido, “aquella mano hipertrofiada de Ramón Gómez de la Serna en la película del orador político. ¡Cómo se reía P[edro] S[alinas], el equilibrista, de aquella mano gijante!”. En este “Fragmento I” también ajusta cuentas con León Felipe y sus cambios de nombre y fisonomía: “más adelante vi por Madrid un libro suyo, una antolojía poética de León Felipe ya, con una fotografía suya de perfil que me sobrecojió por su barba y su bigote; y cosa rara en un libro de versos”. En “Fragmento 3” se refiere a su salida de España en agosto de 1936 y muestra sentidas palabras para con Rivas Cherif, Manuel Azaña -“no olvidaré nunca aquel salón amarillo con vistas a Guadarrama humeante donde Azaña, sereno y sonriente, no parecía un preso; y con qué pena dejé a algunos de los que dejé en Madrid, que hubiera querido llevarme conmigo”- y Besteiro. Lamentablemente, Azaña en sus diarios no consignó esa última entrevista con el poeta. En el “Fragmento 4” asistimos a una de las revelaciones más íntimas del poeta relacionada con su madre y con lo que escribió sobre ella: “Qué tranquilamente murió mi madre. […]. Parecía que dejaba un paraíso para entrar en otro. ¿Me habrán robado también los de Félix Ros las pájinas que escribí sobre la muerte de mi madre? Escritas al sol madrileño de aquellos días de otoño, vuelto de Moguer, no podría volver a escribirlas”. Ese “sol madrileño” de un día de 1928. Y en el fragmento siguiente, el 5, habla de su biblioteca y sus libros: “Mi biblioteca es sucesiva como mi obra. […]. Me acuerdo por millonésima vez de mis libros de Madrid, tan queridos, más que mis propios papeles. ¿En qué manos estarán ahora?”.
ARCHIVO. Capítulo II. “En España”, en “Declaración del gran Juan Ramón Jiménez” se recogen como se señala en la nota correspondiente unas “palabras pronunciadas por Juan Ramón en la radio antes de su salida de España”, que luego “fueron publicadas en El Mono Azul, 1, 27 de agosto de 1936”, en las que el poeta alude a la “emoción que da el pueblo de Madrid, y sin duda el de toda España, en estos días terribles y supremos”. El Capítulo III. “De paso por Francia (1936)”, comienza con “En los trasmuros del mundo” escrito en el trasatlántico “Aquitania” que le llevaba a Nueva York en agosto de 1936, momento que relaciona con otro ya lejano vivido en 1914: “Esta noche de último verano, sobre esta altamar profunda y negra, me estoy acordando de aquellas noches del verano de 1914, cuando José Ortega y Gasset, Federico de Onís, Manuel García Morente, Alberto Giménez Fraud, algunos otros pocos amigos, un francés entre ellos, que estudiaba en la primera residencia de estudiantes de Madrid, calle Fortuny, y yo paseábamos nuestro desánimo inquieto por los altos de La Castellana, leyendo a la luz de las farolas las noticias de los primeros días de aquella guerra primera grande […] que acababa de declararse. España se reservaba neutral, y a nosotros nos parecía que estábamos en los trasmuros del mundo”. En el capítulo IV, “En los Estados Unidos, I (1936)”, en “Comprensión y Justicia” se refiere al Madrid de los primeros días de la Guerra Civil: “Acabo de llegar de España, he compartido en Madrid el primer mes de esta terrible guerra civil nuestra, y traigo todo mi ser conmovido por el hermoso ejemplo […] que ha dado el gran pueblo español. En un solo día de visión rápida, de absoluto recobro, de entera incorporación, nuestro pueblo tomó su puesto en todos los frentes contra la traición militar preparada año tras año […]. Madrid ha sido, durante este primer mes de guerra, yo lo he visto, una loca fiesta trájica. La alegría, la estraña alegría de una fe ensangrentada rebosaba por todas partes; alegría de convencimiento, alegría de voluntad, alegría de destino favorable o adverso. Y este frenesí entusiasta, esta violenta unión con la verdad habrían decidido desde el primer momento el triunfo justo del pueblo, si la revolución militar no hubiese sido amparada por codiciosos poderes estraños”. Cita esta sobre los primeros días de la guerra civil en Madrid que requiere una lectura muy atenta. En VI “En Cuba (1936-1939)” en “Una entrevista con J.R.J. (por Eddy Chibás)”, Juan Ramón comenta que “el día anterior a nuestra salida de Madrid, me encontré en la calle de Leganitos, cuando bajaba del Monte de Piedad e iba por nuestros pasaportes, a Rafael Alberti con su mujer. Me preguntaron por nuestra situación y me ofrecieron dos milicianos para guardar nuestra casa de posibles contingencias. Les di las gracias y les dije que no me parecía bastante importante nuestra casa para inutilizar dos hombres en defenderla”.
A su casa y a sus pertenencias, biblioteca, manuscritos, objetos, dedicará Juan Ramón numerosos comentarios durante su exilio en América, aunque en esta entrevista llega a afirmar “Lo que poseo, lo que poseemos, nuestro trabajo literario, nuestra biblioteca y las obras de arte que hemos reunido [acumulado] por gracia de artistas amigos nuestros, está en nuestro piso de Madrid, pero no haremos por salvarlo nada contra nuestra conciencia”. La entrevista también recoge otros comentarios sobre estos primeros días de la guerra civil referente al registro domiciliario de unos vecinos monárquicos y una alocución radiofónica de la Pasionaria, “un llamamiento de la Pasionaria dirigido a las milicias republicanas para que respetaran la vida de los prisioneros”. El tema de la casa vuelve a aparecer en una carta, fechada el 5 de febrero de 1938, dirigida por Juan Ramón a Corpus Barga en la que le comenta lo siguiente: “También hemos cumplido desde aquí con el pago del alquiler e inquilinato de nuestro piso de Padilla, 38, Madrid, casa incautada por el Ministerio de Hacienda y donde sigue viviendo por su gusto, con algunas familias refugiadas o evacuadas, nuestra antigua cocinera, y de donde no hemos sacado, ni queremos sacar nada absolutamente, ocurra lo que ocurra. […] Si fuera posible, le agradecería que Luisa Andrés, nuestra cocinera, no fuera evacuada de Madrid, a menos que ella cambie de opinión. Ya le dije antes que en nuestro piso quedó el trabajo de toda mi vida. Ella sabe que puede entregar a quien lo necesite muebles, ripa, objetos útiles, etc. Lo único que deseo conservar sin sacarlo del piso, es mi trabajo literario. Juan Guerrero […] me hace el favor de ocuparse de este asunto y en caso necesario podría usted dirijirse a él”. En el Capítulo IX titulado precisamente “El allanamiento del piso de Madrid”, Juan Ramón expone (con algunos errores que la editora del libro Soledad González Ródenas subsana en las notas) el despojo a que fue sometido su casa acabada la guerra en abril de 1939: “Madrid en poder de los ´totalitarios´ y también, también, también, ay, ay, ay, de Franco, Franco, Franco, allanaron mi piso, Padilla, 38, un grupo de escritores al frente de los cuales iba el joven ratero catalán Félix Ros […]. En el grupo estaba C[arlos], M[artínez] B[arbeito […]. Engañaron a mi pobre y honradísima criada Luisa (…) le dijeron que iban a recoger mis (…) para guardarlos mejor, y ella cayó en la trampa. Fueron varias veces. Se llevaron todos mis paquetes de manuscritos, cartas, (…) y además, por si hubiera duda, la máq[uina] de escribir, el gramófono, los discos (…). […] Luego (…) el (…) L[uis] F[elipe] Vivanco lo puso todo a mi disposición en el S[ervicio] de Propaganda y Publicaciones”. Líneas más abajo se pregunta ¿por qué fueron a mi casa estos jóvenes maleantes?”. Este asunto, como ya hemos mencionado, tiene un largo recorrido sustanciado en cartas y notas con distintos destinatarios, entre ellos Juan Guerreo, José María Pemán, Rafael Alberti, Carlos Sentís o Rafael Sánchez Mazas.
Madrid como evocación y recuerdo reaparece, tras este episodio del allanamiento de su casa de Padilla, que amargó la existencia del poeta, ya frágil de salud, en el capítulo X “En los Estados Unidos, 2 (1939-1951). El primero de esos recuerdos se refiere a la muerte de Antonio Machado, en el escrito “Antonio Machado. Ente de trasmuro”. “En la Florida lunes de sol de febrero y viento, bajo bochorno, escalofrío, entre las acrobáticas palmeras involuntarias (y cuando escribía una nota iniciando una suscripción, por los refujiados españoles en la frontera de Francia) leo la noticia de su muerte”, acaecida el 22 de febrero de 1939. “Vi a Antonio Machado por primera vez -recuerda Juan Ramón- en Madrid, 1901. Me lo trajo Francisco Villaespesa al Sanatorio del Retraído un domingo, y siguió viniendo casi todos los domingos con su hermano Manuel, Valle-Inclán, etc. ¡Cómo me complazco en recordar y repetir esta época triste y feliz de todos nosotros! Era ya corpulento, corpachón, sanguíneo y terroso, con algo de grueso troncón acabado de arrancar, y vestía su tamaño con unos ropones negros y pardos […] y se cubría con un chapeo de alas deshechas y caídas […]”. Juan Ramón conoció al neurólogo Luis Simarro en mayo de 1901, e ingresó en su Sanatorio del Rosario, situado entonces en Príncipe de Vergara, 14, a principios de 1902. “Una noche de invierno -continúa Juan Ramón evocando a Machado-, calle Serrano arriba, íbamos Antonio Machado y yo hablando de Rubén Darío. De pronto, nos encontramos recitando los dos, al mismo tiempo, ´Cyrano en España´”. La figura recordada del poeta sevillano la asocia también a “los modestos cafés madrileños”, pero también al Café de Gijón: “Cuando yo vivía en casa del Doctor Simarro [ ], no le gustaba a Antonio Machado venir a verme allí y solía citarme para leer sus nuevos poemas en el Café de Gijón, Paseo de Recoletos”.
La identificación de Madrid con Washington forma parte de la respuesta que en 1943 le da Juan Ramón a una amiga -no identificada- que le pregunta “por qué estoy en Washington. Pues estoy porque me gusta. Es la ciudad más bella que conozco de los Estados Unidos y me recuerda mi Madrid, a su París, a otras ciudades europeas que me gustan”. Ciudad que conoció por primera vez en 1916 después de casarse con Zenobia en marzo y a la que dedicó la composición “Washington desde su obelisco en su Diario de un poeta recién casado (1916) (1917).
En “Con Rubén Darío, hoy en Savannah” -“palabras pronunciadas por radio con motivo de la botadura del ´fletero de la libertad´ Rubén Darío”, en Savannah, Georgia, el 22 de junio de 1944”, como se nos explica en nota- evoca su juventud y la figura del poeta nicaragüense en Madrid: “Quién nos hubiera dicho a él y a mí, hace 40 años, cuando yo, invitado poéticamente por él subí de Andalucía a Madrid […] Español amigo de todas las hermosas Américas, yo que traté tanto a Rubén Darío siendo yo muchacho que quería ser poeta […]”.
En “Aristocracia inmanente”, conferencia que escribió con otros títulos entre 1937 y 1938, modificada posteriormente y titulada de esta manera para su lectura en Buenos Aires (según la nota aclaratoria), recuerda al poeta modernista Salvador Rueda: “Un escritor español y andaluz, aquel Salvador Rueda que intentó llevar al verso todo el colorismo popular, ciudadano o campesino […] cuando iba, en Madrid, a una verbena popular, que a él le gustaban como a los niños, se ponía alpargatas de lo peor, ´para parecer del pueblo´, me decía; y cuando andaba con aquellas alpargatas, no quería subir a verme en mi casa, porque creía que iba a ofenderme en lo aristocrático que él suponía en mis gustos. […] Yo, aunque era un muchacho y él hombre ya cincuentón, le dije: ´A mí me gusta que venga usted a mi casa con alpargatas, si usted cree que debe usarlas y con tal de que no se las manche a propósito. Donde no debe ir usted con esas alpargatas sucias es a las verbenas”. Verbenas del Madrid de 1907. En esta misma conferencia, alude a otra de José Ortega y Gasset en el Ateneo de Madrid en 1914, “cuando empezaba la ´guerra grande´, reprochándole su juicio sobre un poeta “buen amigo y bien conocido suyo” por haber publicado “un libro en el que se hablaba, entre otras muertes, de la de un perro”.
En el capítulo XI “El viaje a la Argentina y Uruguay”, se incluye una entrevista a Juan Guerrero (por Rivas) -probablemente publicada, según se indica en la nota correspondiente, en Arriba de agosto de 1948- en la que el entrevistador le pregunta cuándo veremos a Juan Ramón “por acá”, a lo que Guerrero contesta -y por eso lo traemos a colación- “Aquí siempre se le espera. En el Museo Romántico está ese piano de cola que ama tanto y en el que reclinado, de pie, escribió tanta maravillosa poesía. Está en la sillería isabelina, tapizada de oro viejo, rodeado del retrato de Prim y la gran araña de cristal en el salón de tertulia…, toda la riqueza romántica que nos pidió el maestro que le conserváramos…”. Desconozco si alguien ha estudiado la influencia de este museo en la vida y en la obra de Juan Ramón Jiménez.
En el Capítulo XII, “En Puerto Rico, 2 (1951-1954)” se incluye “Recuerdo a José Ortega y Gasset” (publicado en Clavileño IV, 24, 1º53) donde Juan Ramón escribe: “Mucho he echado de menos a Ortega, como a otros amigos de España, durante los diecisiete años que llevo seguidos en estas tierras de América […] porque pasé con él muchas horas claras de muchos hermosos días españoles. […] Y ahora mismo me estoy acordando de aquel en que lo conocí. Vino Ortega a verme, con Ramón Pérez de Ayala, a la casa del noble doctor Simarro, en la calle del Conde Aranda, número 1, cuando yo vivía con él y con Nicolás Achúcarro […] una larga temporada después de la muerte de Mercedes Roca […]. Recuerdo que yo tenía en mis manos, cuando llegaron ellos, Ecce Homo, de Nietzsche, y no olvido lo contento que se puso Ortega cuando lo vio, ya que él admiraba tanto al violento filosofo modernista”. También recoge Juan Ramón en este escrito otro encuentro con Ortega hacia 1912 en el Ateneo de Madrid: “me encontré con Ortega en la escalera principal de Ateneo […] Por aquel tiempo, Ortega iba mucho a aquella casa oscura de la calle del Prado, que yo odiaba tanto, recién venido de mi Andalucía de mármoles y calles de sol, porque estaba todo el día alumbrada con luces eléctricas, por lo que se gritaba en los corros de los pasillos y por el olor de sobremesa que siempre había en ella; y allí hablé varias veces con el joven filósofo, que siempre seguía, contra mi voluntad y mi protesta, ya que me disgustaba tanto que lo hiciera, llamándome ´Maestro´ cada vez que nos encontrábamos”. Más adelante se refiere Juan Ramón al periodo comprendido entre 1913 y 1915 “en los que yo veía diariamente a Ortega en la Residencia de Estudiantes de la calle de Fortuny, donde él tenía tanta y tan justa influencia. Su director, Alberto Jiménez Fraud, era un gran admirador suyo, y en el cuarto de la dirección Ortega era la antorcha de los reunidos. ¡Cuántas discusiones lúcidas, y de cuántas cosas, tuvimos Ortega y yo en aquellos años de ansia! […] Cuando se iniciaron las publicaciones de la Residencia, de las cuales yo me ocupaba con el presidente, el primer libro que dimos fue el de las Meditaciones del Quijote, cuya edición cuidé con el mayor esmero”. Más adelante al referirse por enésima vez al allanamiento de su domicilio comenta que “entre los libros que se salvaron del pillaje de 1939 en mi piso de Madrid, pillaje particular, de ladrones de oficio, y no dirijido por ningún grupo político, conservo el ejemplar que Ortega me dedicó de sus Meditaciones del Quijote, llamándome cariñosamente ´El Bayardo de los poetas´. Repito que en esos días Ortega me alentaba mucho y fraternalmente, y me dijo cosas muy atinadas sobre lo mío”. También alude a las “tertulias particulares” que se hacían en 1915 “en el cuarto de trabajo de Ortega” cuando este dirigía la revista España y también sale a relucir la Revista de Occidenteen la que “desde los primeros números, se incluyeron ya versos, prosas y aun dibujos enviados por mí. Después, Vela, que solía consultarme sobre estas colaboraciones en la librería de ´los alemanitos´ de la calle del Caballero de Gracia, tomó un actitud discutidora; yo me alejé de la Revista de Occidente y, por tanto, de Ortega”.
Además de estos recuerdos de Ortega, Juan Ramón comenta con relación a Madrid dos cosas a tener en cuenta. La primera la he recogido en la segunda cita que encabeza este texto: “nunca pude, aun cuando haya contado muchas veces en prosa lo que veía en Madrid, donde yo vivía […] considerarme castellano”. Frente a la prosa o la poesía de Unamuno, Antonio Machado, Azorín, que era la preferida por Ortega, cuyo punto de vista él compartía, Juan Ramón confiesa que “prefería, y sigo prefiriendo, a los escritores que escriben de lo suyo, Baroja, Miró, Valle-Inclán, en su segunda época”. La otra cuestión, de gran interés supongo para los estudiosos de la literatura, es el siguiente juicio: “Madrid ha sido siempre un gran nivelador de estilos para los poetas de otras rejiones […]”.
IX
Colofón
Como señala Andrés Sánchez Robayna en la Introducción citada, buena parte de la existencia de Juan Ramón Jiménez “transcurrió en Madrid”. Señala asimismo que Juan Ramón “observó atentamente su entorno físico y cultural” y que “al hablar de Madrid, el poeta estaba haciendo autobiografía, pero también ofreciendo una peculiar versión de un entorno concreto. […] El testimonio del poeta es esencialmente subjetivo, aunque hallaremos, aquí y allí, referencias dispersas a la confusa realidad urbana de una ciudad ´mal mezclada´. El ingrato urbanismo y la nostalgia de la Naturaleza -escribe Robayna- le hacen frecuentar, ante todo, un espacio en el que es posible reencontrar en toda su fuerza el mundo natural, El Retiro, o crearse, ya en el periodo de la Residencia de Estudiantes [-en la calle del Pinar]-, un jardín a la medida de su aspiración espiritual”, donde residió desde 1915 hasta 1916.
Aunque “el tema central de estas prosas” […] no es otro que la soledad del poeta” como señala también Sánchez Robayna, encontramos en ellas muchas y muy diversas alusiones a Madrid y a aspectos de su realidad física, humana y social que hemos ido extrayendo como se extrae la ganga del mineral. Un Madrid, entre ilustrado y zafio. Madrid representa ciertamente en la prosa de estos libros de Juan Ramón algo desechable e inútil o cuando menos una realidad hostil que perturba y asfixia al poeta. Por eso la sierra de Guadarrama (y los jardines urbanos) adquiere en estas prosas un sentido liberador. Luego, en el exilio, aquel Madrid se transmuta en evocación existencial bajo el prisma del sentimiento y la pérdida.
Aunque la cronología que abarcan estos libros madrileños es muy amplia, desde 1901 a 1936, podríamos desdoblarla en periodos más concretos, el de 1901-1903, con la estancia del poeta en el sanatorio del doctor Simarro donde Juan Ramón ingresó aquejado de neurastenia; el periodo que va de 1913 a 1916, en la Residencia de Estudiantes, primero en la sede la calle de Fortuny, y luego en la calle del Pinar desde 1915 hasta 1916, y una parte amplia correspondiente a los años 20, cuyos textos son, según indica Robayna en su Introducción, coetáneos “de los retratos y caricaturas líricas” de Españoles de tres mundos [1942, Buenos Aires, Editorial Losada] donde Madrid tiene un protagonismo, como luego veremos, algo tangencial, con la excepción de las dedicada a Alfonso Reyes o Federico García Lorca.
A la llegada a Madrid de Juan Ramón nos encontramos inevitablemente con el mundo de las pensiones y las fondas como de la de “Jesús, el madrileño”, adornada con recortes de revistas como La Lidia y El Motín por donde pasa una población flotante de viajantes de comercio y toreros que el poeta miraría con curiosidad. Tampoco falta en ese trasiego una alusión a los anarquistas. La percepción del poeta de la masa urbana fue siempre conflictiva, o al menos así se muestra en estos libros. Así, ve como cucarachas y ratas que salen de sótanos y buardillas a los que tratan de disfrutar de la noche veraniega en los Paseos de Recoletos o la Castellana, un mundo de cesantes y empleados de oficinas, a los que califica además de gentes raras. El desagrado hacia las aglomeraciones lo personifica en dos momentos concretos de la vida cotidiana de la ciudad: en ese público dominguero que acude a los conciertos de la Banda Municipal en el Retiro gente “estrafalaria, corriente y triste” formada por soldados, criadas, carteros, matrimonios, curas o individuos que llaman su atención por otros motivos y en el público que, calle de Alcalá arriba, va las tardes de domingo a los toros, gentío al que identifica con todo lo feo. Fealdad que también percibe en aquellos desafortunados vecinos que están obligados a abandonar sus casas por causa de la demolición de sus viviendas y que forman un Rastro -significativa la elección toponímica- que “ha salido de sus guaridas y nidos altos y bajos, guardillas y sótanos, y está aquí toda de pie, quieta, callada, junta y sola, en abigarrada suciedad y andrajería”. También la pobreza -como realidad, pero también como signo con el que el poeta identifica su rechazo a la ciudad- rodeaba el cerro donde se ubicaba la privilegiada Residencia de Estudiantes. “En la mañana vacilante de marzo, es más evidente y más agria la miseria del alrededor, la ´impureza del campamento´ madrileño. Basuras y escorias, arbolucos con andrajos, casuchas de latones, empalizadas viejas, todo esto que el sol cubre siempre, al salir, de oro, yace abandonado a su bicharraguera fea, preso en sí y como sin fundamento”. Un Madrid de “polvo y orines”. Frente a la Naturaleza idealizada que representan la sierra de Guadarrama y los remedos urbanos del Retiro o del Parque del Oeste se alza, por contraste, el Madrid de la fealdad, su otra cara, representada por ese ambiente sórdido y paupérrimo de “fachadas que antes eran de calle cerrada donde nunca dio el sol o lo dio oblicuamente por un callejón transversal, boticas, barberías, tabernas, puterías, todo de viejos colores chillones de malas pinturas anticuadas, de polvo, rajas y mugres”; fealdad también extensible a esas “parejas de amor…” que merodean por el cerrillo de san Blas junto al Observatorio o, por extraño que nos pueda parecer hoy, por la calle de Fortuny recogida en “Apuntes” de Madrid posible e imposible. Aquel mundo, el de la prostitución callejera, se complementa con una confidencia que, calificada de grosera, protagonizada por un cura llamado Villasante que tenía “amores con una jamona de la Plaza Mayor”. Un Madrid de fealdad concentrada también en tenderetes y tabernas lóbregas malamente iluminadas por el acetileno. En ese registro también incluye algunas referencias a oficios situados en la más baja escala social, como mozos de cuerda, taberneros del Rastro, criadas, hortelanos, faroleros, o dos más individualizados como ese corneta de la Guardia Civil o Cándido “el portero” que cuida la Residencia de Estudiantes.
Por el contrario, los jardines -breves Naturalezas de bolsillo- representan para Juan Ramón Jiménez una escapatoria a esa fealdad urbana. El primero de entre todos ellos, el Retiro al que dedica numerosos comentarios. Y junto a estos jardines públicos, jardines recoletos y privados, transidos de recuerdos melancólicos, como el del estudio del pintor Emilio Sala, los del sanatorio y de la casa particular del doctor Simarro, el jardincillo del Museo Historia Natural y, cómo no, la Residencia de Estudiantes, donde contribuyó a plantar los chopos que la ornaban y que le sirvieron para bautizarla como “La Colina de los Chopos”, árboles que adquieren en su prosa el valor de un símbolo.
El ruido, tanto urbano como doméstico, fue uno de grandes inconveniente en la vida del poeta. Es sabido que Juan Ramón Jiménez odiaba el ruido. En Sanatorio del retraído lo explicita con toda claridad: “yo no toleraba los ruidos del centro de Madrid”. La fobia de Juan Ramón a los ruidos de la ciudad, públicos o domésticos, recuerda a la de Marcel Proust. La ciudad -Madrid- en muchas de sus prosas simboliza ese ruido odioso que tanto molestaba al poeta: “Sube de Madrid gris un poderoso vocerío. A cada instante un redoble de tambor y un grito de cornetas”, tambores y cornetas que provienen del cercano cuartel de la Guardia Civil paredaño con el Museo de Ciencias Naturales y la Residencia de Estudiantes. Otro paisaje sonoro bien distinto que escuchaba Juan Ramón desde aquel promontorio de la Residencia era el producido por las “leves las campanillas de unas cabras crepusculares” que pasaban por la calle del Pinar, estampa que al mismo tiempo nos evoca una ciudad todavía preindustrial, rodeada toda ella de campo. O ese comentario sobre el corneta de la Guardia Civil que ensaya una agria retreta descompuesta. “De Madrid llegan luces, un cohete, jirones de música, rechinar de curvas de tranvías. […] (Un tranvía lejano hace estallar la fila de fulminantes que los niños habrán puesto en la vía. Por otro lado, palmas)” en claro contraste con “la paz de la colina”.
La arquitectura ocupa un lugar destacado en la percepción que Juan Ramón tiene de la ciudad. En una escala de valores descendentes, sitúa, en la cima, algunos monumentos históricos. La Cibeles, el Obelisco del Prado, la Puerta de Alcalá, las fuentes del Paseo del Prado, el Botánico, el Museo del Prado, el Palacio de Villahermosa, el Ministerio de Hacienda, el de Estado, la Academia de San Fernando representan para el poeta el mejor pasado ilustrado de la ciudad, el del reinado de Carlos III. Con una visión muy adelantada de lo que supone el patrimonio como factor de integración, ve en aquellos el nexo de unión donde el pobre, el rico o el soñador pueden reconocerse. En un nivel inferior coloca la arquitectura del Ensanche, las viviendas de calles como las de Almagro, Caracas, Miguel Ángel, Fortuny, de las que alaba sus “bellos aspectos de línea”, pero crítica al mismo tiempo la decoración externa de la que hacen gala: “cuidado con la fachada, con la esfinje, con la escalera, con el león, con la farola, con el ascensor, con el decorado. Pasad con los ojos cerrados, ciegos, si pudiera ser” que da lugar a ese “Madridillo (¡ridículos masoncitos!) de mogollón, azulejos, tomiza, escayola y colorete”. También en ocasiones su prosa encierra una severa crítica a la “arquitectura nueva” que se abría camino en esos años, que tan magníficamente ha estudiado Fernando Castillo Cáceres en Madrid y el Arte Nuevo. Vanguardia y arquitectura (1925-1936) (Madrid, Ediciones La Librería, 2011). En esto último coincide con distintos escritores de su generación. Es muy concluyente cuando afirma: “No se sabe dónde vivir. Los que pueden hacer casas, ¡qué casas hacen! Los que no pueden, ¡en qué casas tienen que vivir!”, juicio que muestra de manera sintética, si caer en simplificadores sociologismos, la estratificación social de la ciudad que la arquitectura evidencia de forma reveladora. Frente a esa arquitectura un tanto ecléctica de líneas clasicistas y abigarradas decoraciones, Juan Ramón contrapone el “Madrid bajo, tendido, abierto al bello cielo suyo, este Madrid de ladrillo rojo, hierro, en granito”, que valora como una seña de identidad que nos hace evocar al Maestro Mayor de Obras Juan Gómez de Mora, arquitecto de Felipe III, quien con esos tres elementos -granito, ladrillo rojo y hierro- configuró buena parte de la fisonomía de nuestra ciudad, hoy patrimonio histórico. También el poeta habla de los feos conventos “de ladrillo feo con salientes de luto” cerrado”, de las guardillas y tejados con sus “chimeneas torcidas” y ropas tendidas, o de los “miserables callejones abismosos del Madrid más imposible” que dan lugar a ese “amontonamiento de barrios viejos”. Buhardillas que le hacen decir a Corpus Barga en Los pasos contados 1. Mi familia. El mundo de mi infancia (Editorial Bruguera, 1985) que “en aquel Madrid del viceversa, los pobres vivían encima de los ricos”. Un Madrid también de tenderetes y tabernas lóbregas, sombríamente iluminadas por el acetileno -recordemos el Café de noche de Van Gogh o algunas estampas más cercanas de Ricardo Baroja- que contrasta con la luz de los arcos voltaicos de la Plaza de Cibeles de los que habla en otro momento, y que representan una de las pocas referencias modernas que hace de la ciudad.
Por estas prosas poéticas que a modo de joyeros guardan en su interior apreciaciones muy pesimistas sobre Madrid, desfilan también tipos humanos que ponen una nota un tanto costumbrista en el escenario paisajístico de la ciudad. Ya hemos aludido a las pensiones y fondas con los viajantes de comercio y los toreros. Pero también aparecen en sus calles, cesantes y empleados de oficinas, pastores de cabras, lecheros con sus cantaras de leche, faroleros que encienden al atardecer las farolas de gas, vendedores de molinillos de papel y hortelanos que trabajan en sus pequeños huertos, así como gentes anónimas “de los jueves y domingos de Madrid, estrafalaria, corriente y triste”, compuesta por soldados, criadas, carteros, matrimonios o curas, estos últimos retratados sin piedad. Y, también, hombres solitarios, viudas o parejas de enamorados que acuden al Paseo de Rosales a mirar el crepúsculo. También Juan Ramón hace una referencia algo críptica a los huéspedes del hotel Palace. En ese mundo urbano madrileño un tanto arcaico que dibuja Juan Ramón prevalecen los medios de transporte de tracción animal sobre los mecánicos. Así vemos desfilar un landó negro, desvencijado y lento, la lenta berlina del doctor Simarro, una tartanilla sin dueño, cerrada su caja de colorines, o un burrillo cargado no sabemos bien de qué. Apenas hace referencia a vehículos mecánicos: por el escenario de esas prosas apenas si vemos pasar un coche en la lejanía, el tranvía de Goya o el tren alejándose de la ciudad. Pocos signos de modernidad sin duda. La visión de Madrid que Juan Ramón nos traslada en estos libros puede resumirse con sus propias palabras: “Si se asoma uno a Madrid por una azotea, buardillas -tejas- en un cielo rosa, pueblo manchego, amontonamiento de barrios viejos. […] ¿Quién vive en esas casas? No sabemos”.
Por el contrario, el Madrid que aparece en las semblanzas de Españoles de tres mundos. Caricatura lírica. 1914-1940 ya no está sujeto a la técnica descriptiva ni a valoraciones escenográficas. Aquí Madrid está visto en clave sintética a la manera, podríamos decir, en que los pintores cubistas interpretaron la realidad y los objetos bajo esa perspectiva, contrapuesta a su primera visión analítica y facetada. Quizá el mejor ejemplo de ello sea la visión que nos da Juan Ramón del célebre Café de Pombo, “vaho de invierno, banquete con olor delgado de orín de gato y a cucarachas señoritas en el ambiente más exacto de los espejos” para retratar a Solana.
Y, por último, el Madrid evocado desde el exilio, que queda reducido a un recuerdo existencial, asociado con el dolor y la pérdida, o a algo tan fugaz como la luminosidad de la ciudad -“Castilla, Madrid, con su alta luminosidad me dieron la firmeza mayor, aérea, de mi escritura”- o la palabra viva que se va irremediablemente perdiendo. Sin olvidar también el archivo gráfico que Juan Ramón compiló y donde Madrid también aparece bajo distintos aspectos. Basten como ejemplo esas dos imágenes que tituló “¡Madrid querido!” o “Yo dejaría así la fuente”.

Juan Ramón Jiménez en su casa madrileña (1924)