Por el camino verde que va a la ermita no quiero volver, y es que no me da la gana, y ¿que necesidad tengo de darme la paliza de subir por un camino embarrado, en pendiente, y que me deja baldada?
Me ponen nerviosa los boleros, el bolero de Ravel y el de aquel y el del otro. Este bolero tan popular del Caminito verde, ¡uf!, de los nervios me pone.
Todos en nuestra niñez y adolescencia hemos recorrido algún camino verde, o los senderos de ese valle hermoso, esa montañita con sus cumbres nevadas en algún invierno, contemplándolas con la melena al viento si ese día no llevaba coletas.
Yo de niña me hacía el camino verde que va a la ermita un par de veces a la semana, sábados y domingos, los domingos seguro después de misa. Lo hacía con las amigas, con faldas, coleta y resignación. Luego, poco más tarde lo haría con chicos y pasaría del eco del bolero de mis padres al kumbayá que se puso de moda, tan horrible como el bolero que se atrevía a cantar papá, haciéndose el romántico, el bucólico y pastoril delante de mi madre o de sus hijos. Hay que decir que nos había despertado con alegrías húngaras de Haydn, bromas de Mozart o días más graves con Juan Sebastián Bach.
Maldita la gracia. De Mozart al pueblo, a la ermita y a su caminito verde. Porque convendrá el lector conmigo que las ermitas tener… tienen poca gracia, que donde esté una catedral o una buena iglesia con su retablazo, que se quite el Cristo románico anoréxico y el altar sin una puñetera flor de volumen a pesar de tanta azucena y margarita.
La mía, la ermita dominical, la del camino verde, tenía su fachada con un mini pórtico encantador en la puerta desencajada, un interior austero con la imagen de un Cristo triste en el altarcillo y una virgencita muerta de asco de lo siesos que son en aquella pequeñísima iglesita perdida en el valle. Ni una romería, ni un triste triduo les hacían los feligreses próximos. Casi abandonada hasta los tiempos de la barbacoa y los observatorios, se salvaba de la desaparición gracias al cura ronco y muy bebedor que oficiaba los domingos y algunas familias como la mía que acudíamos a ella. Años después, el perdido y encantador valle la convirtió en un observatorio de la naturaleza gracias a los políticos de una legislatura. Los siguientes la transformaron en un centro de interpretación. Ya sabemos, se puso de moda lo de combatir el paro de formas tan absurda como donde no va nadie poner a alguien para que vayan menos, pues generalmente se pone a cobrar un ticket con un número.
Ahora hay pocas azucenas, menos margaritas, y algunas botellas de lo que beben los humanos, ciclistas y motoristas de campo a través. Muchos están a punto de atropellarte o atropellarte directamente. Los nuevos bárbaros.
Hoy he vuelto a pasar, dice el encantador bolero, por aquel camino verde, Por el camino verde camino verde que va a la ermita, Y pedí a tu virgencita que yo te vuelva a encontrar. Desde que tu te fuiste lloran de pena las margaritas, la fuente se ha secado y las azucenas están marchitas.
El cantante pierde su felicidad y llora al pasar por la encina donde antaño grabó su nombre y el de su amada. Lo sentimos, nos ha pasado a muchos. Lo del corazón en el árbol de la primerísima adolescencia. Lo del camino perdido en el valle que ahora no es así, ni perdido, ni casi valle que no sea el parking del centro de interpretación de la ermita a la que han adjuntado unos hierros para vender unos tickets.