El método seguido por Ramón Gómez de la Serna para escribir sus semblanzas y biografías más extensas se asemeja a la técnica de la taracea. Él mismo emplea este término en el colofón a su biografía de Azorín (1930): “Toda una generación [la del 98] y un tiempo van taraceados en este libro”.
La taracea -copio literalmente la definición dada de ella en la Wikipedia- “es una técnica artesanal aplicada al revestimiento de pavimentos, paredes, muebles, esculturas y otros objetos artísticos. En la labor se utilizan piezas cortadas de distintos materiales (madera, concha, nácar, marfil, metales y otros similares), que se van encajando en un soporte hasta realizar el diseño decorativo. Es un trabajo de incrustación. Entre unas piezas y otras hay un efecto de contraste que depende del color y la característica del material empleado. Las combinaciones de piedras de distintas clases y colores se denominan mosaicos.”.
Los materiales o piezas empleados por Ramón para trazar sus semblanzas o biografías son de muy distinta índole y extensión. Los hay cronológicos, pero por lo general mostrados de forma errática y aleatoria sin tener en cuenta la sucesión temporal, o buscando deliberadamente una cierta intemporalidad; los hay de carácter retórico, combinando sobre todo las figuras de la prosopografía y la etopeya, la ironía y el humor, y alusiones veladas de carácter muy diverso; los hay de tipo nominal referidos a otros personajes de generación o coetáneos en tanto que sujetos que refuerzan o minimizan la personalidad del retratado; los hay de citas literales o fragmentos escogidos de otros autores o del propio retratado que se añaden como refuerzo de lo expuesto; y, por último, un telón de fondo, una geografía urbana, en función del carácter del personaje, muchas veces teñida de evocaciones sentimentales del propio Ramón. Todos estos elementos -taraceas- se van encajando unos con otros sin ningún orden ni diseño previo, de manera que, como dice Ramón de las aguafuertes de Ricardo Baroja, el resultado son “dibujos engarabitados”.
En la semblanza que Ramón publicó en 1945 de Jacinto Benavente, esas taraceas aparecen de la siguiente manera. Lo cronológico viene dado sobre todo por las referencias a las obras teatrales que cita del dramaturgo por este orden: El nido ajeno (1894), La noche del sábado (1903), La comida de las fieras (1898), Gente conocida (1896), Una señora (1920), Los andrajos de la púrpura (1930) y La mariposa que voló sobre el mar (1926), y una serie de hechos dispersos y sin conexión aparente como la muerte del padre de Benavente, acaecida en 1885, la concesión del premio Nobel en 1922 o el nombramiento de hijo predilecto por el Ayuntamiento de Madrid en 1924. Es decir, un arco cronológico que abarca desde 1894 a 1930. Sin orden ni concierto.
Sobre las obras citadas se puede decir con José Camón Aznar que “es lástima que Ramón no haya hecho justicia al castellano clásico, noble y directo de Benavente, ni a las obras de auténtica pasión humana, como Señora ama [1908] o La Malquerida [1913] a las que ni siquiera nombra”, y se podría añadir también Los intereses creados [1907], la más representativa de la dramaturgia benaventiana. Quizá un especialista en el teatro de Benavente pudiera determinar qué subyace en la citación de esas obras en relación con el resto de la semblanza. Pero esto es trabajo de tesis doctoral. Como se ve un corte cronológico errático y un tanto arbitrario, diríamos hoy, habituados como estamos a unas cronologías más contundentes y precisas en cualquier estudio biográfico.
El retrato físico y moral tiene en Ramón un uso eficacísimo. Su utilización de las figuras retóricas de la prosopografía (retrato físico) y de la etopeya (retrato moral) es magistral, y a través de esas figuras retóricas encarna al personaje silueteado, nos lo hace y ofrece más vivo y presente. Diríase que lo fija en la caja de su composición literaria como el entomólogo clava en ella cada mariposa. Todas estas semblanzas, podríamos decir entonces, conforman una enorme caja cornelliana, en paralelo con la extensa iconografía que clavó a lo largo de su vida en el estampario de sus despachos.
En esta semblanza de Benavente hay varios ejemplos de ello. Así vemos a Benavente como “un joven ingenioso, despierto y mejor vestido” que otros escritores del 98. “Correcto y de buenas maneras”, con su “tipo de señorín”, atento como “un doctorcín” a las enfermedades de moda de su tiempo, “trasnochador, tertuliero de café”, “un flordelisado pirrimplinplin”, ágil en sus saltitos, “que escribía en una mesita Luis XV”, con su “retórica, su malicia, sus grandes reticencias de flor verbenera”, “cáustico y guasón”, “dotado de una especial supervivencia que se debe a lo magro que es, a lo chiquitín”, “ingenioso, sagaz, tesonero, con su pasito corto y seguido” como “quisquilla anémica”. “Hombrecito sonriente”, “desenvuelto, desdeñoso, desinteresado, muy duque de Alba en miniatura, era “una superstición divertida, digna de ese diablo cojuelo que es don Jacinto”. Retrato literario que resume Ramón de la siguiente manera: “yo pensé una vez cuando le vi por primera vez: ´es un Señor al que le traerán a casa todos los zapatos de tafilete que pida por teléfono´”, y que se condensa en esta aseveración: “No puede ser universal. Es algo madrileño, sutil, pulmoníaco”.
Claramente significativo y pertinentemente funcional es el uso que hace Ramón de los diminutivos, y genial esa visión greguerística con la que define al dramaturgo como “muy duque de Alba en miniatura”. Ramón ya había retratado a Benavente en ese marco de la greguería cuando en su libro homónimo, Greguerías (1917) bajo el rubro de “Parecidos” escribió: “Benavente es un bigote diabólico por el que entran pequeñas chispas de ingenio como por un pararrayos… Es de tal modo solo su bigote, que si se lo afeitase nadie le reconocería y perdería hasta su ingeniosidad”.
También algunos escritores y personajes desfilan en ese escenario temporal y geográfico como comparsas que acompañan al retratado. Echegaray, Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Unamuno, el actor Mario [Emilio Mario López Chaves], el cómico francés Le Bargi [Charles Gustave Auguste le Bargy], el rey Alfonso XIII, el célebre y extravagante bohemio Cornuty -en el texto quizá por errata aparece como “Cornutí” o Llanas de Aguinaledo (sic) [se trata de José María Llanas de Aguinaliedo], autor junto con Bernaldo de Quirós de un libro singular, La mala vida en Madrid. Estudio psico-sociológico con dibujos y fotograbados del natural (1901). También en este nivel habría que incluir un nosotros generacional que no es otro que el de la generación de Ramón que se manifiesta como contradictor del teatro benaventiano. Basten estos dos ejemplos: “Nosotros asistimos a la maravilla de la buena industria como asistimos al florecimiento del buen platero. ´Con su pan se lo coma” pensamos otorgadores y añadimos para inter nos ´el público lo quiere´” o “hemos sido condescendientes con Benavente porque era don Jacinto”.
Las citas literarias intercaladas son un recurso habitual de Ramón en sus retratos literarios. Son de naturaleza muy diversa, y las utiliza como contrapunto o subrayado. En esta semblanza de Benavente las utiliza para subrayar el carácter epigramático que definía la personalidad del dramaturgo, su ingenio ampliamente reconocido. Como por ejemplo la definición que le atribuye del Café Maxim´s: “Punto de reunión de todas las niñas bien de las casas mal y de todos los niños mal de las casas bien”. Pero también emplea la cita, en este caso, con intencionada finalidad personal, en la que subyacen rasgos homofóbicos. Así recoge “este mordaz epigrama que le hicieron” cuando estrenó la comedia Una señora:
“El ilustre Benavente
ha estrenado Una señora,
y a coro dice la gente:
¡Ya era hora!”
Y como telón de fondo, claro ésta, Madrid, tan importante en la geografía sentimental de Ramón. Y ese Madrid es el Madrid de las tertulias a las que se refiere en varias ocasiones. La tertulia de Azorín, Baroja y Valle-Inclán a la que acude ese jovencito Benavente que “quiere se literato”, con la presencia del bohemio Henri-Albert Cornuty y sus exaltadas ocurrencias. La tertulia que el propio Benavente forma tras haber alcanzado cierto éxito: “el autor teatral comprendió que había vendido un poco -tres cuartos- su alma al diablo y ya forma tertulia aparte de aquellos literatos puros que desprecian el éxito y solo aman lo problemático”. Una Madrid tertuliero y cafeteril de la madrugada en el que vemos a Benavente hacer lo que él llama “sus ´tonidadas´ subido a una mesa haciendo de “viejo” o poniéndose “un pañuelo como si le doliera las muelas o sacaba una palmatoria”. Un Madrid gastronómico como cuando define su teatro “como un plato de cocina español y más que español madrileño, quizás callos con langostinos”. Ese Madrid de El Retiro donde el padre del dramaturgo está presente con una estatua al mérito de sus habilidades médicas. La casa donde vive junto a la iglesia de san Sebastián, en el barrio de las musas, donde en el pasado vivieron Cervantes, Lope, Quevedo o Góngora. Ese Madrid teatral y de los teatros de la Comedia o Lara. Una Madrid “que se pone muy serio en invierno”. Un Madrid burgués simbolizado por “un Círculo Aristocrático” al que Benavente asimilaba irónicamente con la Unión General de Trabajadores. Un Madrid oficial o institucional representado por el Ayuntamiento de Madrid con el que Benavente -desconozco los términos- tuvo una trifulca a propósito de una placa de oro y por poner su nombre a una calle. Recordemos que el Ayuntamiento de Madrid le nombró hijo predilecto en 1924. Pero sobre todo ese Madrid pombiano que añoraba Ramón cuando escribió esta semblanza de Benavente en Buenos Aires entre julio y diciembre de 1945. En ella vuelve a revivir -en su soledad y aislamiento bonaerense- su amado Pombo: “yo le he visto modesto y sonriente meterse [a Benavente] a cenar solo en el viejo café de Pombo, y con sus manos de mandarín chino, en el índice de una de ellas una sortija de sierpe, manejar con delectación cuchillo y tenedor sobre un bistec como si se estuviese comiendo la más preciada corona de laurel en su propia salsa”.
De cuantas definiciones ofreció Ramón en sus libros y artículos sobre qué es una biografía -no olvidemos el éxito editorial y los formatos de este género en el contexto de su tiempo- solo traeré ahora a colación una, la siguiente: “Las biografías no son un ejemplo. Un ejemplo es lo abstracto. Son una convivencia”. En esta semblanza de Benaventeincluida en el libro Nuevos retratos contemporáneos (1945) Ramón escribe: “Hay que confesar que hemos convivido de lejos con ese escritor y que no nos podemos hacer los desentendidos frente a su fama”, aunque sí tuvo Ramón un encuentro con Benavente poco afortunado, del que se derivaron muchas de las claves que hemos señalado en el retrato de Benavente , pero esta es otra historia, una historia que el lector interesado puede conocer más pormenorizadamente -junto con otros aspectos tratados- en mi estudio Un manuscrito autógrafo de Ramón Gómez de la Serna sobre Jacinto Benavente en la Biblioteca Histórica Municipal (Ayuntamiento de Madrid, 2017). Y aunque Ramón admita que el trato con Benavente fue de lejos, pensamos con Paul Morand -otro silueteado por Ramón– que había una estrecha unión y fluidez entre los artistas plásticos y los escritores: “Vivíamos -escribe en su libro Venecias refiriéndose a los años veinte- una verdadera primavera de trabajo, de investigaciones, de invenciones, de amistad entre las artes”.
Ese conocerse y tratarse, íntimamente o de lejos, es lo que le lleva a Ramón al final de su semblanza sobre Benaventea decir: “Siempre estaremos en una indecisión crítica frente a Benavente, simpatizando y queriendo ser equitativos con él […] pero tendientes a excitar a un teatro más lleno de complejos modernos, más inesperado en la milagrería teatral, más profundo hacia lo desconocido y artístico” o “Él ponía la reticencia, la ironía, el remordimiento, la sentencia, y su teatro triunfaba. Su público tenía el sadismo de asistir a la denuncia y aplaudir al denunciador”. Con respecto al teatro y a los éxitos de uno y el fracaso del otro, Benavente y Ramón respectivamente, esta historia, ahora que lo pienso, me recuerda sobre el mismo fondo teatral la animadversión de Lope de Vega para con Cervantes. Aunque en Ramón, lo cortés no quita lo valiente.