Despertó aturdida, sin saber dónde estaba. Miró a su alrededor, el lugar era desconocido. Acarició las sábanas de la cama donde durmió, y le agradó el olor que despedían. Había en el nochero una foto de una mujer idéntica a ella pero   más refinada, un hombre de ojos de gato y un bebé con cabellos dorados como las  barbas del maíz tierno. Se tocó el vientre, sintió un hueco, como si la
criatura se hubiera escurrido de ella. Fue al baño, en el espejo se percató de la extraña ropa que usaba. Miró sus pezones y recordó el suave cosquilleo producido por el roce de unos labios tiernos que llegaron en el silencio de la noche anterior. Todo era nuevo en ese lugar… parecía que hubiese nacido ese día; sin embargo, algo dentro de sí le indicaba lo que debía hacer. Se metió a la ducha, usó el jabón con olor a frutas, sintió ganas de morderlo, pero notó que el sabor no era dulce.

Cuando terminó su ritual, salió del baño y se sentó desnuda en el sofá que estaba en la habitación. El maullido de un felino la asustó. El animal se acercó y frotó la cola en sus pies. Ella levantó al gato y lo acomodó en sus piernas. Estaba acariciando el pelo del animal cuando advirtió que alguien entraba a la casa. Una mujer pronunció un nombre que no era el suyo, se dirigió hasta la alcoba y,
al verla  desnuda, se tapó la boca.


¡Otra vez, señora Francisca! Déjeme ayudarla. Espere y voy a buscar al señor
Juan Diego, que está en el parque con el bebé. 

 
Señora Francisca, ¿se hizo extensiones en el cabello? ¡Lo tiene larguísimo!

 

 

No entendió muy bien lo que dijo. La mujer salió de prisa. Francisca  siguió abstraída, parecía una desconocida hurgando en sus recuerdos para descubrirse a sí misma. Sintió que era un día de canícula, por lo cual no buscó ropa, y más que todo, porque estaba confundida.

De repente todo oscureció. Escuchó el aullido de los perros, una tormenta sin lluvia, de truenos secos, un olor a ortigas y bandadas de aves en fuga. Se asustó y apretó al gato contra su pecho. Alguien tocó la puerta, se apresuró a  abrirla pensando que era la mujer. El gato salió huyendo. Se concentró en el ambiente un aroma a barbas de maíz y palma de iraca. Al instante entró un hombre, investido de autoridad, con cetro de oro como los dioses, cascabeles de chuira, un collar dorado y plumas de aves. La tomó de la muñeca con fuerza, atravesó su rostro con una mirada penetrante y le dijo:


Es necesario. No puedes escapar por siempre, Saluma. Debo purificarte.

Reconoció su verdadero nombre, entendió perfectamente el lenguaje, pero era como el sonido de las aves furiosas. El hombre alzó las palmas de iraca y procedió a azotarla, una y otra vez. Ella trataba de gritar; sin embargo no lo lograba. Los azotes eran dolor que se transfiguraban en éxtasis. La ira temblaba en las manos del dios chamán. Un hueco en la arena cavado hacía muchos siglos  la esperó por siempre cuando escapó de la sentencia de muerte. El ritual de purificación y perdón la salvó. Antes de entrar en sopor, buscó  respuestas en los ojos del dios, cuya cólera se había trasformado en ternura. Era la misma mirada de amor del hombre que estaba en la foto, salvo por el color de los ojos.

 

Cuando llegó Juan Diego con el bebé y la mujer, la encontraron en el piso, con el pelo alborotado oliendo a hierbas y pájaros. Su esposo la levantó y la recostó en la cama. La abrazó fuerte, besó su frente, sus labios y lloró.

Otra vez le ha sucedido. Es la primera vez después del nacimiento del niño.
 

¿Qué es lo que tiene la señora Francisca? ─preguntó la mujer.

No hay explicación científica. El último especialista recomendó llevarla a un tratamiento de hipnosis. Cuando la atendió el doctor Shatur se sorprendió de un pasado de muchos siglos, como si Francisca viniera de una cultura indígena del siglo XVI. ¡Hasta me reveló que su verdadero nombre era Saluma! Me pareció absurdo todo lo que dijo; por eso no regresamos más.
 
Francisca abrió los ojos y gritó:

¡Me ha azotado un dios chamán!
 
Juan Diego y la mujer se miraron con cierta suspicacia.
Ella se aferró a los brazos de su esposo. Luego pidió agua y se quedó mirando el cristal por un instante. Tenía una extraña sensación de libertad. Se paró frente al espejo y notó que el cabello de color negro azabache le llegaba hasta las nalgas.

 

 Carmen Cecilia Morales González es
licenciada en Español y Literatura por la Universidad de Antioquia (Colombia) y
ejerce como docente de lengua castellana en la Institución Educativa Nuestra
Señora del Carmen de Chinú, pueblo conocido como “La Casa Grande” de la
Declamación y la Poesía. Es gestora cultural, poeta, declamadora, miembro de la
Corporación Encuentro Nacional de Declamadores y Poetas de Chinú. Ha publicado
en Argentina su poemario Agujas contra el tiempo y actualmente prepara
otro titulado La danza titánica de los dedos.