Dirigentes de la República Democrática Alemana. Sentados, en primer plano, de izquierda a derecha: Erich Honecker, Walter Ulbricht y Willi Stoph.

 

Treinta años empieza ser tiempo suficiente para hacer balance y a eso se ha puesto el autor. Se pueden reproducir las palabras de la contraportada para retratar aquel momento: “El 9 de noviembre de 1989 aconteció en Berlín uno de los hechos históricos más importantes de la historia contemporánea, la caída del Muro. Desde 1961, éste había dividido la capital alemana en dos partes y, de forma simbólica, el mundo. Consecuencia directa de la Segunda Guerra Mundial y de la división de los dos bloques hegemónicos resultantes, encabezados por Estados Unidos y la Unión Soviética, Berlín se convirtió en el símbolo de una Europa fracturada y exponente de las heridas latentes de uno de los períodos más violentos e inciertos de la historia reciente”. Así recordamos todos aquel 9 de noviembre de 1989: como una de las manifestaciones históricas de eso que los compositores llaman un himno a la libertad, con la gente por las calles llorando de emoción y abrazándose sin temor a los virus. Como en París el 26 de agosto de 1944 -gloria sea hecha a los soldados de “La nueve”, una vez más- o en Lisboa el 25 de abril de 1974. Y la propia contraportada explica con ese fondo el contenido del libro y los propósitos del autor: “Ricardo Martín de la Guardia, con gran destreza y capacidad de análisis, traza un recorrido magistral sobre estos acontecimientos definitivos que marcaron inexorablemente el destino de Alemania, Europa y, en definitiva, de todo el mundo, y se asoma al presente desde el legado político, histórico y cultural que la revolución de 1989 ha dejado. Una obra fundamental para entender el siglo XX e indispensable para comprender el presente”.

Con entera prescindencia del tono propagandístico de los adjetivos empleados (“magistral”, “fundamental”, “indispensable”, …), es lo cierto que nos encontramos ante un libro que debe leerse, sobre todo por los españoles, que, en su inmensa mayoría, tienen de Alemania y los alemanes una imagen estereotipada, rayana incluso en el acartonamiento. Nos quejamos (y no sin razón) de que ellos nos ven con ojos ideologizados, cuando no abiertamente supremacistas en cuanto protestantes (ya sabe: España forma parte de unsere liebre Ferienländer, nuestros queridos países de vacaciones, en expresión teóricamente cariñosa aunque en realidad harto injuriosa), pero lo cierto es que nosotros los contemplamos a ellos también con la mediatización de los clichés. Si Andalucía (y en particular Sevilla, la Sevilla de Carmen la cigarrera) ha servido de patrón para la imagen tópica de España, allí ha sido Prusia -la Prusia del militarismo y la burocracia ciega e implacable, no la muy ilustrada que acogió a un Voltaire, por ejemplo, en la corte de Potsdam- la que ha desempeñado ese papel, para terminar arrojando un resultado poco simpático. Igualmente negativo, pero ahora, además, sin gracia ninguna.

El libro de Ricardo Martín de la Guardia está estructurado formalmente en una Introducción (páginas 9 a 32); once Capítulos (33 a 291, o sea, el grueso); unas Conclusiones (293 a 313); y, en fin, un Epílogo, llamado “Europa y el mundo treinta años después” (páginas 315 a 325). Pero en realidad pudiera hacerse otra división, ahora en tres: a) las páginas -las primeras 150 para entendernos- que se preguntan por las causas de que el muro se cayera y además el 9 de noviembre de 1989 y no antes ni después: viene a ser la primera mitad del libro; b) las que explican el proceso de reunificación, concluido en plazo récord, porque el 3 de octubre de 1990 estaba finiquitado; y c), en tercer lugar, las reflexiones de las últimas diez páginas sobre lo que se esperó en aquella sazón -en suma, un futuro maravilloso, el fin de la historia, incluso, en cuanto la misma tiene de turbulento, imprevisible y desagradable: en ese sentido acuñó Fukuyama la conocida expresión- y lo que por contraste, treinta años después, se encuentra a la vista en la propia Alemania -la deseada Germania restituta, y además fruto de que los buenos han engullido a los malos y no viceversa-, en Europa y en el mundo. Y que -coronavirus aparte- ha sido todo menos plácido, por decirlo con la expresión más suave de las muchas posibles.

Alemania es, y lo dice alguien que ha vivido allí y que la visita con frecuencia, un verdadero enigma. Mucho más difícil de conocer de lo que pretenden esas visiones estereotipadas -mezcla de admiración por la eficacia productiva, que en última instancia se retrotrae a la Germania de Tácito, y de conmiseración por la incapacidad de los alemanes de disfrutar de la vida o incluso de captarla: los famosos “cabeza cuadrada”, Viereckkopf– que circulan de boca en boca y no sólo entre españoles.

 

 

¿Cómo pudo Hitler llegar al poder en la refinadísima sociedad de Beethoven y de Goethe? Es una pregunta eterna, a la que ha intentado ofrecer respuesta, por ejemplo, Rosa Sala Rose en un libro escrito en español en 2007 y que se llama, de manera muy expresiva, “El misterioso caso alemán”. Más ardua aún es la pregunta de por qué el grueso de la población, aparte de von Stauffenberg y pocos más, no se alzó cuando, a partir de Stalingrado en 1942 y más aún de Normandía en junio de 1944, resultaba evidente que la guerra estaba perdida. Por supuesto que se trataba de una dictadura y que reprimía con dureza a todo el que intentaba moverse. Sin duda igualmente que héroes suelen ser muy pocos y mártires menos aún. Pero, aun descontando todo eso, lo cierto es que los intentos de explicación -el más completo de los cuales es el de Ian Kershaw, “El final”, del que existe traducción en español- acaban dejando un regusto de insatisfacción. ¿A tanto llega el espíritu del nacionalismo -la servidumbre voluntaria, para entendernos- para terminar dejando a la gente sin el menor espíritu de raciocinio?

Esas mismas preguntas son las que hay que hacerse a la hora de estudiar la caída del muro, aunque quizá el verdadero interrogante debe ponerse en otra cosa: ¿cómo pudo durar cuarenta años, que se dice pronto, una criatura política como la RDA, tan aberrante como la RDA, para decirlo con claridad? Nadie ignora que la guerra fría tenía su propia lógica, que además se mostraba implacable, pero aun así se queda uno sin respuesta sobre lo específico de aquello dentro del telón de acero -específico para mal-, Unión Soviética incluida. Y el libro que se está reseñando lo explica muy bien en los Capítulos 1 (“La República Democrática Alemana: un espejismo en la Europa sovietizada”: páginas 33 a 62) y 3 (“Dos caídas estrepitosas: el Telón de Acero y Honecker”: páginas 81 a 139).

Aquel régimen -y aquella sociedad, porque la disección no resulta sencilla- diríase salido del siniestro laboratorio que según la famosa novela de 1816 regentó Víctor Frankenstein en la ciudad de Ingolstadt (por cierto, situada en Baviera, en el territorio que en el reparto de 1945 tuvo la suerte de caer en la zona inglesa de ocupación). El adoctrinamiento -la manera de explicar todas las cosas, en primer lugar la propia justificación de la erección del muro el 13 de agosto de 1961: había que defenderse de las agresiones que llegaban del otro lado, conforme a la típica práctica totalitaria consistente en vaciar el contenido de las palabras, empezando por la de democracia, para luego llenarlas uno a su antojo- llegaba a los límites propios de lo delirante. Del retorcimiento de la historia alemana, y de las figuras de Lutero o Bismarck, mejor no hablar: se les convirtió en verdaderas caricaturas de sí mismos. Lo generalizado de la vigilancia de lo más recóndito de las mentes -todo el mundo era agente de la Stasi o al menos tenía vocación de serlo- alcanzaba los estadios reservados a la paranoia. Algo que, aparte de estar diseñado por unos tipos particularmente siniestros -Ulbrich, Mielke, Honecker y, lo peor de lo peor, Margot, la Sra. Honecker-, sólo puede entenderse en el seno de una atmósfera a la que el calificativo de gris no le termina de hacer justicia, porque, puestos a buscar colores en el arco iris, sería más bien amarillenta y al que, por supuesto, no le faltaron sus intelectuales orgánicos, como un Víctor Kemperer (el autor de LTI, el libro que explicó y denunció la tergiversación del lenguaje en el nazismo: un hombre de doble rasero, en suma) o incluso un Bertolt Brecht (¡ay, el pesebre!). El libro intenta no prodigarse en adjetivos, pero al lector no se le ahorra nada. Acerca de Alemania se ha hablado siempre de que, dentro de Europa, ha tenido un Sonderweg, su “camino singular”, no sólo ni propiamente occidental. Y desde luego también lo tuvo a la hora de hacerse comunista.

 

 

El libro de Ricardo Martín de la Guardia ofrece datos -fechas, lugares y personas- que permiten al lector obtener sus propias conclusiones sobre los hechos del otoño de 1989. Todo fue un conjunto de razones -un concurso de causas, que dicen los especialistas en Derecho Penal-, que van mucho más allá de la imagen romántica o incluso almibarada de la típica rebelión popular -y por tanto espontánea, de abajo arriba- como las que recogió Verdi en “Nabucco” o “Las vísperas sicilianas”, para de esa manera y con una historia bonita darle la vuelta al mito de Antígona y, ahora sí, hacerla imponerse sobre Creonte y poder finalmente enterrar a su hermano Polinices. Lo cierto es que ese tipo de relatos -ya está la palabra inevitable- son producto de una elaboración a posteriori y suelen obedecer precisamente a un intento de maquillaje de lo que tiene mucho de transfuguismo colectivo. De los casos de París 1944 y Lisboa 1974 puede predicarse algo parecido, a poco que uno resulte objetivo.

Entre esas causas estuvo, por supuesto, el colapso, más económico y tecnológico que propiamente ideológico, del comunismo ortodoxo, colapso del cual la perestroika y la glasnost de Gorbachov a partir de 1985 fueron consecuencia -un intento de reconducir las cosas- y no causa, sin perjuicio de que la Iniciativa de Defensa Estratégica (la “guerra de las galaxias”) de Ronald Reegan a partir de 1985 (y fruto a su vez de la crisis de los misiles de 1982-1983), con su acuciante necesidad de un dinero fresco del que los soviéticos no disponían, precipitara los acontecimientos. La doctrina de la soberanía limitada al modo de la teorización de Brezhnev era un lujo que sólo los muy ricos se podían permitir. El final de la aventura de Afganistán en 1988 mostró el camino que se abría.

Pero el autor tiene el acierto de poner el foco también en un segundo orden de causas, las específicamente alemanas. Porque, si hubo un Sonderweg para hacerse comunistas, también lo existió para dejar de serlo.

 

Ricardo Martín de la Guardia. Foto de Henar Sastre

 

na de las herencias que dejó el romanticismo del primer tercio del siglo XIX -en concreto, de un Alexander von Humbolt, por personalizar- lo constituyó una identificación con la naturaleza que nació mucho antes que el actual ecologismo en España y en el mundo y que presenta, aún hoy, más intensidad que en ningún otro lugar. Sólo en ese contexto se puede comprender la visceral oposición de los alemanes a la energía nuclear, sin la que no se entiende, por ejemplo, la creación del partido Die Grünen –un grupo transversal y no sólo de izquierdas- y la permanencia de sus apoyos electorales. O, ya en 2011, la famosa Energiewendede la Canciller Merkel. Pues bien, así las cosas, la catástrofe de Chernobyl, en Ucrania, cayó en la RDA como un auténtico seísmo. Y eso sin contar con que la otra Alemania, el régimen de Bonn, la RFA, alcanzó en los años ochenta (en esa misma época) unos niveles que rozaban la perfección, no sólo por la prosperidad económica –con las industrias automovilística y química como punta de lanza- sino más aún por el diseño político, con dos instituciones –el Bundesbank y el Tribunal Constitucional Federal para lo jurídico: Frankfurt y Karlsruhe, respectivamente- que, dicho sea sin exageración, se convirtieron en paradigmas de buen hacer para el mundo entero -esos intangibles, casi incluso subcutáneos, son los que explican que la marca Alemania tardase poco en recuperarse en la postguerra de una manera tan espectacular-  y muy en especial, claro está, para los vecinos inmediatos, muchas veces los primos hermanos, para quienes el contraste con su vida tristona –aunque con televisión para estar informados- resultaba no sólo enojoso sino incluso ofensivo. En el Tratado interalemán de 1972 las dos partes se presentaban como iguales, pero las diferencias se fueron acentuando después y diez o quince años más tarde se trataba de un verdadero abismo.

 

En suma, que en lo sucedido el 9 de noviembre de 1989, que halló su anticipo en las manifestaciones de Leipzig el mes anterior, se juntaron muchos elementos y tuvo mucho de la típica reacción química como fruto de la mezcla de sustancias muy heterogéneas. La RDA se encontraba en situación de muerte cerebral –no se trataba sólo de un enfermo crónico- hacía tiempo y lo artificioso de la propaganda (que seguía como si tal cosa: ya un puro teatro del absurdo) no hacía sino agravar las cosas y convertirlas en más ridículas. Verdaderamente, aquello tiraba para atrás. Al final, si hubiera que certificar una causa del óbito, habría que poner, para no equivocarse, que se trató de un fallo multiorgánico.

Pero queda por decir algo sobre la última parte del libro, las diez páginas del epílogo. Lo cierto es que “los nuevos cinco Länder de la Federación”, fórmula edulcorada para denominar a la ex -RDA, siguen siendo distintos (y peores), en lo económico y más aún en lo que tiene que ver con las mentalidades: sus habitantes se sienten alemanes de segunda. Y las cosas se agravaron a partir de 2015, con la avalancha migratoria proveniente de Siria y a la que la Cancillería abrió los brazos (Wir werden es schaffen: “lo conseguiremos”), lo que intensificó el sentimiento de agravio (“¡integradnos primero a nosotros!”). Los efectos electorales los conocemos: Alternativa por Alemania recoge allí muchos más sufragios que en el Oeste (y con un discurso antieuro explícito: “el dinero va a los griegos y no a nuestras familias”). Y los nostálgicos del comunismo, por supuesto, reconvertidos con otro nombre, siguen cosechando una representación no pequeña. Ya se sabe que ser pobre en un país de ricos es muy mala cosa. Y tener todavía minas de carbón -sí, de carbón- resulta en ese tipo de ambientes lo más frustrante que cabe imaginar.

 

El libro (aun faltándole un índice de nombres: en los ensayos históricos tendría que imponerse como una obligación) resulta, digámoslo de nuevo, espléndido. Sobre todo, porque –volvamos al inicio-, aunque su autor es un historiador español (de Valladolid, por si faltaba algo), no se deja llevar por los tópicos –las anteojeras, para decirlo con claridad- cuando estudia ese país, tan de su padre y de su madre que resulta tan misterioso como el más exótico, que se llama Alemania y  con el que tenemos –desde que Alfonso X el Sabio, hijo de Beatriz de Suabia, quiso ser Emperador del Sacro Imperio y el buen hombre se quedó con las ganas- esa relación tan compleja y en la que todo se mezcla, empezando, como suele suceder, por la ignorancia.

 

 

Ricardo Martín de la Guardia, La caída del muro de Berlín. El final de la guerra fría y el auge de un nuevo mundo, La Esfera de los Libros, 2019.