I

El escritor Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888 – Buenos Aires, 1963), formó parte de la llamada generación de 1914, integrada por figuras tan relevantes en el pensamiento y en el arte como Ortega y Gasset -su epítome-, Eugenio d´Ors, Ramón Pérez de Ayala, Gregorio Marañón, Américo Castro, Salvador de Madariaga, Manuel Azaña, Juan Ramón Jiménez, Pablo Picasso, José Gutiérrez Solana o Vázquez Díaz, entre otros, aunque el escritor y periodista Fernández Almagro dijera de él que constituía por sí mismo una “generación unipersonal” o el poeta Luis Cernuda adujera que “su obra equivale a la de toda una generación literaria” [Amorós, Andrés, 1999: 227]. Ambas caracterizaciones expresan claramente la compleja personalidad del escritor  y la ingente obra que llevó a cabo, tarea que no se limitó a lo estrictamente literario, sino que se desbordó en otros ámbitos. La generación de 1914 hizo su aparición en el marco de la descomposición del régimen de la Restauración (1874-1931), tras la crisis de 1898, cuyo diagnóstico realizó José Ortega y Gasset en su conferencia “Vieja y nueva política” en mayo de 1914 en el madrileño teatro de la Comedia: “crisis de la Restauración, crisis de sus hombres, de sus partidos, de sus periódicos, de sus procedimientos, de sus ideas, de sus gustos y hasta de su vocabulario”. Como ha señalado Pedro Cerezo Galán “a la edad metafísico-religiosa en la que todavía se encontraba, trágicamente emplazada la generación del 98, sucede ahora una época secular culturalista a ultranza” [Cerezo Galán, Pedro, 1998: 231]. El lema orteguiano de “¡salvémonos en las cosas! resume bien esa nueva situación. En un texto de 1916, “Verdad y perspectiva”, Ortega perfiló esta cuestión en torno a un concepto clave: lo nuevo: “Entrevemos una edad más rica, más compleja, más sana, más noble, más inquieta […]. Esa edad sazonada depende de nosotros, de nuestra generación. Tenemos el deber de presentir lo nuevo; tengamos también el valor de afirmarlo. Nada requiere tanta pureza y energía como esta misión” [Ortega y Gasset, José, 1969: 22]. Años después, Ortega publicaría La deshumanización del arte (1925) libro esencial para la comprensión del periodo en el que como ha señalado José-Carlos Mainer “Ortega no se equivocaba cuando en 1925, al escribir La deshumanización del arte “no usa el término Vanguardia sino que prefiere decir Arte Nuevo o Arte joven” [Mainer, José-Carlos, 2010: 105]. El “instinto de fuga y evasión de lo real” son para Ortega los ejes de un realismo extremo microscópico que el filósofo ejemplifica en las figuras de Proust, Ramón Gómez de la Serna y Joyce. Para Ortega, el procedimiento de Ramón consiste en “hacer protagonista […] lo que de ordinario desatendemos”. Expresar -como señala José María Herrera- “la realidad interior, la fuerza íntima de las cosas” [Herrera, José María, 2011: 10]. Desde su temprana conferencia en el Ateneo madrileño en 1909, “El concepto de la nueva literatura” o años más tarde en la revista Plural, número 2, de febrero de 1925, Ramón escribiría sobre ese componente esencial de su poética, lo nuevo: “Lo viejo ha podido quedar, pero no se debe hacer nada nuevo con hipo viejo. Contra eso es contra lo que reaccionamos”. En “lo nuevo” -ha señalado Eugenio Carmona- estaba para él “la magia de la vida” y “el gran engaño de la muerte”, y terminaba el texto con un caligrama en el que repetía [de forma] incesante “lo nuevo siempre” [Carmona, Eugenio, 1995: 45-58]. Ese dibujo o caligrama -las fronteras estilísticas o estéticas, en Ramón, nunca son, afortunadamente, precisas-, es el que incluyó en el prólogo a la edición de su libro dedicado a los movimientos artísticos de la vanguardia, Ismos (1931): “Lo Nuevo” ¡Viva lo Nuevo! Lo Nuevo siempre Lo Nuevo Sin Razones ni Dudas Todo lo Nuevo”. “Lo que yo llamo Ramonismo -escribe aquí también-, anduvo cruzando sus fuegos con todos los atisbos, y en España mantuve siempre la posición en mi tugurio de imparidades”. Sacrificar, en suma, la imitación y revocar ´la humanidad´. Por ello en el capítulo dedicado al “Picassismo” podrá decir: “Así se comprende lo admirable que estuvo Ortega al decir lo del arte deshumanizado” [Gómez de la Serna, Ramón, 1931: 15].

Ese afán por lo nuevo y por lo impar, por la heterogeneidad como valor máximo, lo proyectaría Ramón en múltiples instancias, bien privadas o bien públicas, abriendo cauces a su obra literaria bajo especies y recursos de muy variada índole. Aquel conjunto de “imparidades”, en paralelo a su obra literaria, fue tomando forma en sus sucesivos despachos, en la creación y mantenimiento de la singular tertulia de Pombo cuya actividad recogió en dos libros, en la organización de la Exposición de Los íntegros, en el despliegue de una actividad gráfica -fundamentalmente dibujística- complementaria de su labor literaria y periodística con la publicación de libros ilustrados por él mismo o con la ilustración propia de sus artículos, en la renovación del género de las conferencias o su incursión en el cine, bien como guionista bien como actor y, por último, en su presencia activa en la radio, medios de masas a través de los cuales el escritor ya no se dirigía exclusivamente al público selecto y restringido de la élites sino que anhelaba llegar a un público más amplio y general. Como señala su primer biógrafo, Miguel Pérez Ferrero, “Ramón es fiel a su idea: hay que ir al público y conquistarle” [Pérez Ferrero, Miguel, 1935: 21]. Todos estos registros -sustentados por la literatura y en la imagen- son los que dotaron a Ramón Gómez de la Serna de una personalidad polifónica sui generis contribuyendo a hacer de él una figura central de la vanguardia literaria y artística en Madrid desde mediados de los años diez, la década de los veinte y treinta del siglo XX, con ramificaciones europeas, en París, e hispanoamericanas, en Argentina.

                     

                         “La habitación es símbolo de la individualidad, del pensamiento personal”.  Juan Eduardo Cirlot.

Diccionario de los símbolos tradicionales. 1958.

[Cirlot,  Juan Eduardo, 2011: 6-7]. 

 

A ningún escritor se le puede aplicar con mayor exactitud el dictum de Kafka, fechado en 1917, “toda persona lleva en su interior una habitación” que a Ramón Gómez de la Serna [Kafka, Franz: 2003: 519]. La habitación ramoniana causó admiración en sus coetáneos. El corrosivo poeta peruano Alberto Guillén en La linterna de Diógenes (1921) -filósofo cínico que da hoy nombre inexacto al síndrome de la acumulación de basuras y desperdicios- califica el despacho de Ramón de “cuarto de nigromante” en el que “el cielo [el techo de la habitación] está lleno de burbujas de cristal, que son las estrellas. Hay también cometas, lechuzas y unas mariposas resplandecientes que se han quedado prendidas en la cauda de algún cometa, una fina estatua egipcia mira con sus ojos milenarios, mostrando su asexuado perfil en la ventana azul, y no queda un solo sitio donde no haya un habitante extraordinario. Esqueletos danzarines y majas arrogantes, mujeres de cera, ardientes de anemia y de deseo, y tortugas de cristal que escalan las paredes, también hay una rana auténtica que ha saltado sobre los papeles a comer ´greguerías´; y una palomita que engañaba a los cazadores con su reclamo ardiente y dulce” [Guillén, Alberto, 1921: 207-208].

El escritor y periodista Miguel Pérez Ferrero, publicó en 1935 la primera biografía que se conoce de Ramón Gómez de la Serna, Vida de Ramón. En el capítulo 4 dedica un extenso párrafo al “torreón” de la calle Velázquez, símbolo y cifra de todos los despachos que “montó” el escritor a lo largo de su vida y por el que sintió mayor predilección. De ese párrafo entresaco las siguientes líneas: “En el torreón que acaba de alquilar sobre la calle de Velázquez […] Ramón es un recién nacido con los objetos que trae y que se murieron también antes con él […] pero que el escritor ha comprado para darles la resurrección. […] Conoce Ramón sus lenguajes diferentes; lenguajes de materiales que no se sospechan entre sí. Sabe cómo se expresan la cera y la porcelana y el cristal. Traduce el idioma de las plumas artificiales de un ave figurada y el chino que hablan todos los chinos de marfil. […] El chuzo de sereno que Ramón ha adquirido le cuenta cómo brillan los ojos de las mujeres cuando estas se detienen en la alta noche al filo de una esquina para cambiar un hondo beso con el amante. En cambio el farol callejero, un verdadero farol callejero que el escritor ha aclimatado al cuarto con cuidados de perito en jardines, relata innumerables historias de borrachos. Y todo, todo, lo entiende el escritor […] Pero lo más curioso es esa mujer de cera, más discreta y más pálida que las de carne, que se queda en camisa con el pudor de una esposa fiel en su noche de bodas, y esa otra, pintada sobre un lienzo, medio viva y medio muerta, que perteneció en tiempos al Duque de Rivas. ¡Y otras tantas y tantas cosas! […] A todo sonríe el retrato cubista de Ramón de Diego María Rivera […] Amenazan con salirse las cosas por las ventanas del torreón, ¡de lleno que está!, pero no se marchan. Todas esperan el instante de hablar con Ramón para contarle su intimidad” [Pérez Ferrero, Miguel, 1935: 35-36]. Ese mismo año, en 1935, el poeta Pedro Salinas escribiría un texto titulado “Escorzo de Ramón” -nótese el campo semántico del término empleado por Salinas- en el que comentaba que “Ramón ha trabajado mucho tiempo en una habitación que no se parecía en nada a las habitaciones de los escritores; toda cargada de cachivaches extraños y pueriles, presidida por una mujer de cera de tamaño natural, en la que había un auténtico faro de alumbrado público, e infinidad de objetos salvados del Rastro, de los desvanes del olvido, de esos objetos en que, como en la literatura suya, se rozan lo cómico y lo trágico” [Salina, Pedro: 1970;155-156].

La autoría de estos tres fragmentos -se podrían citar infinidad de ellos más- sobre el despacho ramoniano se debió a la pluma escritores, pero también el despacho de Ramón fue objeto del reportaje periodístico, lo que nos induce a pensar que la popularidad y los comentarios que corrían de boca en boca sobre la extravagancia de ese ámbito pasó a ser objeto y materia, diríamos hoy, del interés mediático. Así lo ejemplifica el temprano reportaje que publicó el periodista  Santiago Vinardell en el periódico La Tribuna el 10 de abril de 1916, “La juventud española. Mi visita al hombre nuevo. Ramón Gómez de la Serna”, dividido en varios epígrafes e ilustrado con una fotografía de Vidal: “un ángulo del despacho de Gómez de la Serna” que se ajusta en parte a la descripción. El epígrafe que nos interesa aquí es el dedicado al “Estudio”, vocablo cuya semántica en varias de sus acepciones posee connotaciones artísticas. Entresacaré algunas de las valoraciones hechas por Vinardell: “El estudio de Gómez de la Serna es un templo o capilla que él se ha levantado a sí mismo […] El pequeño museo no es, como alguien podría suponer, un capricho de coleccionista. Cada objeto tiene su sentido íntimo, y se relaciona con el mundo exterior de tal manera, que es un mundo en miniatura […] Son los polichinelas que, después de una vida de trabajo, reposan en un rincón apacible para recrearse con el dulce recuerdo de las risas infantiles que provocaron con sus juegos; es el mono de trapo que, esparrancado en un candelabro funerario, medita sobre la fragilidad de las pompas humanas; son los ídolos de madera o de metal, que sienten las nostalgias de las adoraciones, son las cabezas de cartón que un día fueron reclamo de la moda en el portal de las peinadoras […] y las humildes máscaras de cartón que recuerdan las locuras de una tarde de Carnaval. […] Y hay bellos grabados, azulejos levantinos, cuadros y caricaturas, y el fruto exquisito de la austera locura de un cubista. Desde lo alto de una pared        -por encima de un bargueño cuajado de incrustaciones-, el retrato del dueño, pintado por Viladrich contempla amorosamente todas las cosas. Sobre la mesa de trabajo, un viejo pistolón descansa de sus probables hazañas, y una browning actúa, sumisa de pisapapeles, guardando unas cuartillas que no nos atreveremos nunca a curiosear” [Vinardell, Santiago, 1916: 6].

 

 

El fragmento de Guillén exalta la cualidad fantasmagórica del despacho al asociarlo con la figura del nigromante y nos transporta a otros ámbitos artísticos del pasado como las Wunderkammer manieristas alemanas, las Chambres des merveilles de Francia o los Museum naturale o los studiolos de Italia del siglo XVI, donde los príncipes y coleccionistas “llenaban habitaciones de sus palacios de todo un revoltijo de objetos de mineralogía, botánica, zoología, teratología, matemáticas, física, química y obras de arte” [Bazin, Germain, 1969: 62-63]. El de Pérez Ferrero hace hincapié en las probables historias que todavía guardan los objetos, cuyo ciclo y vida material ya ha concluido, entrando en otro plano, para convertirse en objeto literario a la manera cubista e imagen metafórica en el seno del taller literario donde se acumulan.  El de Pedro Salinas muestra el origen que le motivó a Ramón tan singular creación, el Rastro, al que dedicaría en paralelo a la “construcción” de su primer despacho un libro fundamental de su bibliografía, el homónimo El Rastro (1915); y por último, Santiago Vinardell alude a una triple identidad, la del coleccionismo, la del museo y, lo que es más pertinente, la de manifestación artística al relacionarlo con el cubismo.

A esta variada y “caótica” suma de objetos –“los asfixiantes microcosmos que fueran sus despachos”, al decir del historiador de las vanguardias artísticas en España, Jaime Brihuega- [Brihuega, Jaime, 1981: 184], vendrá a añadirse lo que el propio Ramón llamó “su estampario” que no es otra cosa que la acumulación de imágenes recortadas de libros, revistas, periódicos, pegadas con sindetikón y clavadas en las paredes de la habitación y luego también añadidas a unos biombos y  buena parte del mobiliario. Las referencias al estampario son numerosas en los escritos de Ramón. Como fundamentales destacaré dos principalmente; el artículo “Viaje alrededor de mi cuarto”, publicado en la revista Estampa, el 8 de agosto de 1936 [recogido en Fernández Romero, Ricardo, 2018: 361-370], minutos antes, podríamos decir así, de salir para su exilio en Argentina, donde volvería a “reelaborar” con mayor profusión, si cabe, su estampario, y lo que escribió acerca de él en su autobiografía Automoribundia (1888-1948), publicada en Buenos Aires en 1948. Del primero, cuyo título copia literalmente el del libro Voyage autour de ma chambre del  militar, pintor y escritor  Xavier de Maistre, entresaco estas líneas: “Mucho me he paseado por mi cuarto, mucho conozco los objetos, muchos los he mirado y remirado, y, sin embargo, hoy, cuando me apresto a hacer el viaje a su alrededor para la definitiva publicidad, todo se vuelve indescriptible en mi microcosmos. […] En este habitáculo, en el que cazo ideas y espero inspiraciones, paredes, techos, puertas y ventanas [en realidad contraventanas] están cubiertos de fotografías, cuadros y grabados conjuntados al azar. Es lo que se llama un ´fotomontaje´, pero un fotomontaje monstruo, con el que vivo antes de que se produjese la gran moda de los pequeños fotomontajes. […] No comprendería estar enfermo… en una habitación de paredes blancas. […] ¿No es mejor ver en delirio láminas variadas… que la monotonía de un empapelado de flores? […] No negaré que al pegar mis recortes procuré, a veces, corregir la belleza de una cosa o su pretenciosidad, colocando a su lado otra cosa grotesca o fea, pero, en general, la suerte ha ido creando los contrastes”. Luego alude al dramatismo de los viejos grabados y a los grabados de la época romántica, ejemplo, entre otros muchos, del interés de Ramón por las ilustraciones decimonónicas. Aquellas ilustraciones e imágenes formaron parte de la educación sentimental de su generación. Es muy ilustrativo en este sentido el recuerdo que evoca Francisco Ayala en sus memorias, Recuerdos y olvidos (1906-2006), referido a Melchor Fernández Almagro, a quien ya hemos citado. “La familia de Melchorcito -escribe Ayala- era de antiguo amiga de la mía. […] mi madre me habló más de una vez de este niño sabio que se pasaba las horas muertas tragándose los volúmenes de la colección encuadernada del Blanco y Negro y de otras revistas –Álbum Salón, La Ilustración Española y Americana– que se recibían y se conservaban en mi casa” [Ayala, Francisco, 2010: 96]. En la genealogía “estamparia” del joven Ramón se encuentra ese “cuarto misterioso” -que no es otro que el retrete- donde, como relata en Automoribundia “la abuela había pegado todas las estampas que regalaban en los paquetes de chocolate y otras estampas de cuentos de niños y obsequios de almacenes y perfumerías. El cubículo estaba cubierto por completo […] desde el techo al zócalo, incluido el revés de la puerta. ¡Apoteosis del cromo! Allí aprendí -confiesa- mi afición a llenar las paredes de las casas que habito -techos y puertas también incluidos- de todas las estampas que colecciono en libros y revistas” [Gómez de la Serna, Ramón: 1998: 131].

Como ya señalé en mi libro sobre los despachos de Ramón, “esta formulación es importante porque refleja dos aspectos esenciales en la formación de los despachos ramonianos: la vinculación con la cultura gráfica de la sociedad de masas del primer tercio del siglo XX -marcada por una fuerte implantación social- y el papel que las imágenes juegan en ella. También por los procedimientos empleados que, además de técnicos, también podemos considerarlos conceptuales, en un entramado que abarca distintas acciones: selección, recorte, yuxtaposición, pegado y clavado, hasta constituir un entorno que Ramón bautizó como “mi estampario”. Y esos procedimientos nos permiten dilucidar la voluntad artística con que Ramón convirtió sus despachos en un museo portátil “monstruoso” (Alaminos López, Eduardo, 2014: 79). Es muy significativo lo que cuenta Ramón que comentó Ortega y Gasset al visitar el torreón de Ramón: “Don José Ortega y Gasset ha subido varias veces a mi torreón. Allí confesaba él que fue donde vio claro el secreto del arte moderno… Mi alegría mayor fue verle comprender la hilaridad de todo aquello, lo que yo había querido que se desprendiese de su conjunto…” [Gómez de la Serna, 1998: 573]. “El humorismo -escribiría Ramón en Ismos (1931)- […] debe ser función vital de las obras de arte más variadas, sentido profundo de toda obra de arte” o “En el humorismo se falta a esa ley escolar que prohíbe sumar cosas heterogéneas, y de esa rebeldía saca su mayor provecho” [Gómez de la Serna, 1931: 201-202].  Las técnicas de las que se valió Ramón para formar (y formalizar) su estampario son fundamentalmente dos, la del collage y la del fotomontaje. El dibujo, y su correlato la ilustración, fue otra de sus vocaciones artísticas que diseminó, como luego veremos, en ámbitos y medios de muy diversa naturaleza. Antes de entrar en consideraciones sobre esto quisiera recordar el dibujo con el que Ramón ilustró una de sus greguerías, que resume de forma sintética y, a mi modo de entender, simbólica, la puesta en escena y la escenografía de ese acto creativo ininterrumpido que fue su habitación: “En el delirio del aburrimiento hay un momento en que, para despejarnos de la jaqueca de la vida y de lo abrumador de nuestras meditaciones, comenzamos a ver la realidad a través de las tijeras de la mesa. Es un gesto del delirio íntimo que ha que divulgar” [Blanco y Negro, núm. 2.254, 30 de septiembre de 1934]. A esta greguería le acompaña un dibujo de una cabeza de un hombre que sostiene unas tijeras cuyos ojos funcionan como unas gafas en su rostro, a través de las cuales está mirando. Siempre he considerado este dibujo como un retrato simbólico del propio Ramón en referencia a su estampario. Ver y recortar. La secuencia conceptual del texto de la greguería se podría resumir de la siguiente manera: delirio  →  vida  →  realidad  →  divulgar. No se puede expresar de manera más eficaz la clave de bóveda de la vanguardia: la equiparación arte y vida o viceversa, ecuación que se convirtió en el leit motiv de los artistas y escritores de la vanguardia. Román Gubern ha recordado que “la idea del film” que Luis Buñuel preparaba con Ramón en 1927, “era […] muy ramoniana, pues [este] había publicado antes en La Gaceta Literaria  (núm. 4, de 15 de febrero de 1927) un texto titulado “Las tijeras”, en donde elogiaba las tijeras que recortaban las noticias de los periódicos, en línea también con su estética del puzzle o del collage” [Gubern, Román, 1999: 23].

Sabemos que Ramón calificó a sus greguerías como “su contraseña universal”; en cierta medida su estampario fue la contraseña universal de su faceta plástica, la ilustración rizomática y escenográfica de su habitación. Y empleo aquí el calificativo “rizomática” en el sentido que Gilles Deleuze y Félix Guattari dieron al concepto de rizoma como “modelo descriptivo o epistemológico en el que la organización de los elementos no sigue líneas de subordinación jerárquica […] sino que cualquier elemento puede afectar o incidir en cualquier otro” [Deleuze / Guattari, 1972:13].

Para confeccionar su estampario, Ramón se valió de dos de los dispositivos más fecundos de los lenguajes de la vanguardia artística: el collage y el fotomontaje. El collage es -como ha definido acertadamente José Francisco Yvars un “recio banco de pruebas en que el artista extrema las posibilidades de intercambio simbólico entre imagen, signo, gesto y forma” [Yvars, J.F., 2012: 17]. El estampario ramoniano fue, como el Rastro fue para él, un pozal de imágenes. Signos que evocan lo enciclopédico, la noción de archivo y la heterogeneidad. Gesto expresivo basado en el recorte y el pegado. Forma que remite al facetado del cubismo, a la “neutralización del canon de representación ilusionista occidental” en palabras de Yvars. En cambio, el fotomontaje-ha señalado Jacob Bañuelos Capistrán- es “un principio de creación de imágenes, que se obtiene a partir de la yuxtaposición de dos o más fotografías sobre un mismo plano visual […] una forma de expresión visual que aparece con el nacimiento de la fotografía hacia 1839 y [que] se consolida como género artístico -con la influencia del cubismo- en el seno del movimiento dadaísta en 1920, y se aplica, además de al arte, a la industria editorial, la publicidad, la propaganda o la decoración” [Bañuelos Capistrán, Jacobo, 2008: 19-31]. La decoración del entorno personal está en la base del ser humano. El paleontólogo Yves Coppens ha caracterizado al género Homo, entre otros aspectos, “por un nuevo nivel de conciencia y un entorno técnico así como intelectual, espiritual, simbólico, estético y ético” [Coppens, 2014: 77-78], cualidades que pueden aplicarse al museo-despacho ramoniano que él mismo definió como “cueva paretaria”. Bañuelos Capistrán nos recuerda también que “el fotomontaje es un género de expresión visual basado en la yuxtaposición y la fusión semántica de imágenes fotográficas sobre el mismo plano o soporte”. Asimismo aclara que el collage y el fotomontaje coinciden en ser técnicas y estrategias de creación artística que parten de principios teóricos iguales, a saber: ´el montaje, la selección, combinación y articulación de elementos visuales por identidad, semejanza, diferencia u oposición, la acumulación, la diversidad, el ensamblaje, la conjunción, fusión semántica de elementos disimiles en un mismo plano visual´” [Bañuelos Capistrán, Jacobo, 2008: 22]. Objetivamente lo que Ramón realizó a lo largo de sus sucesivos despachos fue un fotocollage que, como señala Capistrán, “puede ser realizado exclusivamente a base de fotografías recortadas y pegadas sobre un mismo soporte plano o tridimensional”. Sin embargo no podemos perder de vista que Ramón no fue estrictamente un artista plástico en el sentido básico de la expresión. Para una mejor interpretación de lo hecho por Ramón en el ámbito de su habitación tenemos que acudir a las consideraciones que Enmanuel Guigon ha hecho en su excelente Historia del collage en España. El collage considera este autor implica algo más que una técnica basada en la utilización de “tijeras, cuchillas, cola y selección de documentos”. Como señala Guigon aquellos artistas de las vanguardias de principios del siglo XX “muchas veces no se preocuparon por crear unos collages “puros” [Guigon, Emmanuel, 1995: 12-24]. Eligieron -afirma- el collage “impuro”, las técnicas mixtas, la mezcla de géneros, la hibridación de los medios. En definitiva un mestizaje de disciplinas artísticas que en el caso de Ramón -como ya señalé en mi libro sobre los despachos ramonianos- “abarca lo literario y lo plástico en indisoluble acción creativa y performativa. Al convertirse [el collage] en un medio artístico -no muy técnico- pudo ser utilizado, y esa característica lo explica, “por artistas poco experimentados como por muchos escritores”, como, en el caso español, el propio Ramón, Max Aub o Adriano del Valle. Esa nueva apropiación colectiva de lo real -de la que habla Guigon- reivindica los efectos del azar, lo discontinuo y el humor. Sin duda en el caso de Ramón Gómez de la Serna podemos establecer un paralelismo “técnico” y “artístico” entre la confección de su estampario y los dibujos que realizó a la largo de su vida, con los que ilustró sus artículos periodísticos y varios de sus libros, a los que siempre calificó de dibujos o “ilustraciones de escritor” marcando así una clara diferencia con los dibujantes y artistas profesionales.

 

 

En la “Advertencia preliminar” de Ramonismo (1923) escribió en relación con su manera de dibujar: “Con la pluma del escritor están hechos estos dibujos, de los que me siento muy orgulloso por lo malos que son, pues solo así no repugna a mi temperamento el amaneramiento del dibujo. Intentan hacer más expresivo y alegre lo que va escrito, y en ninguno está afondada la monotonía abrumadora de la insistencia”. [Gómez de la Serna, Ramón: 1923: 5]. Volveremos sobre esta cuestión luego.

Las similitudes formales, tanto en el ámbito del collage como en el del fotomontaje, le permitieron a Ramón hablar de un “fotomontaje monstruoso” al referirse a sus despachos. Para acabar de comprender la articulación formal llevada a cabo por Ramón  en su habitación mediante esos dos dispositivos -habitación que llevó a cuestas a lo largo de su vida como el caracol su casa- es necesario referirse también a ciertas similitudes con otros artistas. Así, por ejemplo, para Picasso el collage fue “un pasatiempo ocurrente de asociaciones figurativas […]. Una suerte de composición de semántica equívoca, geométrica y figurativa, que apela a la memoria inmediata   -el recorte de prensa y la noticia de folletín- y evoca la imaginación popular” [Yvars, J.F., 2012: 41-42]. El dadaísta Hans Arp con su Collage de cuadrados ordenados según las leyes del azar (1916), “daba un paso adelante y cortaba fragmentos regulares de papel que pegaba […] sobre el soporte engomado” [Yvars, J.F., 2012: 48]. Para Max Ernst, el collage “recupera la figuración ilusamente tridimensional y narrativa […] [volviendo] entusiasmado a la ilustración didáctica y divulgadora” [Yvars, J.F., 2012: 40-41] y “su empleo del collage [estuvo] basado en la recuperación de grabados tribales, con lo que logra establecer un fuerte contraste entre la apariencia arcaica del grabado y la asombrosa novedad compositiva que produce una sensación irreal sorprendente” [Werner Spies / Yvars, J.F., 2012: 52]. Pasatiempo, asociaciones figurativas, memoria, prensa, fragmentos recortados y pegados, figuración narrativa, ilustración divulgadora, apropiación de fotograbados o sensación irreal sorprendente son cualidades que encontramos también en el despacho ramoniano. Estamos hablando de similitudes formales no de influencias.

Por continuar con ese ámbito de similitudes hay que recordar lo dicho por Juan Manuel Bonet, Ramón en su torreón (2002) en el que este especialista en las vanguardias históricas de España ha subrayado múltiples conexiones del despacho ramoniano, entre otras, con el Rastro madrileño -“quisiera envolverme en un Rastro”, escribiría Ramón en 1912-, la influencia del poeta francés Guillaume Apollinaire, los Merzbau del dadaísta Kurt Schwitters, el apartamento de André Breton -hoy instalado en parte en el Centro Pompidou-, La Boite-en-Valise de Marcel Duchamp, el Malraux del “museo imaginario”, la “Casa de la vida” de Mario Praz, las cajas del estadounidense Joseph Cornell y las conexiones literarias y objetuales con escritores como Pablo Neruda, César González-Ruano y Juan Eduardo Cirlot [Bonet, Juan Manuel, 2002: 60-64], a las que podríamos añadir La oficina de San Jerónimo (2015) de Eduardo Arroyo, una de sus últimas exposiciones, en las que rendía homenaje con una obra específica a Ramón [Alaminos López, Eduardo: 2016, sin paginar]. También el collage se puede vincular con el “ready-made duchampiano, el objet-trouvé surrealista y el ensamblaje y su grandeza estriba -a juicio de Vicente Jarque- en su enorme potencialidad como dispositivo de comunicación y en su productividad como catalizador de imágenes” [Jarque, Vicente, 2012: 10-21].

Quizá sea este el momento oportuno para relacionar, como ya se ha apuntado, la “construcción” de los despachos por Ramón Gómez de la Serna con ese collage a base de deshechos construido a lo largo de su vida y en distintos momentos -como pasó con los despachos ramonianos- por el dadaísta alemán Kurt Schwitters que bautizó con el nombre de Merzbau o Schwitters-Säule, obra de la que el también dadaísta Hans Ritcher ha dejado un interesantísimo comentario en su Historia del dadaísmo. “El arte y la vida de Schwitters  -escribe Ritcher- fueron una epopeya viviente […] Cuando no escribía poesía, hacía collage, y cuando no pegaba, construía su “columna” […] declamaba, dibujaba, imprimía, recortaba revistas […] editaba merz, preparaba impresos publicitarios, enseñaba dibujo académico, pintaba retratos horriblemente malos (que adoraba) y que despedazaba enseguida para utilizarlos, trozo por trozo, en collages abstractos […] y en todo ese tiempo no se olvidaba jamás, dondequiera que fuese, de recoger desechos de todas clases […]. El azar era siempre su cómplice […] Hubo una creación suya en la cual quiso concretar todas sus aspiraciones: su bien amada Schwitters-Säule […] Encastrada primero en una y luego en más habitaciones de su casa, la columna estaba en perpetua transformación […] Por aquella época (alrededor de 1925) la columna ocupaba una cuarta parte de la habitación y llegaba casi hasta el techo […] se trataba de una obra que, cambiando día a día, era un documento vivo de Schwitters y sus amigos” [Richter, Hans, 1973: 145-162].

Jed Rasula ha resumido algunas de las ideas clave de esta singular obra sobre la base de que “en general, los estudios de los artistas tienen su legado de glamour e intriga, son el lugar donde se produce la magia”. Para Rasula nada encarnó mejor el espíritu creativo de Schwitters que esa “instalación” privada de su casa en Hannover. Instalación cuya estructura fue creciendo formada por cubículos, grutas y altares con clara función conmemorativa dedicados estos últimos a sus amigos en los que depositaba algunos objetos personales que les había sustraído. Algunos cubículos recibieron nombres tan significativos como “Tesoro de las Nibelungos”, “Habitación Stijl” “Habitación Biedermeier” “Rincón de Lutero” o “Cueva de Goethe”. Al parecer esa estructura “sin límites” en continua transformación que ocupaba cada vez más espacio de la casa, se fue haciendo cada vez más abstracta según el testimonio de su hijo, aspecto que confirman las fotografías que se conservan. Rasula ha visto en esta obra “la externalización desinhibida de la conciencia de Schwitters, e incluso una manifestación no disimulada de su inconsciente”. También se ha referido a los aspectos escabrosos como esa “gruta del amor que conmemora una serie de crímenes sexuales que tuvieron lugar en Hannover en 1924”. Al parecer Alexander Dorner, director del Landesmuseum de Hannover desde 1925, tras ver la obra opinó “que todo el proyecto se parecía a “un unto fecal; una regresión asquerosa y asqueante a la irresponsabilidad social del crío que juega con la basura y la mugre”. El biógrafo de Schwitters, Werner Schmalenbach afirma que la “verdadera aspiración era el infinito, pero un infinito situado, por así decir, dentro del espacio” [Rasula, Jed, 2016: 326-330]. Sin duda se pueden señalar “rasgos comunes” entre el Merzbau o Schwitters-Säule y los “monstruosos” despachos o torreones de Ramón. Sin embargo, Carlos Pérez ha remarcado similitudes y diferencias que parecen esenciales. En cuanto a las primeras subraya que “más de una vez, se ha comparado a Ramón Gómez de la Serna con Kurtz Schwitters. Es cierto que los dos clavaban, encolaban, escribían y, además, cualquier deshecho que recogían -ya fuera un alambre, un anuncio, un maniquí, una estampa o una fotografía- recuperaba un lugar digno en la vida. También el arte y la vida de ambos fue una epopeya viviente. Y, asimismo, que ambos construyeron espacios singulares, siempre en evolución; Schwitters los Merzbau, y Ramón los “torreones”. En cuanto a las diferencias, recuerda Carlos Pérez que fue “Ernesto Giménez Caballero el que subrayó de forma más clara, en su libro Circuito Imperial (1929), las diferencias entre los dos autores. […]. En efecto, Schwitters que se movió por territorios expresivos muy distintos -expresionismo, Dadá, De Stijl, constructivismo, ensamblaje, publicidad, nueva tipografía, música y poesía- buscó siempre la pureza plástica, sin concesiones literarias. Por el contrario, Ramón […] construyó sus espacios en relación con su obra literaria. Aunque tanto Ramón como Schwitters -concluye Carlos Pérez- produjeron una obra en la que se conjuga el arte y el humor, el primero buscó siempre en incidir en lo popular y, de ese modo, llegar a todo tipo de público” [Pérez, Carlos, 2004: 22-24].

 

 

En Ramón los componentes casticistas, vanguardistas y juglarescos contaminaron esta singular forma de collage ambiental con el que se rodeó desde su primer despacho en el domicilio paterno en la calle de la Puebla, 11, donde vivió entre 1903 y 1920, disponiendo ya de una habitación propia donde “preparo -recordaría en Automoribundia– mi primer despacho con cosas del Rastro”- hasta el último de ellos en su vivienda bonaerense de Hipólito Yrigoyen 1974, 6º piso, en el que el estampario alcanzó un barroquismo exacerbado como nos muestran las fotografías que se conservan de esta época. Barroquismo que aquel joven Ramón descubriría estéticamente con probabilidad en la cercana iglesia de San Antonio de los Alemanes en Madrid, cuyo interior es un perfecto ejemplo de ilusionismo barroco, en el que la pintura al fresco junto con la arquitectura y las esculturas de los retablos crean un efecto de movimiento y colorido envolvente.

Se conservan varias fotografías de Ramón en sus despachos de Madrid y Buenos Aires. Ahora nos interesa referirnos a una, atribuida a Alfonso Sánchez Portela, que apareció en la primera biografía sobre Ramón, Vida de Ramón (1935) de Pérez Ferrero, en el que le vemos en su estudio de la calle de Villanueva, 38, en Madrid. Se reprodujo con el siguiente pie: “Ramón, solo” y la hemos podido fechar en septiembre de 1930 [Alaminos López, Eduardo, 2004: 15-15 y nota 4]. En ella vemos a Ramón sentado con el brazo izquierdo apoyado en una mesa alargada que abarca un amplio frente de la habitación, en ángulo. Sobre esta mesa corrida se ven varias pizarritas con anotaciones, papeles escritos, una plumilla y un tintero, y diversos objetos, poco significativos. Sin embargo, toda la pared frontal y la parte en ángulo que llega hasta la ventana está recubierta de imágenes recortadas en donde predominan las imágenes de contenido figurativo, pero no de forma exclusiva. Detrás, y a la altura de la cabeza de Ramón, se distingue el dibujo de “La instantánea del cerebro de Ramón tomada por Oliverio Girondo” que se reprodujo en la revista Martín-Fierro, suplemento “Homenaje a Ramón”, núm.19, de 18 de julio de 1925. Un cerebro cuajado de objetos, títulos de libros y referencias -Greguerías, Muestrario, Rastro, Pombo, Caprichos- en la línea de lo que ya había dibujado, en 1923, Enrique Garrán en su caricatura fisiognómica del escritor, alusiva al entorno de objetos que rodeaba su vida. Aunque en alguna fotografía del torreón de Velázquez -la del farol en primer término- se aprecia que Ramón ya había cubierto de imágenes un trozo de pared y los espejos de un armario, es aquí  -en la casa de la calle de Villanueva- donde el estampario parece adquirir una presencia y una autonomía propia. La fotografía de Ramón junto a las imágenes vendría a reforzar su autoría y el estado absorbente que esa configuración de imágenes producía en su autor. Se le ve (y adivina) absorto.

Viene todo esto a propósito de otra comparación a la que ya nos hemos referido: con la del Museo Imaginario de André Malraux. Sabemos que en mayo de 1936, invitado por José Bergamín, Malraux viajó a Madrid junto con el dramaturgo Henri Lenormand y el hispanista Jean Cassou, y que se encontró con Antonio Machado, Rafael Alberti y Gómez de la Serna. Cassou tuvo una relación muy estrecha con Ramón. Es tentador pensar que Malraux pudiera haber tenido tiempo durante esa visita de conocer el despacho de Ramón [Alaminos López, 2004: 159, nota 74]. Antes de entrar a señalar las similitudes y diferencias entre el estampario y el museo imaginario, conviene recordar que Ramón colaboró entre los años 1925 y 1931 con las revistas de vanguardia Der Querschnitt (1921-1936), Variétes (1928-1930) y Bifur (1929-1931) que combinaron en sus páginas imágenes fotográficas heterogéneas [Huergo Cardoso, Humberto, 2020: 13-156].

Como ha señalado Diana Wechsler, Malraux comenzó “a pergeñar su ensayo en 1935” en pleno debate sobre “la tradición clásica como anclaje de lo moderno”. Según ella, Malraux puso el énfasis “sobre los modos de ver, dinámicos, plurales y vigentes en la época” así como en “las formas en que estas dinámicas contemporáneas modificaban las miradas, las selecciones y las reelecciones del pasado”. Así, el Museo Imaginario se vinculaba con “aspiraciones de infinito”, con “la interrogación”, con “un presente que relee el pasado”, “con el dialogo entre los objetos”, con la interrelación de “textos e imágenes”, con “la fotografía y el auge de las reproducciones”, que invitaban “a un tipo de indisciplina -escribe Diana Wechsler- […] que entiendo como la capacidad que desarrolló Malraux de pensar con las imágenes más allá de los casilleros estancos de los relatos preestablecidos y ensayar otras relaciones entre pasado y presente”. En ese contexto de reflexiones entre el arte del pasado y el arte moderno la autora cita algunos nombres esenciales en el campo de la historiografía artística, entre otros, los de Aby Warburg, Henri Focillon o René Huyghe, con los que Ramón podría tener ciertas concordancias. El Museo Imaginario permite, en suma, “la emergencia de otras series, de otras analogías a partir de la producción de contigüidades impensadas debido a su modo de manipulación (en el mejor sentido del término) de las imágenes” y al mismo tiempo “se convierte en [un] dispositivo conceptual que permitirá liberar las obras del tiempo en cuanto secuencia lineal, cronológica”. Es muy conocida la fotografía de Maurice Jarnoux de “André Malraux en su casa de Boulogne sur Seine trabajando en su libro El Museo Imaginario en 1953” -que se puede comparar con la fotografía que hemos comentado de Ramón en Villanueva, 38-, y que  Diana Wechsler comenta así: “Un punto de vista alto en picado diagonal sitúa […] la imagen de un hombre con traje, delgado, con un folio (¿otra foto?) en sus manos. […] Esta es una de las imágenes más conocidas y reproducidas de André Malraux. Su figura está rodeada por fotos que lo cercan. Al observar con más detalle, vemos que las fotografías que están en el suelo en realidad no ´apuntan´ hacia él sino que ´salen´ de él. El sujeto, lejos de estar ´amenazado´, tiene el control: él fue quien colocó una imagen a continuación de la otra, quien estableció esas contigüidades y quien finalmente se presenta como el ´domador´ dentro de esa arena que es su estudio”. Lo que Ramón llevó a paredes, techos, biombos y mobiliario, Malraux lo transformó en un libro. Pero Ramón, aunque más disperso y asistemático, también “reflexionó” sobre su propio museo imaginario, en multitud de artículos, en libros como El Rastro o los dos dedicados a Pombo, Pombo (1918) y La sagrada cripta de Pombo (1924) -a su modo libros- museos de heterogeneidades-, en sus numerosas opiniones y reflexiones sobre la fotografía, en el sugestivo y peculiar museo de la modernidad que fue Ismos (1931) o en las numerosas glosas a sus despachos vertidas en su Automoribundia (1948).

De entre todos esos posibles textos destacaría como nuclear lo que escribió Ramón en “Logaritmos de imágenes”, en la revista Sur, en abril de 1933, texto recogido en el libro de Humberto Huergo Cardoso ya citado: “La imagen de una sola cosa ya no quiere decir apenas nada. Es necesario complicarla, injertarla en otras […] Los artistas y los escritores quieren lograr la carambola difícil de las imágenes más dispersas y como es una carambola que no puede preverse, unos aciertan y otros no. […] todo eso que en la pintura religiosa hay de entretenido, de aureolar, de angelismo entrometido, es lo que hay en esta mezcla de imágenes de realidad superada, de hallazgo inconsciente”. Esta cita y lo apuntado respecto de André Malraux aclaran suficientemente las similitudes y las diferencias entre ambas concepciones. Y ambas parecen obedecer a la formulación con la que Michel Melot abre su Breve historia de la imagen: “¿Cómo ésta sola palabra, imagen, puede contener tantas maravillas?”. “La laicización de las imágenes       -apunta también este autor- pasa también por su constitución en colecciones” [Melot, Michel, 2010: 11 y 45]. Y en ambos, Ramón y Malraux, por su carácter enciclopédico.

Ana Ávila y John McCulloch han diseccionado este aspecto enciclopédico del despacho de Ramón. Por un lado, estos autores ven “ese mundo caótico de imágenes y objetos amalgamados y acumulados” como “espacio vital”, en el que los objetos “recombinados por la imaginación del autor vendrían a ser materiales para sus famosas greguerías y novelas”. Ven también en el despacho ramoniano “una expresión del subconsciente mismo, una forma de proveerle de una fisicalidad”, expresión de su “afán por lo visual” en íntima conexión con sus paseos por las calle de Madrid y el Rastro -se podrían añadir otras ciudades esenciales en la vida de Ramón como fueron París, Lisboa y Buenos Aires con sus Rastros propios. Aunque solo está enunciado, ambos autores consideran que lo que “sin duda informa la disposición del despacho de Ramón, es la importancia [que] lo inorgánico y lo desarraigado tienen como eje central del arte de vanguardia de la época”. Interesante también es la interpretación que hacen de ese conglomerado de imágenes, donde “la pausa no está permitida” y cuya “arbitrariedad” produce en el espectador “una patológica inquietud”, lo que, a su juicio, le aleja de los fotomontajes de los dadaístas alemanes con un explícito mensaje político. En ese incesante fluir de imágenes, Ana Ávila y John McCulloch advierten ciertos temas recurrentes: el cuerpo humano, el erotismo, los asuntos trágicos y cómicos, la muerte, lo sacro y lo dionisíaco, la presencia de obras de arte con predominio figurativo, pero no exclusivo, dentro de un conglomerado enciclopédico que abarca desde la Antigüedad a los últimos ismos [Ávila, Ana / McCulloch, John, 2002: 355-387].

 

 

De “flujo torrencial” calificó el pintor informalista Antonio Saura el libro Ismos en correspondencia “con el alto y abigarrado gabinete donde moraba el mago, con la esquizofrénica presencia de su viviente y también adolescente mural” [Saura, Antonio, 2002: 19]. Quizá mejor que de “esquizofrenia” habría que hablar de “arte psicótico” en el sentido planteado por Antón Ehrenzweig en su libro El orden oculto del arte al referirse a “El espacio pictórico envolvente” cuando comenta el retrato de Vollard (1909-1910) por Picasso precisando que “la fragmentación cubista se aproxima peligrosamente a las fronteras de arte psicótico. Pero mientras que las roturas efectuadas por este [el arte psicótico] producen trozos aislados, inconexos, la fragmentación cubista es subsanada por una ´coherencia profunda´ que proviene de un nivel de experiencia más hondo” [Ehrenzweig, Antón, 1973: 135-152]. Y no cabe olvidar el deslumbramiento que le produjo a Ramón el arte cubista y sobre todo Picasso al que dedicó numerosos artículos elogiosos. Con este peculiar Aleph -“Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: […] Cada cosa (la luna del espejo, digamos) eran infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo” [Borges, Jorge Luis, [1ª ed., 1949] 1980: 169-170]-, Ramón ilustró su mundo personal, aquel “estudio famoso [con] toda clase de cachivaches [que] lo amueblan, cuelgan de los muros, trepan hasta el techo” del que habló Alfonso Reyes [Reyes, Alfonso, [1918], 1949: 96]. Pero  también Ramón dejó su huella gráfica y “artística” en otros ámbitos, como vamos a ver a continuación. Aunque quizás como conclusión sobre sus despachos y estamparios preferiría quedarme ahora con la siguiente frase: “Toda estancia es, según Claudel, como un vasto secreto” [Corbin, Alain, 2019: 11].

 

 

II

 “No se puede decir que en mis dibujos se repite siempre la misma  fisonomía. El que haya visto mis álbumes de suposiciones se  podrá dar cuenta de cómo varían los tipos que podrían ser  supuestos dentro del mismo género”

[Gómez de la Serna,  Ramón, 1929: 27].

 

 

La habitación deja paso ahora a la página en blanco, a la “huella gráfica” -otra forma de ilustrar lo visto, lo pensado y lo escrito- que Ramón diseminó por periódicos, revistas y libros. Su faceta plástica e ilustradora abarcó campos diversos: el dibujo y el collage -“doctor en pegatoscopia”, se autocalificó a sí mismo- y los aledaños del fotomontaje; la creación de sus sucesivos despachos y estamparios como hemos visto; el género de las conferencias, varias de las cuales las plasmó en dibujos propios -el de la conferencia sobre los faroles impartida en el Círculo Obrero de Gijón, que incluyó en La Sagrada Cripta de Pombo (1924) y el de la conferencia subido a un elefante en el Cirque d´Hiver de París en La Gaceta Literaria (1928, núm. 27); su incursión en el cine como actor de sí mismo en Esencia de verbenaPoema documental de Madrid en 12 imágenes” (1930), equivalente castizo de Berlín: Sinfonía de una gran ciudad (1927) de Walther Ruttmann; y  la radio, para cual habló y escribió en la revista Ondas(entre 1927-1932) ilustrando sus artículos con creativos dibujos a los que se refirió como “taquigrafía de las ondas, de que yo soy un poco inventor” dedicados a este novedoso medio y su tecnología. Sin olvidar, claro está, la presencia de sus dibujos en libros, periódicos y revistas donde además fue diseminando comentarios que forman una poética del género, su peculiar poética, y de su pluriestilismo gráfico. Pero también el dibujo alcanzó, bajo distintas modalidades y autorías, la suya también, a otra de sus más peculiares creaciones: la tertulia de Pombo, que creó en 1915, el mismo año en que organizó y promocionó la primera exposición de arte de vanguardia en Madrid, Los pintores íntegros, en la que expusieron el mejicano Diego Rivera, Bagaría, María Gutiérrez Blanchard y Agustín “El Choco”, criado del escultor Julio Antonio. Del caricaturista Luis Bagaría escribió en el modestísimo “catálogo” exclusivamente tipográfico de seis páginas lo siguiente: “El arte suyo […] es el arte de la imagen soberana; la imagen persuasiva […] En todos los espectadores ha quedado, indudablemente, escrita para no borrarse nunca, alguna caricatura de Bagaría”.

Que la imagen haya quedado escrita es un curioso comentario que nos conduce al dictum Ut pictura poesis horaciano, “la poesía es como la pintura”, que expresa la afinidad que las artes guardan entre sí, y que en Ramón se concretó en la expresión “Ilustraciones del escritor”, o similares, que solía colocar con mucha frecuencia debajo de su nombre cuando publicaba dibujos suyos en periódicos o acompañando los títulos de sus libros, dando a entender que sus dibujos son dibujos de escritor. Con ello, Ramón se coloca por derecho propio en la amplísima corriente de escritores que dibujaron,  bien con intención artística o sin ella, bien como desahogo o simple automatismo. La nómina es extensísima: entre los extranjeros, Víctor Hugo, Paul Verlaine, Rimbaud, Apollinaire, Antoine de Saint-Exupery, Jean Cocteau, los surrealistas franceses con sus cadáveres exquisitos,André Malraux o Franz Kafka, cuyos dibujos he comparado recientemente con Ramón [Alaminos López, Eduardo, 2019] o, entre nosotros, Miguel de Unamuno, Eugenio d´Ors, Ernesto Giménez Caballero, Max Aub -que se inventó al artista Jusep Torres Campalans, obras y dibujos incluidos-, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Miguel Hernández o Francisco Nieva.

Las primeras greguerías publicadas en un medio periodístico por Ramón lo fueron en el periódico La Tribuna el 7 de enero de 1913. En aquella entrega,  Ramón hace una definición de lo que son las greguerías y el greguerismo: “La greguería es en este momento de atosigaciones y monotonía el género disolvente […] La greguería conjuga el verbo como nada; dialoga, grita, musita, calla, hace un grafito de esos que los chicos pintan en las paredes de las casas o en las vallas… requiere la caja de colores y da una pincelada […] es amplia para contener el drama, la comedia, el teatro de polichinelas, el verso, la anécdota, la política, la ciudad y, sobre todo, la mujer […] es el  género que simplifica la crónica […] y en la imprenta tiene la ductilidad que necesitan las máquinas modernas […]” (las cursivas son mías). Las referencias a lo visual y a la semejanza con los grafitos que pintan -podría haber escrito dibujan- los chicos en las paredes, así como a la caja de colores y a las pinceladas son muy interesantes porque nos indican que en el pensamiento de Ramón en ese momento ya estaba presente la idea de que esas breves piezas literarias contenían algo plástico susceptible de expresarse por medio de alguna modalidad gráfica, pero que él en ese instante todavía -quizás- no lo relacionaba con el dibujo.

Ramón Gómez de la Serna vivió una gran parte de su vida rodeado de artistas plásticos, de caricaturistas y de dibujantes profesionales a los que dedicó palabras, tiempo y espacio. Esta situación la ha reseñado muy bien Juan Manuel Bonet: “Ningún otro escritor español de aquel tiempo se interesó tanto por las artes plásticas como Ramón. Ninguno frecuentó tanto a pintores y dibujantes. En su vida y en su obra, se entrelazan, entre otros muchos, del ciclo que conduce del simbolismo a la modernidad, los nombres de José Gutiérrez Solana -su mayor descubrimiento-, Julio Romero de Torres, Julio Antonio, Ismael Smith, Bartolozzi, Gustavo de Maeztu, Romero Calvet, Picasso, Juan Gris, Diego Rivera, María Blanchard, Jacques Lipchitz, Bagaría, César Abín, Bon, Marie Laurencin, Barradas, Robert y Sonia Delaunay, Nora Borges, Dalí, Bores, Eduardo Vicente, Maruja Mallo, Ángeles Santos, Ramón Acín, Almada Negreiros, José de Creeft, German Cuetos […] con muchos de ellos nos topamos en las páginas de Ismos (1931). […] El inventor de la greguería -continúa Bonet- debe ser recordado, desde el ámbito de lo visual, como dibujante […] Entreverado con su prosa, el dibujo prolifera en libros como Variaciones [1922], Ramonismo [1923], Caprichos [1925], Gollerías [1926] o el más tardío Trampantojos [1947]. El dibujo -concluye- enriquece esos y otros libros, como enriquece sus colaboraciones en diversos diarios y revistas” [Bonet, Juan Manuel, 2005: 4-5]. Jaime Brihuega ha señalado que “el propio Ramón ha testimoniado minuciosamente [como] Pombo fue un lugar donde entre 1915 y 1936, se dieron cita bajo su batuta nombres fundamentales para la cultura madrileña de la primera mitad del siglo XX”, y a pie de nota de esta aseveración recoge la presencia de treinta y ocho nombres de artistas fundamentales de ese periodo que van desde Gutiérrez-Solana a Picasso [Brihuega, Jaime Brihuega, 2018: 37; Alaminos López, Eduardo, 2021].

La huella gráfica de Ramón transita, sin solución de continuidad, desde la literatura al mundo de los objetos y de la plástica, como consecuencia de una amalgama de intereses que entrelazó a manera de vasos comunicantes y con absoluta desinhibición en el recipiente de su psicología personal: su temprana invención de la greguería, muchas de las cuales ilustró para aclararlas; su fascinación y acaparamiento de objetos vulgares vertidos en sus sucesivos despachos a lo largo de su vida; la confección de su estampario con el que ilustró su mundo personal y greguerizó su mundo circundante; la creación de una tertulia tan singular como Pombo, “imán de todas las artes”, donde -como ha señalado también el historiador Jaime Brihuega-, “Ramón tendrá […] una importante vinculación con el medio artístico, caprichosa e intermitente” y donde, entre otras cosas “se tenía la costumbre de dibujar en colectivo” [Brihuega, Jaime, 1981: 184] y, cómo no, su extensa y pluriestilística faceta como dibujante, desenfadada y humorística y nada desdeñable, forman parte de ese poliedro que es su “obra plástica” en paralelo con su obra escrita, fuente, no lo olvidemos, de todo ello. Su permanente interés y su activa mirada que abarcaba un amplio espectro de realidades y manifestaciones urbanas, volcados en numerosísimos artículos y libros, le impulsó, en el ámbito del dibujo, a realizar una crónica o dietario de temas y asuntos que, a la postre, conforman un inventario gráfico recurrente de los espacios y de la sociabilidad urbanos. Recordaré que ya en su temprana conferencia “El concepto de la nueva literatura” (1909), Ramón aludió “a la conciencia que se desprende de las ciudades, a la lección significativa de la calle moderna, […] al ´cuotidianismo´ de la vida, […] [a la necesidad de hablar] de las últimas modificaciones de la calle”, afirmando, incluso, que  “todo lo nuestro debe tener un carácter de madrileñismo”.

Su  extenso inventario de dibujos abarca realidades como los cafés; los cines, el teatro y el music-hall; los banquetes (con especial referencia a los celebrados en Pombo); los escaparates; los restaurantes; las enseñas de los comercios y los anuncios luminosos; los vehículos (y dentro de este apartado un subtema como es la representación gráfica de la velocidad y el movimiento, que tan simbólicamente representó la modernidad; la moda femenina; los tipos sociales y populares; ciertas profesiones culturales; algunos oficios; las multitudes; los alimentos; los objetos cotidianos de uso doméstico y profesional; la arquitectura y otros hitos urbanos; los cementerios y el Rastro, la tecnología; el circo; los deportes; la política; la ciencia; la Naturaleza y, por último, los animales, que constituyen en sí mismo un divertido bestiario. Un extenso inventario, en suma, que nos habla de una peculiar mirada costumbrista y realista, a veces cuasi etnográfica (aunque pueda parecer una herejía aplicar estos términos a Ramón) que conforma lo que he llamado “taquigrafía de la observación de la realidad”; taquigrafía expresiva de lo trivial y lo cotidiano en paralelo con lo que Ortega y Gasset advirtió en su libro La deshumanización del arte (1925) sobre la predisposición del arte nuevo por lo intrascendente, lo cómico y lo irónico y «la sensación deportiva, pueril, de pintar -aquí tendríamos que decir dibujar- como un juego» [Alaminos López, Eduardo, 2017: 13-45] y Alaminos López, Eduardo, 2018].

Abordar el conjunto de la producción dibujística de Ramón Gómez de la Serna en un texto de esta naturaleza es tarea imposible, abocada, sin duda, al fracaso y la melancolía. La recopilación y catálogo, por otra parte, de los dibujos de Ramón está todavía por hacer de forma sistemática y ordenada, porque sus dibujos se cuentan por millares repartidos en libros, periódicos y revistas. En este caso es interesante subrayar -a manera de prólogo- el papel de aproximación que han jugado en este sentido las últimas exposiciones y los textos correspondientes que se han dedicado a este tema ramoniano [Pérez de Ayala, Juan, 2002; Bonet, Juan Manuel / Pérez, Carlos, 2002; Bonet, Juan Manuel, 2005; Bonet, Juan Manuel, 2010; Zlotescu, Ioana, 2012; Alaminos López, Eduardo, 2015; Alaminos López, Eduardo, 2017].

Esa mirada panorámica de Ramón sobre la realidad circundante la reflejó muy bien, en 1921, en el periódico La Tribuna, el periodista José Castejón al comentar que “Gómez de la Serna tiene abiertos [los ojos] de par en par […]. Desde detrás de la mesa del café de Pombo, ve desfilar la vida y lo anota y lo escudriña todo. Su posición frente a la vida es tal como aparece en este retrato, pintado por Solana: alzado, arrogante […] El espectáculo maravilloso del mundo, todo cuanto contiene y con toda su diversidad, tal es la obra formidable de Ramón” [Castellón, José, 1921: 9]. Castejón se adelantó al Aleph borgiano, esa pequeña “esfera tornasolada” que le permite al protagonista del cuento ver cada cosa “desde todos los puntos del universo” [Borges, Jorge Luis [1945],1980:169]. Es pertinente la referencia a Solana y a su cuadro La tertulia del Café de Pombo (1920) con relación a la faceta dibujística de Ramón, porque fue José Gutiérrez Solana uno de los primeros que se refirió a ella. En el epílogo a su libro La España Negra (1920) escribió: “[Ramón] Está puesto de pie y en actitud un poco oratoria, recio, efusivo y jovial […] Cerca de él está su cartera, esa buena amiga que siempre le acompaña llena de pruebas de imprenta y dibujos que hace rápidamente para ilustrar sus escritos, son comentarios gráficos admirables, siluetas rarísimas llenas de humorismo y amenidad y que dan un encanto más a los artículos que publica casi diariamente en La Tribuna y El Liberal” [Gutiérrez Solana, José, (1920) 1998: 251-252].

Para que el lector se haga una idea cuantitativa de la producción dibujística Ramón, solo en el periódico La Tribuna, donde colaboró entre mayo de 1912 y enero de 1922, publicó unos 150 dibujos a partir del 25 de junio de 1920 en que ilustró por primera vez su artículo “El señor del ántrax” con un dibujo suyo. Ya percibimos en este dibujo un sesgo humorístico en paralelo a lo reseñado en el texto, apreciable en la gran mayoría de sus dibujos. He subrayado en otro lugar que una de las claves de cómo Ramón entendía el dibujo la encontramos en las memorias del pintor y grabador Francisco Pompey. Este recuerda una visita al despacho de Ramón en la calle de la Puebla en 1910 en la que le explicaba “sus dificultades para dibujar ´cosas que se me ocurren´” y al mostrarle “algunos dibujos, ejecutados copiando unos grabados”, ante el consejo que le da el pintor de que “dibujase del natural y no de la estampa […] quedó perplejo, y un poco turbado me contestó: ´Me resisto a creer en los secretos de la técnica´” [Pompey, Francisco, 1972: 78; Albert, Juan Carlos, 2002: 70]. En esa resistencia a la técnica está, sin duda, una de las claves del dibujo ramoniano, que lo emparenta con la crisis de los realismos de finales del siglo XIX y principios del XX y lo acerca también a algunas de las experiencias gráficas del futurismo, el dadaísmo o el surrealismo. También el escritor Benjamín Jarnés se refirió, en este sentido, “a esos dibujos entre ingeniosos e ingenuos, donde el espíritu lo es todo y la técnica -¡la terrible técnica!- es casi nada” [Goméz de la Serna, Ramón, 1988: 876]. Quizá Ramón daba respuesta con sus desinhibidos dibujos a la apostilla que Jarnés escribió a continuación de la cita referida: “Ahora  es preciso más talento para ver un cuadro que para pintarlo”.

 

 

El crítico literario Rafael Conte ya señaló que el dibujo en Ramón “aunque no sea un parte fundamental de su obra -aspecto que ahora estamos descubriendo que no es así- posee un evidente significado, pues surgía de su propia necesidad interna de creador” [Conte, Rafael, 1999: 11-43]. En fecha tan temprana como 1917 Cansinos-Assens en Poetas y prosistas del Novecientos (1919) afirmaba que la mejor manera de acercarse al sentido de las greguerías incluidas en el libro homónimo, Greguerías (1917), es enfocándolas a través de la técnica del dibujo: “He aquí la caricatura moderna, fina, nerviosa, breve, de una intensidad gráfica […] podría cambiar sus trazos literarios por los del dibujo sin perder nada de su intención y de su sustancia” y aquellas le recordaban la finura de los dibujos de Hokusai, a Klimt o a Bakst. Como los caricaturistas modernos, Ramón -escribía Cansinos- “tiene [un] terrible y múltiple don de la observación, [una] destreza para despedazar y desdoblar en infinidad de aspectos una imagen […] y sus libros se convierten en álbumes de apuntes y de caricaturas, como los cartapacios de caprichos goyescos […] obra de la inquietud fugaz, de la visión concentrada y rápida, de la intención efímera” [Cansinos-Asséns, Rafael, 1919 / Gómez de la Serna, 1997: 779-783].

Sin duda Cansinos-Asséns fue el primero en percibir la transliteración potencial de la prosa ramoniana al ámbito gráfico. Transliteración y transustanciación peculiar, eso sí, como el propio Ramón se encargó de señalar: “Mis dibujos nunca estarán bien porque busco la manera de que siempre estén peor, pero señalarán las cosas a los que sean bastante inteligentes” y al no encontrar la colaboración de los dibujantes ni de los fotógrafos para ilustrar sus artículos y sus ideas “requerí la pluma de dibujo y me puse a salvar en mi arca de Noé algunas de las especies que me interesaban” [Gómez de la Serna, Ramón, 1922: 9]. Son muchas, dispersas aquí y allá, las alusiones del propio Ramón al carácter de sus dibujos. Sustancialmente expresiva y aclaratoria es la que puso en la “Advertencia preliminar” de su libro Ramonismo. (Con numerosas ilustraciones del escritor) (1923): “Este libro muestra mi espíritu con resueltas plumadas. He intentado en él dar fuerte expresión a las cosas para oponer mi ismo a todos los ismos. Con la pluma del escritor están hechos esos dibujos, de los que me siento muy orgulloso por lo malos que son, pues sólo así no repugna a mi temperamento el amaneramiento del dibujo. Intentan hacer más expresivo y alegre lo que va escrito, y en ninguno está afondada la monotonía abrumadora de la insistencia. Todos salieron de una vez, recogiendo el gráfico de cada cosa” [Gómez de la Serna, 1923; 5].

Está claro que el dibujo ramoniano es un componente más de su propio ismo. Como ha subrayado Ioana Zlotescu, “los dibujos de Ramón acentúan aún más su afán de liberarse de la realidad travestida, de desnudarla, de “violarla” igual que a las palabras tópicas, de uso cansino” [Zlotescu, Iona, 2012: 25]. La greguería ilustrada de Ramón “Hay que tener sobre la mesa un cacharrito para los lápices y las plumas […], cuyo dibujo es un simple recipiente con lápices afilados y plumas estilográficas [Blanco y Negro, núm. 2.071, 26 de enero de 1931] termina con la significativa advertencia que define muy bien su punto de vista y pasión por el dibujo: “Muchos objetos presuntuosos y hasta caros hay sobre la mesa, pero lo que más resplandece de encanto, es ese depósito de lápices, tallos de iniciativas, en guardia siempre para apuntar el proyecto, para diseñar el mal dibujo” (las cursivas son mías).

En un libro tan tardío como Trampantojos (1947) -de título tan “castizo” y semánticamente pictórico- todavía confiesa que “con los Trampantojos aparecen […] unas Greguerías ilustradas […] que están aclaradas por dibujos de mi pluma, dibujos legítimos […] estén firmados o no con una R, y que naturalmente, no se proponen hacer la competencia a los artistas profesionales” [Gómez de la Serna, Ramón, 1947: [3]. En el prólogo a Gollerías (Con ilustraciones del autor) (1926), libro dedicado al dibujante y caricaturista Sileno, deja testimonio de su “incesancia de grafómano”, grafomanía extensiva también a su labor dibujística.

En definitiva, los dibujos de Ramón -“el gráfico de cada cosa”- son correlato y traducción de su mirada singular sobre las cosas vulgares y la realidad cotidiana, de su interés por lo trivial y lo efímero de las ciudades, de su exaltación de lo transitorio y fugitivo -así se explica su fijación por las enseñas y los anuncios, lo insólito y el detalle- que parece tener correspondencia con lo que Arthur Rimbaud expresaba en su poema, “Alquimia del verbo”: “Amaba las pinturas idiotas, dinteles de puertas, decorados, telones de saltimbanquis, enseñas, estampas populares; la literatura pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos de infancia, óperas viejas, estribillos tontos, ritmos ingenuos” [Rimabud, Arthur: 2016: 505] dentro de ese permanente “intercambio simbólico entre imagen figura, signo, gesto y forma” al que nos hemos referido.

Dibujos y expresión gráfica que enlazan con el humor, la caricatura o lo grotesco, eco, en muchas ocasiones, de las expresiones gráficas decimonónicas cultas o populares; con la imagen satírica de dibujantes como Francisco Ortego, Goya y sus seguidores; con los pliegos de aleluyas o el dibujo caricaturesco de revistas como Gedeón (1895-1912) -modelo esta última de una buena parte de los dibujos con que ilustró su juvenil revista escolar El Postal. Revista defensora de los derechos estudiantiles (1901-1903) ilustrada con dibujos propios mayoritariamente [Alaminos López, Eduardo, 2020], y de otros colaboradores, uno de ellos llamado, precisamente, “Geodoncito”-; con los dibujos toscos y grotescos que acompañaban algunas marcas publicitarias: -“Auto-Corium (suelas de zapatos) “Pildoras del Dr. Dehaut” “Sordos” (gabinete acústico), “Pildoras Pink”, “Rudge Whitworth” (ruedas metálicas), “Timoline-Timoline (dentífrico) o, entre otras muchas, “Marín” -esta con su extenso repertorio de imágenes elaboradas mediante las letras de la marca comercial-; o con el dibujo infantil, muchos de cuyos ejemplos, como los de los anuncios precedentes, aparecieron en La Tribuna donde Ramón colaboraba y pudieron influirle; y, por supuesto, con artistas como el citado Solana con el que tiene amplias concomitancias y con las artes visuales de su tiempo, los lenguajes gráficos de los ismos -el futurismo, del que toma algunos signos cinéticos y el grafismo hiperestésico; los caligramas, cuya tipografía letrista aprovecha en ocasiones; el dadaísmo y el surrealismo, con sus rupturas formales y recursos al automatismo y el azar- y el absurdo asociado al componente humorístico. Sin olvidar las constantes oscilaciones entre las imágenes realistas y costumbristas y algunos planteamientos que rozan casi la abstracción.

También en la práctica del dibujo ramoniano encontramos una vertiente colectiva que tiene en la  tertulia del Café de Pombo “con sus ritos espontáneos” su principal foco de irradiación mediante los llamados juegos pombianos: “concursos de palabras expresivas”; “los entretenimientos” [Gómez de la Serna, Ramón: 1920: 4]; los “dibujos en las mesas de los Cafés” o “los dibujos absurdos” que he estudiado recientemente [Alaminos López, Eduardo, 2019 y 2020]. En uno de los concursos “de palabras expresivas”, “palabras -escribe Ramón- que debían poner en su escritura su significación gráfica, [y] que nos aproximan más a las cosas que representan” [Gómez de la Serna, Ramón, [1924], 1986: 256-262] participaron por el lado de los dibujantes, Romero-Calvet, Bartolozzi, Bagaría y Garza Rivera, autores también de algunas cubiertas de sus libros u ocasionales ilustradores de sus artículos. Termina Ramón ese artículo de 1920 aludiendo al “nuevo género de expresionismo en el estilo”, no sé si en broma o en serio.

Sobre las mesas de los cafés se dibujaba con mucha frecuencia y hay numerosos testimonios que recogen esta actividad efímera en la que Ramón también participó con sus “mesas esgrafiadas”, dibujos muy estructurados con imágenes y texto, algunos de cuyos ejemplos incluyó en La sagrada cripta de Pombo (1924) y que rozan la noción de dietario. De esta práctica he acopiado ejemplos de escritores y artistas plásticos como Valle-Inclán, Unamuno, Emilio Carrere, Cansinos-Asséns, Eugenio d´Ors, Barradas, Dalí y Lorca y, por supuesto, el propio Ramón [Alaminos López, Eduardo, 2019 y 2020]. Los dibujos sobre las mesas de mármol del café tenían lógicamente un componente lúdico. Como ha señalado Juan Manuel Bonet “en Pombo, se incluyen juegos en que palabra e imagen van directamente asociadas” [Bonet, Juan Manuel, 1978:19], que evocan también, a mi juicio, el mundo formal de las composiciones poéticas y visuales del Barroco en su “vertiente de poesía visual y de articulación de grabado y poesía” [Díez Borque, José María, 1993: 17]. La primera referencia en el libro de Pombo (1918) a esas actividades son unos “recuerdos gráficos” de los que lamentablemente Ramón no ofrece ninguna explicación de en qué consistían. Por el contrario, los “mosaicos”, cuya autoría o descubrimiento se arroga, eran el producto de su reacción ante “las cifras que quedan escritas en el mármol de las mesas” y consistían en una sucesión de palabras, o de colores, encadenadas, cuyo antecedente se puede rastrear en la poesía rimbaudiana y baudeleriana de las correspondencias y se pueden considerar, a su vez, un precedente lingüístico de los anaglifos de los poetas de la generación del 27, en la que tanto influyó Ramón como muy bien señalaron algunos de sus más claros representantes, Pedro Salinas o Luis Cernuda. También dentro de esas actividades colectivas y juglarescas que Ramón califica de “ritos espontáneos” encaminados a provocar “el azar pintoresco” hay que recordar asimismo “los dibujos absurdos” realizados colectivamente, dos de cuyos ejemplos los conocemos gracias a que Ramón los publicó en Pombo (1918). Estos dibujos -en cuya elaboración él no participó- los he considerado un claro ataque o sarcástico comentario al tipo de ilustración estetizante, de raíz modernista y abigarradas estilizaciones y arabescos, que realizaban los dibujantes profesionales para los anuncios de las empresas de cosmética, jabones o automóviles. En el artículo “Perfumes antiguos y modernos”, Ramón había considerado que “los artistas se ponen elegantísimos haciendo esos dibujos de encargo” y que  “siguiendo una rutina de falsa elegancia, es monótono dibujar anuncios” [Gómez de la Serna, 1999: 1211-1213].

Los dos “dibujos absurdos” incluidos en Pombo (1918) pueden relacionarse también con la categoría de lo joco-serio, propio de la prensa y la ilustración satírica del siglo XIX, o con las “figuras compuestas”, las “figuras de los oficios” producto de la acumulación de objetos ad hoc, los “capricci”, “scherzi” o “grilli”, ya más alejadas en el tiempo [Doosry, Yasmin, 2013: 139-146]. Son además un claro antecedente de los “cadáveres exquisitos” de los surrealistas o de los “putrefactos” de Salvador Dalí y Lorca. En el epígrafe “Dibujos, juegos y conversaciones” de Pombo (1918), Ramón nos ofrece algunas de las claves de este tipo de manifestaciones gráficas, realizadas bajo el signo de lo trivial y el juego, mediante los cuales “todos se quitan de la cabeza muchas cosas que tienen en el fondo de la cabeza como garrapatos o garrapatas, como pulpos, como percebes negros”. La comparación de estos “dibujos particulares” -así los define- con semejantes criaturas de la naturaleza -pulpos, garrapatas, percebes- va más allá de una mera metáfora animalística y nos remite a un fondo oscuro y alusivo a lo inconsciente, y, probablemente, a la función catártica que debieron de tener estas prácticas dibujísticas en las noches pombianas. Y, por último, la “kleksografia” (el arte de los borrones), pero con una intención distinta a la de su inventor Justino Kerner, que define como “crisálidas de lo más impensado”; “los fantasmas de las firmas”, que son “como aparatos de adorno de una simetría casi desesperante” y el “juego del cerdo ciego”, del que reproduce uno de Valle-Inclán, son “juegos sencillos e ingenuos” en el ámbito de las “dedicaciones [a] la bagatela”, que glosa en el artículo “La Kleksografía y otras pequeñeces” [Gómez de la Serna, Ramón, 1920: 6], recogido posteriormente en  La sagrada cripta de Pombo (1924).

Frente a la “monotonía abrumadora de la insistencia” que Ramón percibía en el dibujo profesional -“la fructífera hiperestesia, la obsesión por los bellos ritmos decorativos, el afán de hallar arabescos ungidos de gracia, armonías cromáticas, composiciones que forman gratos desarrollos de la línea y el color”, rasgos que señalaba el crítico José Francés en su prólogo al libro de Mariano Sánchez de Palacios Los dibujantes en España (Impresiones sentimentales en torno al dibujo [1935]-, la falta de insistencia, marchamo de su factoría, confiere a sus dibujos esa espontaneidad que tanto nos agrada y subyuga todavía, en los que el garabato es uno de sus componentes. Solo cuando en algunos dibujos el repertorio de signos gráficos es acumulativo e insistente, de intenso entintado negro, semejante en parte a los repertorios de buriladas del ámbito del grabado, es porque quiere reflejar y conseguir en ellos una sensación parecida a la de los aguafortistas, especialmente en las escenas de la vida cotidiana que nos recuerdan las de Ricardo Baroja.

En conclusión, la prosa de Ramón sea cual sea el género en que se exprese está saturada de imágenes, por eso no es extraño que en un momento determinado considerase, viese claro, la posibilidad de acompañar o implementar una extensión “gráfica” a una parte de su literatura: sobre todo los textos breves, que en algunas ocasiones califica de apólogos, los artículos y las greguerías. Otra cuestión todavía por estudiar sería determinar cuáles a priori eran para él susceptibles de ser fijados gráficamente y cuáles no, porque es evidente que solo ilustró una mínima parte de su escritura. En Ismos al comentar los dibujos de Benedetta Marinetti Cappa resume perfectamente, a mi modo de ver, su propia capacidad ilustradora: “Todo el mundo lleva el pensamiento lleno de lápices”. Sospecho que a veces es la imagen literaria la causante de que surja el dibujo, pero en otras ocasiones el texto ya escrito le sugeriría la transliteración gráfica. Pero esto es ya otra historia.

                                                                      

                                                                        

           

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