Maggie Nelson
No todas las noticias son pésimas: después de dos siglos sin novedades, se ha descubierto un nuevo azul. En realidad, se descubrió en 2009, pero solo ahora este color se empieza a comercializar; es decir, solo a partir de ahora será de todos, más o menos. Este nuevo azul es el YInMn Blue, nombrado así por sus componentes (Yttrium, Indium and Manganese), un pigmento inorgánico con el que dio por casualidad un grupo de químicos de la Universidad de Oregón. Y una alegría cromática para los y las amantes del azul, que no son pocos.
Apenas unos días después de la publicación de esta noticia, llegó a las librerías la nueva edición de Bluets. Este libro de Maggie Nelson (San Francisco, California, 1973) apareció originalmente el mismo año que el YInMn Blue y tras otras ediciones en castellano lo podemos leer ahora gracias a Tres Puntos y la traducción de Lawrence Schimel. ¿Es –como ya se ha dicho– un ensayo poético, una autobiografía, un excéntrico relato? Parece que su forma y estructura son uno de los grandes atractivos del libro, al mismo tiempo que motivo de confusión. Al margen de etiquetas engoladas, y admitiendo la necesidad de ser precisas, Bluets podría leerse como un libro en el que la estructura fragmentaria permite que la escritura de Maggie Nelson entreteja con habilidad varios temas y sutiles argumentos.
Esta apuesta por el fragmento para vehicular contenidos y expresiones de muy diferente naturaleza se impone como una de las mejores maneras para mantener la coherencia no solo interna sino del libro con su propio contexto. Impreso en tinta azul, el contenido de Bluets está marcado numéricamente por un total de 240 fragmentos que, como tales y a pesar de su aparente autonomía, pertenecen a un orden de sentido mayor. Esta retícula despliega una variedad azul tan personal como compartible, que colorea el fin de una relación y su insistente permanencia en la memoria, la nostalgia (recordemos «el azul de la distancia» de Rebecca Solnit en Una guía sobre el arte de perderse), la enfermedad de una amiga a quien los pies se le quedan «azules y suaves por desuso» y la tradición de los que, como Nelson, pensaron en los colores como hilos capaces de conducir y dar significado a su vínculo con el entorno. Bluets es entonces un libro en el que todas las piezas encajan.
Nelson piensa desde el color y también desde la palabra que lo nombra en cada idioma. Así, nos pone al corriente de que «en alemán, estar azul (blau sein) significa estar borracho. Antes, el delirium tremens era llamado “diablillos azules” (…). En Inglaterra, “la hora azul” es la happy hour (la hora feliz de los bares)». Y ella misma sabe que el fin de aquella relación que marca el libro es una especie de delirio de ausencia, manifestado en una segunda persona que tiñe de azul y que aparece intermitentemente para dejar constancia de lo que falta. Frente a ese vacío, la primera persona que narra y comparte impresiones se confirma como un ser severo, que padece con dignidad, que a pesar de todo no busca el azul ni cambia nada por él: «Las cosas azules que atesoro son regalos o sorpresas en el paisaje. Las rocas que desenterré este verano en las tierras del norte, por ejemplo, cada una pintada misteriosamente en su barriga con una faja de azul brillante. El pequeño trasto cuadrado de tinte azul marino que me llevaste hace mucho, cuando apenas nos conocíamos, guardado cuidadosamente en un envoltorio de papel».

Les Bluets. Joan Mitchell, 1973
El azul es un narcótico, o al menos así se apoya la autora en el pensamiento de Platón, que comparaba, en este sentido amenazante, el color con la poesía. Algo parecido ocurre con la pintura y el abismo que supone en algunas ocasiones; basta con una clave, lo hipnótico del cuadro preferido de la autora (y que da título a este libro): Les Bluets, pintado por Joan Mitchell en 1973.
La pregunta es obligada: ¿es Bluets un libro azul? ¿Es azul más allá de su tinta, de su cubierta, de lo que narra? ¿Es azul porque la autora logra hacernos partícipes de su particular sinestesia? A falta de una buena respuesta, queda algo cierto: Maggie Nelson no ha descubierto un color, mucho menos el azul, pero sí una nueva manera de mirarlo.
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