Los buenos lectores suelen hablar con nostalgia de aquella edad en la que leer un libro era sumergirse enteramente en él. El recuerdo del placer que les proporcionaron los clásicos juveniles (Miguel Strogoff, El prisionero de Zenda, Ivanhoe, La isla del tesoro, El principito …), opera en su memoria como el patrón oro de cualquier lectura. No es que después no hayan vuelto a disfrutar de los libros, incluso que ese disfrute no haya sido mayor y más intenso, pero, por una ley nunca escrita, aunque inexorable, a medida que transcurre la vida, va siendo más difícil encontrar textos cuya lectura nos atrape hasta el punto de sentirnos agredidos por las inoportunas interrupciones de la realidad.
He contrapuesto deliberadamente literatura y realidad porque los libros, los buenos libros, tienen la asombrosa virtud de poner el mundo entre paréntesis, de suspender por un momento el inaplazable y febril trasiego de la existencia. Esto no significa que no tengan nada que ver con la realidad, como piensa la gente que acostumbra a leer sólo su cuenta corriente; al contrario, son a menudo el medio más eficaz de que disponemos para comprenderla. Una novela absorbente, de esas que nos hace olvidar una cita o un negocio, puede ofrecernos a través de sus personajes una visión de nuestra circunstancia y de nosotros mismos muy superior a la que nos proporciona el simple hecho de vivir. La tierra de la gran promesa de Juan Villoro es un ejemplo. Apasionante como un relato de suspense y lúcida como una buena crónica, la novela puede ser incluida con todo derecho en ese selecto catálogo de textos gracias a los cuales confirmamos de cuando en cuando qué estupenda cosa es leer.
Diego, el protagonista, un cincuentón mexicano dedicado a la dirección de documentales, parece saber muy bien lo que ha hecho con su vida. Dos sucesos de juventud, un accidente de automóvil y un amor fracasado, marcan su biografía y explican que haya centrado su vocación en documentales de alto riesgo sobre los problemas de su país. Gracias a un encargo inesperado abandona México con su joven esposa y su pequeño hijo para trasladarse a Barcelona, donde esperan encontrar la tranquilidad que, por desgracia, no hay en su tierra.

Juan Villoro
Pero la vida es un ovillo que se despliega y Diego va enterándose de cosas que no sabía. Diversas circunstancias le hacen saber que, en realidad, ha obrado a ciegas, como un héroe de tragedia, sin conocer las implicaciones de sus acciones, ni el sentido último de sus propias obras. “Cualquier acción, pensada a fondo -escribió Alejandro Rossi, maestro de Villoro- es un pozo que conduce al centro de la tierra”. Que en las primeras páginas de la novela se hable de “banalidad del bien”, remedo burlesco de la polémica fórmula de Hannah Arendt, no es casual. No sólo los malos provocan el mal sin proponérselo, también los buenos. Hasta que alguien no ata los cabos sueltos de su vida -el destino se sirve primero de un periodista y luego de un abogado- y pone de manifiesto su involuntaria complicidad con el mundo criminal que detesta y al que atribuye, por lo menos en parte, la descomposición de su país, no se da cuenta de que vivir ha sido hasta ahora para él una suerte de andar a ciegas, una vida a oscuras, aunque al final descubrimos también que no hay luz sin sombra.
Despojado de su carne, a la manera de las radiografías, este es el esqueleto argumental de la novela. Lo que hace Villoro con un lenguaje siempre vivo y sin entorpecer jamás el curso de los acontecimientos, es reflexionar sobre los problemas que le interesan: las dificultades para ser en un país fracturado socialmente, la complejidad de las relaciones sentimentales, la convivencia en cada uno de nosotros de tres niveles de vida: pública, privada y secreta, etc. De forma general -en una breve reseña no podemos aspirar a más- se podría decir que las dos grandes cuestiones que se abordan en La tierra de la gran promesa son el problema de la responsabilidad, centrado en los conflictos personales de Diego y su empeño en asomarse profesionalmente a ámbitos de la realidad mexicana peligrosamente carentes de sentido; y, por otro, el problema de la franqueza, de la necesidad de decirlo todo o callarlo todo, disyuntiva contemporánea que afecta a la mayoría de sus personajes, hombres y mujeres que, de una manera u otra, se resienten “de haber oído demasiado”.
Naturalmente, estos dos problemas implican otros muchos que no es necesario ni posible enumerar exhaustivamente aquí. Por ejemplo, las redes sociales y sus efectos. Alguien en el libro compara sus “muros” con las paredes de las letrinas. Que sea ahora internet el ámbito en el que parece tener lugar la interpretación de la vida resulta desde luego inquietante. Otro asunto es el contraste entre España y México, o mejor, entre una Barcelona sofisticada y moderna, donde, a pesar de la corrupción (el mafioso tres por ciento), la opulencia no desempeña el corrosivo papel que juega en su tierra natal, y un país dominado por la criminalidad, la impotencia inveterada de las instituciones y la repugnante ordinariez de sus millonarios. A Diego le duele su patria, a la que ama sin ambages, y admira Barcelona, pero el narrador no se limita a sus sentimientos, los pone en conexión con el del resto de personajes, algo que le permite ir al fondo de los asuntos. “¡Estoy dispuesto a luchar por la independencia a condición de no conseguirla! -dice un amigo catalán de Diego-. Mientras tratemos de separarnos, seremos diferentes; si lo conseguimos, sólo seremos nosotros.”
Hay una frase del viejo Aristóteles que antiguamente se citaba mucho y ahora nunca: “Ser se dice de muchas maneras”. Los novelistas de verdad suelen tenerla presente porque su oficio consiste precisamente en salvar la heterogeneidad del ser, su riqueza, evitando la reducción, la simplificación, el etiquetado ideológico o periodístico (valga la redundancia) típico de quienes no llegan a encontrarse jamás por mor del pensamiento en un callejón sin salida. Las buenas novelas lo son porque iluminan la realidad, yendo más allá de donde están las ideologías y los prejuicios que las nutren. Son textos que no se conforman con contar ciertos hechos y la percepción que de ellos tienen los testigos, sino que ensayan con los recursos de la fantasía la posibilidad de integrarlos en una totalidad de sentido que no deje nada fuera. Una y otra vez, pues los hechos y los testigos nunca son los mismos. La tierra de la gran promesa es un ejemplo exitoso de esto. Yo recomiendo su lectura, pero lean el libro ya, sin esperar a que se vuelva un clásico imprescindible, porque tiene sentido sobre todo ahora.
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