Ilustración de «Les Fleurs du Mal» por Carlos Schwabe, 1900 • Wikimedia Commons

 

Haber vivido cuarenta y seis años es, sobre todo para los standars actuales, poco o muy poco. De Elvis Presley (fallecido a los cuarenta y dos) y Michael Jackson (cincuenta) suele decirse que murieron jóvenes. Pero hace dos siglos las cosas eran distintas. Y más aún si situamos esos cuarenta y seis años -los de Charles Baudelaire- en su época (1821-1867), en su lugar (París) y en su contexto humano: en ese mismo 1821 nacieron, por ejemplo, un Gustave Flaubert y una Pauline Viardot y en 1822, Louis Pasteur. No cualquier cosa.

Un poco mayores eran, por seguir con la lista, ordenada cronológicamente, Eugène Delacroix (1798-1863), Alphonse de Lamartine (1790-1869), Honoré de Balzac (1799-1850), Alejandro Dumas padre (1802-1870), Victor Hugo (1802-1885), Prosper Mérimée (1803-1870), Charles Augustin Sainte-Beuve (1804-1869) o Teophile Gautier (1811- 1872). Un nivelazo.

Más tarde vinieron al mundo, por el contrario, un Edouard Manet (1832-1883), un Stéphane Mallarmé (1842-1898), un Paul Verlaine (1844-1896) o un Arthur Rimbaud (1854-1891).

Y eso por no citar a los hombres de la época dedicados al oficio jurídico, como Jules Sénard (1800-1885) o Ernest Pinard (1822-1909).

 

 

El elenco que se acaba de enumerar gira en efecto sobre Charles Baudelaire y su obra poética, Les fleurs du mal. Es notorio que se publicó -los datos son accesibles para cualquiera- por Poulet-Malassis en junio de 1857 -o sea, en pleno Segundo Imperio-, pero alguna fibra sensible debió sentirse herida porque, apenas un par de semanas después, Le Figaro publicó dos artículos, uno de Gustave Bourdin y otro de Jules Habans, que constituían acusaciones casi apocalípticas: el libro se caracterizaba como “un hospital abierto a todas las demencias del espíritu, a todas las podredumbres del corazón”. Aunque enseguida vino -en el Moniteur universel– el oportuno texto de desagravio, los acontecimientos se precipitaron: el Procurador general -el Fiscal, para entendernos- calificó el texto como ofensivo contra la moral pública, con lo que ordenó el decomiso de los ejemplares y la incoación de un procedimiento ante la que se llamaba policía correccional. Tras un proceso rápido (con intervención de los dos Abogados que se han mencionado: Pinard en contra y Sénard a favor), el autor se vio condenado a una multa de 300 Francos y a suprimir seis de los poemas: Las joyas, El leteo, A la que es demasiado alegre, Mujeres condenadas, Lesbos y Las metamorfosis del vampiro.

Cuatro años más tarde, en 1861, apareció una segunda edición, sin esos seis poemas pero añadiendo otros treinta, muchos de los cuales habían ido entre tanto saliendo en los periódicos. Y, en fin, en 1868 (o sea, ya tras la muerte del autor aunque todavía con Napoleón III en el poder), se publicó la edición definitiva, que consta de un total de ciento cincuenta y uno de aquéllos y es la que conocemos. Los nombres de las siete partes han devenido familiares: (1) Al lector; (2) Spleen e ideal, que llega hasta El reloj; (3) Cuadros parisinos; (4) El vino; (5) Flores del mal; (6) Rebelión; y (7) La muerte. Por lo demás, no hará falta recordar que Baudelaire tiene un lugar de honor en la historia de la literatura y que, como suele suceder (a Flaubert, con su Madame Bovary, le pasó algo parecido), que el establecimiento arremetiera contra él -un ataque a la libertad de expresión, diríamos hoy- contribuyó a engrandecer al autor -en cierto sentido, a inmortalizarlo- y desde luego ayudó a que el libro se hiciese célebre. Víctor Hugo lo percibió al instante y escribió una carta en la que lo felicitaba, porque “acaba usted de recibir una de las pocas condecoraciones que pueda otorgar el régimen actual”.

Pero si hemos de fijarnos ahora en Baudelaire es porque nuestro Félix de Azúa le ha dedicado muchísima atención. El libro que acaba de editarse y del que traen causa esas breves líneas no es el primero. Como explica Andreu Jaume (“Sobre esta edición”), fue en 1978, hace por tanto más de cuarenta años, cuando Azúa sacó Baudelaire y su obra. En 1991 se incluyó en un estudio de más amplio aliento, reeditado en 1999, llamado Baudelaire y el artista de la vida moderna. Es justo el título que ahora se reproduce, sólo que con un contenido reelaborado y puesto al día. Tiene una suerte de introducción –Algunos rasgos del joven Baudelaire– y tres partes principales, (1) Baudelaire; 82) La obra; y (3) El artista de la modernidad. Pero luego, a partir de la página 161, vienen dos Apéndices (uno Sobre el futuro metropolitano y otro acerca de Manet y la ruptura del pacto), una Cronología de la vida de Baudelaire y, en fin, unas Notas. No falta de nada.

Bien lo explica el propio Azúa en la presentación: “Es una exageración optimista afirmar que uno domina sus aficiones o sus obsesiones; es más bien lo contrario: al cabo de los años constatas que algunas personas y cosas te han ido llevando de la nariz, como a los bueyes, hasta dehesas donde pastar a gusto. Sin apenas percatarme también yo he estado cuarenta años dando vueltas y rumiando en las praderas de Baudelaire”.

 

Félix de Azúa

 

La época -el segundo tercio del siglo XIX, aunque la expresión sea sólo aproximada- no pudo ser más intensa, en lo económico, lo sociológico y lo demográfico -la revolución industrial y la emergencia de las ciudades: la edad del ferrocarril que ha estudiado Orlando Figes en Los europeos– y también, o más aún, en lo cultural: modernismo, simbolismo, y todo o casi todo de lo que somos tributarios. Con una gran sensación de aceleración, además: “De Baudelaire a Mallarmé y de éste a Rimbaud sólo transcurren poco más de treinta años. Un proceso bastante parecido al que va de Delacroix a Degas y de éste a Manet, de nuevo treinta años que transformaron el modo de apreciar la pintura (página 99)”. Y eso, sólo en París. Sobre lo que estaba sucediendo en los países anglosajones basta poner sobre la mesa los nombres de Edgar Allen Poe (1809-1849) y Charles Dickens (1812-1870). De la Alemania surgida de la resaca de la invasión napoleónica, la patria del idealismo y del romanticismo (y del historicismo y del nacionalismo, porque todo vino junto), mejor no decir nada porque seria desbordarse: nada menos que el planteamiento en toda su abierta crudeza de la eterna batalla entre lo objetivo y lo subjetivo.

Del libro de Azúa hay que resaltar que, aun poniendo el foco en la persona que da título a la obra, lo retrata, más que como un solista, como el miembro de una coral, en la que están todos -no sólo escritores y no sólo residentes en París- los que se han mencionado y muchos más. No únicamente eso: a fuerza de buscar las raíces últimas de las cosas, acaba llegando a lo que tiene mucho de antropología, como cuando, en las páginas 18 y 19, sitúa en la sociedad del Segundo Imperio la cristalización de dos especímenes tan caracterizados como el burgués -de origen muy anterior, por supuesto, con esa contradicción que es estructural en el biotipo: tacaño y dispendioso, según el día y la hora- y el bohemio, “un personaje enteramente nuevo y muy distinto del pícaro barroco”. Baudelaire fue, sí, él, y muy él -muy suyo, para entendernos- pero también recogió su circunstancia, el París (y la Francia y no sólo la Francia) de su época. El libro, en suma, refleja lo que pudiésemos llamar el clima intelectual de ese mundo, antes y sobre todo después de la revolución de febrero de 1848 (y del golpe de Estado de 2 de diciembre de 1851). La era de Napoleón III suele ser vista y con razón como dominada por un régimen personal y vertical, pero también hay que recordar que la sociedad civil, con perdón por emplear tan manida expresión, existía y se mostraba pujante a más no poder. Y no sólo en lo intelectual.

Para los que pueden leer francés y estén interesados en el Segundo Imperio -una época mitad mal conocida y mitad denostada, porque Napoleón III (incluyendo en su desempeño la desdichada expedición de México con Maximiliano, pero también la exitosa guerra de Crimea y la apertura del Canal de Suez) es un mal aimé de la historia francesa: Napoleón le petit, como le llamó Victor Hugo ya en 1851-, cabe recomendar, por cierto, los libros de los últimos años de Éric Anceau, empezando por la biografía del propio jerifalte, de 2012.

Baudelaire tuvo la suerte, en efecto, de coincidir con todo ese parnaso (reiteremos las fechas de su vida: entre 1821 y 1867) y tratarse con muchos de ellos: un verdadero lujo. El único pero es que no pudiese conocer y leer a Féliz de Azúa: su obra se habría enriquecido muchísimo. Todavía más.

 

 

 

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