La figura de Ortega y Gasset fue esencial para Ramón como para el resto de los componentes de la generación de 1914, a la que ambos pertenecieron. En cierta forma, Ortega fue el epítome de aquella brillante generación, integrada por figuras tan relevantes en el pensamiento, en la literatura y en el arte como Eugenio d´Ors, Ramón Pérez de Ayala, Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Américo Castro, Claudio de Albornoz, Salvador de Madariaga, Ramiro de Maeztu, Melchor Fernández Almagro, Gabriel Miró, Enrique Díez-Canedo, Juan Ramón Jiménez, Pablo Picasso, José Gutiérrez Solana o Vázquez Díaz, entre otros.
Dos principios formulados por Ortega, en 1914 y 1916 respectivamente, fueron faro permanente para Ramón: “salvémonos en las cosas” y “tenemos el deber de presentir lo nuevo; tengamos también el valor de afirmarlo. Nada requiere tanta pureza y energía como esta misión”. Ramón le dedicó a Ortega una semblanza en las páginas de La Tribuna el 13 de julio de 1921, titulada escuetamente “Ortega y Gasset”, semblanza que acompañó con su retrato a pluma, un dibujo del que ahora nos vamos a ocupar, pero del que ya adelanto que es uno de los dibujos menos ramonianos de cuantos Ramón realizó.
Este dibujo lo volvió a reproducir Ramón años después en La sagrada cripta de Pombo (1924) con el siguiente pie: “Apunte de D. José Ortega y Gasset, hecho por mí, de memoria”, y es uno de los pocos retratos que Ramón dibujó –con excepción del de su mujer Luisa Sofovich al óleo que se conserva en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid– y por eso tiene, a mi juicio, mucho interés que nos detengamos en él. El texto del artículo de La Tribuna lo volcó en el libro en el epígrafe “Banquete a Don Ortega y Gasset” y comienza así: “En la antigua Tribuna le dediqué un artículo que bien puede ir a la cabeza de esta reseña de su homenaje, el más importante y halagüeño que hemos tenido en Pombo”. Hay que notar que Ramón entrecomilla en el libro todos los párrafos que constituían el artículo aparecido en La Tribuna, pero a partir del último lo amplía con otros nueve párrafos, también entrecomillados. En estos nuevos párrafos hay alusiones que nos ayudan a comprender este retrato dibujado de Ortega.
La semblanza o retrato literario de Ortega por Ramón aparecida en La Tribuna combina admirablemente la prosopografía y la etopeya, recursos retóricos que Ramón dominaba singularmente. Sin duda fue esta una de las mejores que escribió nunca Ramón. Además de subrayar la erudición, talento, valores literarios y políticos de Ortega, Ramón enfatiza que Ortega es tan libre “que de él ha partido un consejo cubista interesante, pero peligroso: “No insistáis –dice– sobre lo que ya triunfa santificado: esforzaos, por el contrario, en hacer arte con lo que, dado que sea percibido, parece antiartístico; en hacer ciencia sobre lo que la ciencia de hoy ignora, y política con los intereses que hoy se antojan antipolíticos. Eso mismo han hecho cuantos alguna vez hicieron verdaderamente arte y ciencia y política”. La noción sobre lo “antiartístico” es significativamente pertinente porque es aplicable a lo que Ramón desarrolló en los ámbitos del dibujo y el collage, con aquella energía que Ortega reclamaba. Muchos de sus dibujos y los estamparios de sus sucesivos despachos lo confirman.
La prosopografía es un recurso retórico que “consiste en la descripción de las características externas de una persona”. Veamos en paralelo lo que Ramón escribe en el artículo y cómo lo plasma en el dibujo. Guiado por esta figura retórica, Ramón centró su observación en algunos rasgos físicos de Ortega, la calva, los dientes, la nariz, la mirada y la cabeza. Y en el dibujo hizo hincapié en esas peculiaridades físicas, salvo la de los dientes. Sobre la calva de Ortega escribe: “En su calva precoz, su calva de trabajador –consumido el pelo porque la lámpara eléctrica de estudiante caía sobre su cabeza horas y horas–, ha quedado una espesa nube negra, que aún le cruza. Siempre he visto en ese mechón negro la imagen de una nube de pena, ante la injusticia del país en que estamos y ante la dureza y la malevolencia de la crítica” o “se le pronunció la calva hace muchos años, como si hubiese perdido la vegetación igual que las cimas. ¡Calva guadarrameña, con los oscuros pinares alrededor, los oscuros pinares que faltan precisamente en su cúspide!”. La alusión a lo guadarrameño para definir la calvicie nos transporta a una imagen de amplísimas resonancias personales e ideológicas, al espíritu de la Institución Libre de Enseñanza.
Aquella prematura calvicie es el rasgo físico más sobresaliente del dibujo de Ramón. La destacó mediante un conjunto de diminutas líneas o rayas entrecruzadas sobre el blanco de la amplia frente despejada y el inicio de la cavidad craneal en donde mediante unos finos trazos remarca la ausencia de cabellera. Además, unos trazos de tinta más gruesos en los bordes de las sienes contribuyen a acentuarla. Es probable que con esa forma amplia y casi blanca quiso también Ramón resaltar la idea –cualidades y calidad– de Ortega como pensador. La “espesa nube negra” cierra por arriba el contorno de la cabeza como una especie de marco que delimita su volumen. “Tiene dientes de zorro, pero no colmillos lupinos”, señala Ramón en el texto, pero en el dibujo la boca está cerrada. Toda la figura parece que está sometida al acto de pensar y a la concentración que ese acto conlleva. “Su nariz es respingona, a la vez que caída; es decir, está hablando y callando al mismo tiempo, y es descarada y enormemente prudente, con esa prudencia que es la gran distinción de muy pocos”, rasgo también muy acentuado en el dibujo. Por último, sobre la mirada escribe: “Su mirada es franca. Lo está abordando siempre todo. Afronta la vida y las situaciones. Tiene un especial modo de pararse frente a las cosas”. Aquí Ramón ha optado por resaltar la mirada no tanto física como interior del personaje, por eso en el dibujo la cuenca de los ojos son dos manchas negras densas que asemejan las cuencas vacías de los retratos escultóricos clásicos. Recordemos el de Homero en tanto que paradigma de ese mundo interior.
Como ya hemos apuntado, Ramón volcó íntegramente el artículo publicado en La Tribuna en su libro La sagrada cripta de Pombo (1924) pero añadió aquí nueve párrafos más, también entrecomillados, que –parece muy probable– debieron de formar parte del artículo original y que no se publicarían entonces porque lo hubieran alargado mucho, en un artículo de por sí ya muy extenso que ocupaba tres de las cinco columnas con que se componían las páginas de La Tribuna. En dos de esos nueve párrafos Ramón compara el cráneo de Ortega con Sócrates, cuya imagen y retrato también pudo inspirarle: “El cráneo de Ortega y Gasset, socrático, socarrón –un poco o un mucho de tipo ´popular´–, que esto es lo que le da fuerza de realidad, además de la sabiduría que hay en que sea un sabio, tiene rotundidad personal” y “ese tipo notarial, recuadrado de Ortega, era el tipo de Sócrates. Los dotó de este tipo la Naturaleza a prevención para que su apariencia tuviese tipo de realidad dura y recia”. Aunque la referencia a Sócrates parangona el método hermenéutico de este con la labor pedagógica de Ortega, también podemos entender que subyacen en esa comparación ciertas relaciones o similitudes formales entre ambos retratos. La alusión al tipo popular, a la forma recuadrada y a la rotundidad se avienen bien con la configuración formal del dibujo ramoniano que tiene mucho de forma escultórica a base de planos amplios como tallados y articulados entre sí. Una cierta referencia cubista.
Ramón trabajó con profusión y detalle este dibujo. Si nos fijamos detenidamente en él vemos que aplicó diferentes sistemas gráficos para cada parte física de la cabeza. Trabajó con minuciosidad las luces y las sombras del rostro de Ortega. Frente, nariz y mentón acentúan las áreas luminosas del rostro, mientras que los ojos, los pómulos y el contorno de la cabeza se sumen en profundas sombras. Que Ramón se atreviera a dar un retrato dibujado de Ortega, la figura cultural más relevante de su época y paradigma del intelectual del momento, debió de ser un reto para él. Debió de sentirse orgulloso del resultado porque aisló la cabeza en el espacio blanco de la hoja sin añadir ningún otro elemento que la perturbara, y remarcó la autoría del dibujo con su característica R a buen tamaño. Por la intensa plasticidad que muestra este dibujo podría comparársele con los retratos de Ortega realizados por Zuloaga salvando, eso sí, las distancias artísticas y otros pormenores. En el de 1917, la cabeza de Ortega resalta por su asombrosa plasticidad y Ramón pudo muy bien haberse inspirado en ese rasgo. Cabe también la posibilidad de considerar el otro retrato de Ortega a carboncillo que aparece en el cuadro Mis amigos (fechable entre 1920-1936) como fuente de inspiración. La similitud con los retratos pictóricos aludidos se centra fundamentalmente en el encuadre de la poderosa cabeza de Ortega y, sobre todo, en su plasticidad. Como anécdota recordaré que el poeta Luis Rosales le comenta a Joaquín Soler Serrano en una entrevista en octubre de 1977 lo sobresaliente que eran las cabezas de Ortega, Picasso y García Lorca como signo de su genialidad.

Ortega Gasset y Ramón Gómez de la Serna
Sin embargo, el rasgo formal que mejor caracteriza al dibujo de Ramón gira en torno a la recomendación orteguiana recogida por Ramón en el artículo: “en hacer arte con lo que, dado que sea percibido, parece antiartístico”, a pesar, o quizá por ello, del efecto “copia” que nos produce el dibujo ramoniano de la cabeza del filósofo. Un dibujo que, pese a haber sido publicado en dos ocasiones, podríamos encuadrarlo en el ámbito de lo privado, como si se tratase de un comentario plástico sobre las relaciones personales que les unían –un cómo yo te veo– y no como una proyección social o arquetipo de la imagen del filósofo, como si este retrato quisiera ser solo un homenaje privado de la admiración que sentía Ramón por Ortega y Gasset.
Una figura fuerte y un dibujo fuertemente expresivo, o “expresionista” si se prefiere, y algo premeditadamente “antiartístico”, paradójico también porque en él se conjugan lo “antiartístico” con lo académicamente figurativo. Y empleo aquí el término académico conscientemente porque nos retrotrae al detallismo del que hace gala Ramón en tantas ocasiones en sus dibujos, detallismo que quizá provenga –o sea un residuo– de la imposición a la que les sometía su padre, gran aficionado al dibujo, a él y a sus hermanos, cuando les hacía “copiar –según relata su hermano Julio en “Mi hermano Ramón y yo (The case of the remenbrance)”– ante unas grandes hojas, con carboncillo y difumino, sentados alrededor de la mesa, unos terribles vaciados de las testas de Sócrates, Séneca y Cervantes”. Otra vez lo clásico.
Para esclarecer el significado formal (y la significación) de este retrato de Ortega por Ramón habría que acudir también a las palabras que escribió en el brevísimo texto del catálogo de la exposición Los Pintores Íntegros (1915) en el que arremetía implícitamente contra el retrato museable, fragmento que no me resisto a transcribir: “¡Qué absoluto grado de voluntad el de estos artistas que presento! […] Ellos, llenos de sensatez, evitan a sus modelos esa falsa semejanza, sin transpiración y sin ideas, que les harían parecerse demasiado a la especie vergonzosa. Ellos saben que las cabezas son iguales a las cabezas porque hay demasiados elementos deleznables que las asemejan y tienden a prescindir de ellos e intentan el frente, el perfil y la espalda. Afirman la idea del cráneo, y en vez de dar la superficialidad consagran con su reciedumbre y su rotundidad el carácter. Intentan dar la cifra del parecido, la cifra personal e intransferible, siendo, quizás, el retrato lo más hermético de su arte, porque quizás no se debe conocer a quien no se ha revelado antes ante nosotros, por más que este apotegma vaya contra la vanidad del retratado y, sobre todo, contra los hombres que tienen muchas condecoraciones y una banda moiré […] sus retratos [no dan] gusto a la muchedumbre” (parágrafo III, pg. 4).
Siguiendo el hilo de la cita, crucial para entender el pensamiento artístico de Ramón en este ámbito, podemos concluir diciendo que en el retrato de Ortega Ramón nos dio no tanto “la cifra del parecido”, como “la cifra personal e intransferible” del carácter del filósofo y del amigo. Cifra, en una de sus acepciones, significa “suma y compendio [y] emblema”. Algo de cifra, de revelación, tiene este retrato, un dibujo de Ramón que he calificado, sin embargo, como de los menos ramonianos suyos, muy alejado gráficamente de aquellos otros dibujos que el lector reconoce inmediatamente por estar impregnados de imaginación, invención, capricho, disparate, fantasía, ocurrencia o improvisación.
Ramón apenas cultivó el retrato en sus dibujos. Ya hemos recordado el de su esposa Luisa Sofovich que habría que emparentar con las fotografías que reúnen varios perfiles. Conocemos varios autorretratos suyos y unas pocas aproximaciones a otros amigos escritores, pero en un tono próximo a la caricatura. Por eso, este retrato de Ortega tiene un interés y una importancia especial dentro de su producción dibujística y es un claro y complejo testimonio de la relación y la admiración que Ramón sintió por Ortega.

Ramón Gómez de la Serna (izq) y Ortega y Gasset (dcha)