Tarde en la tarde. El sol todavía se resiste a su ocaso, se aguanta en poniente. Un cielo de un intenso melocotón se encela sobre otro cielo más alto, más grande de un azul pálido inmenso. Las nubes van alejándose en dirección contraria, hacia el oriente del horizonte, arrastradas por vientos que no llegan a estas orillas, jaspeando la bóveda final de lo que en breve será un firmamento de estrellas.
Un Mar Mediterráneo, sin marea y calmo, y un cielo exagerado, un cielo de Tiépolo. Pero aquí, en la orilla, la tarde que no quiere morir, tiene un aire muy apacible, muy calmo, su color es violáceo.
Suena un cuarteto, un aire magiar. Un celo, una viola y dos coquetos violines. Pienso algo así como que el violín es matinal y nocturno, y que el cello es vespertino. ¡Haydn! Siempre es un violoncelo lo que prefiero y a Haydn le adoro. Por las tardes cuando las horas declinan, sus cuerdas son como riendas del tiempo que quiere correr y escaparse, contienen la querencia que las horas tienen a la fuga. Haydn siempre suena bien, es entrañable, siempre conforta, engaña al tiempo.
Tarde por la tarde. Un diván amarillo y algunas revistas sobre la alfombra que fue verde y dorada, atrevida en su día, quiso ser elegante. ¿Se podría decir que el violoncelo acaricia el corazón? Puede. Claro que sentir el arco del cello en el pecho, sobre la piel, a la altura del corazón mismo, es un juego con cierta imagen malsana, o pudiera parecerlo así.
No, el arco pulsará sobre la cuerda y mis manos en el libro cuya lectura reinicio. Permaneceré tumbado, la tarde puede ser larga. ¿Padeciendo la tarde? No. Disfrutándola con Haydn, magiar.

Haydn dirigiendo un cuarteto. Autor anónimo
Pasan las horas sin sorpresas, apacibles, melancólicas, violetas, malvas después, al final. Pasó el tiempo con la mirada vagando en un mapa colgado en la pared, y un cuadro enfrente, el retrato de una niña con un vestido blanco y dorado, con un lazo en su peinado. Una niña de Reynolds. Ni caso al libro ya debajo del diván. La niña sonríe pero está triste. El mapa es de toda Eurasia, desde el Ártico a los mares del Sur, Siberia, Kamchatka, Kazajstán, los kirguises, los bashkiros.
Me pregunto cómo saciar el ansia cuando uno está abatido, cuando descree de todo. Un pensamiento filosófico, un pensamiento muy aburrido. ¿Tedio? Más que eso. Esa triste desesperación por observar las ilusiones pérdidas, pensar en recrear los sueños imposibles, las plegarias desatendidas. Desazón, desazones.
Cruje la madera del suelo en medio del sonido del rumor del mar que se confunde encantadoramente con las cuerdas del cuarteto de Haydn.
¿Plegarias desatendidas? Capote se aburría como yo. Balzac no le permitió a su vida hacerlo, aburrirse, en momento alguno. No perdió la ilusión de algunos de sus personajes. ¿A qué vienen éstos? ¿A qué ha venido Capote ahora? A tomar un sour conmigo, podría. Mejor que con Balzac, que era muy nervioso, tomaba café como un loco. El que está ahora conmigo, es Joseph Haydn, encantador y galante, como decía, entrañable y amable. No sé si Joseph Haydn bebía.
Suena bien lo de que el violín es matinal y nocturno, que el celo es la tarde y acaricia el corazón.