Hay obras que además de resistir el paso del tiempo manteniendo su interés, tienen la cualidad añadida de convertirse en la imagen de la época en que han sido escritas. Es el caso de La Venus mecánica, la novela de José Díaz Fernández, publicada en 1929, que puede considerarse la novela de la vanguardia española, de los últimos días de la Dictadura de Primo de Rivera o, si se quiere, de la Monarquía de Alfonso XIII en la que su autor, por medio de una narración secuencial, cataloga los elementos de la modernidad que están presentes en la vida madrileña de los últimos años veinte. Y es que, como ya señalaba Juan Manuel Bonet, prologuista de la edición facsímil que hace unos años publicó la Asociación de Libreros de Lance, La Venus mecánica es una novela granviaria, que es lo mismo que decir, añadimos nosotros, que de la modernidad madrileña, aunque tenga algún interludio asturiano y parisino. Estas características la hacen única e imprescindible para el conocimiento de la realidad de la capital en años tan esenciales como los que se extienden entre su aparición y el comienzo de la Guerra Civil. Fueron solo siete años pero de tal intensidad que en ellos se sinterizan problemas y situaciones del pasado y aparecen otros que tardarán décadas en resolverse.
Es la de José Díaz Fernández una novela coral por la que desfilan, apenas velados, tipos del mundo agitado, brillante y decididamente plateado del Madrid prerrepublicano. Junto a los protagonistas aparecen una serie de personajes reales representativos del momento, aunque a veces tan solo mencionados, desde Picasso a Jean Cocteau, pasando por Valery Larbaud, Max Jacob, Emilio Carrere o el boxeador y futuro ídolo nacionalsocialista Max Schmeling. Es un nutrido grupo el que cruza por sus páginas acompañando a los protagonistas de la narración: el periodista Víctor Murias, un freelancer moderno y americanizado, muy diferente de los plumillas todavía algo galdosianos de El Imparcial o La Correspondencia, y la joven Obdulia Sánchez, una versión vanguardista de la Nardo ramoniana que ha cambiado el castizo Campillo del Mundo Nuevo y las suburbiales orillas del Manzanares por la nueva y moderna Gran Vía. Entre aquellos personajes a los que se puede identificar en la novela nos encontramos con la artista Maruja Mallo, quien frecuentaba la tertulia orteguiana de Revista de Occidente situada en la Gran Vía, de la que fue viñetista, con el doctor y patricio liberal Gregorio Marañón, con el dictador Miguel Primo de Rivera, con el boxeador Paulino Uzcudun, futuro amigo de los collabos y del Abwehr durante los años de la Ocupación, y quizás con el líder de la FUE, Antonio María Sbert, en forma de estudiante detenido en la estación. Quizás también se cruza por la novela de Díaz Fernández es la deportista y escritora Lili Álvarez, aunque a veces nos recuerda a Concha Méndez, la mujer de Manuel Altolaguirre y poeta a su vez, novia de Buñuel, muy amiga de Maruja Mallo, Alberti y de tantos otros personajes del mundo de la Residencia de Estudiantes y del Madrid de la Edad de Plata, como muestran sus memorias recientemente editadas por Abelardo Linares.
Hay una voluntad en José Díaz Fernández de no dejar fuera de la novela ninguno de los elementos que en Madrid se identificaban con “lo nuevo”, sin detenerse en su género ni en su condición. Así, por sus páginas aparecen taxis, neones, cines, las jazz band formadas como es de rigor por músicos negros; los almacenes granviarios “Madrid-Paris”; Picasso, los aeródromos, los rascacielos, los cabarets con tanguistas de alquiler, tan distintos de los berlineses y parisinos pues, como señala el escritor con algo de envidia, “allí hay vicio”; los arquitectos y artistas del Arte Nuevo; el femenino Lyceum Club, la huelga general, las maquinas de escribir Underwood formadas en batería; los electrodomésticos, los automóviles, la Rusia soviética protagonista de tantas obras, especialmente viajeras, citada con emoción… Todo traído muy oportunamente en un ambiente de agitación de Fronda, de fin de época, que Díaz Fernández supo captar perfectamente y al que contribuyó desde una oposición activa al dictador.
Capítulo aparte merece la imagen que proporciona de la llamada con algo de cursileria Eva Moderna, la mujer automática fabricada por la moda, ya para siempre urbana, deportista y joven y libre. Es una mujer Ford o Citröen, cubista, diseñada por Picasso y vestida por Sonia Delaunay-Terk, que no tiene nada que ver con las castizas protagonistas de las obras de Ramón Pérez de Ayala o de Ramón Gómez de la Serna, ya solo Ramón, que han cambiado la oscuridad de la calle Jacometrezo o los descamapados cercanos al Rastro por altos apartamentos cosmopolitas en la Gran Vía, decorados a la moda art déco venida de París como tantas otras cosas en lo que se llevaba de siglo. Una mujer que presume y ejerce de libre, que fuma y se quita el sombrero y manifiesta aspiraciones profesionales que empiezan a cumplirse, y que está en el origen de una de las revoluciones del vertiginoso siglo XX. Y es que la Venus mecánica, es decir, Obdulia Sánchez, es una más de las «amazonas de la vanguardia», o de las que ahora llaman «sin sombrero», como las citadas Concha Méndez y Maruja Mallo, las escritoras Luisa Carnés y María Teresa León o la residente Margarita Manso, que paseaban su audacia por un Madrid escandalizado.
Es la de Díaz Fernández una novela en la que a pesar de las críticas que realiza a un mundo que considera deshumanizado, aun parece existir algo de la utopía tecnológica, de la confianza en la modernidad, de la fe en la capacidad y el potencial de la técnica para cambiar la sociedad y convertir las nuevas metrópolis en un escenario de vida regulada y confortable, un término también surgido en estos años.
El escritor asturiano todavía creía en un Madrid que estaba embarcado en un proceso de mejora y transformación que había dado lugar a edificios como el recién finalizado rascacielos de la Telefónica en plena Gran Vía. Una obra del funcionalismo americano desde cuyos pisos se podía ver como una mirada de moderno Diablo Cojuelo guevariano, y según hacia donde se mirase, las callejuelas del mundo entre galdosiano y maxaubiano -casi es lo mismo- de la calle Valverde, del chaceliano barrio de Pozas, los tejados del Madrid barojiano que descendían hacia el Manzanares, las Injurias y las Peñuelas, e incluso al fondo, la Castellana, el eje de crecimiento de la nueva ciudad que habían señalado con tiralíneas Secundino Zuazo y el alemán Hermann Jansen. Es decir todo junto, y a veces revuelto: organillo y vanguardia, Gutierrez Solana y Maruja Mallo, Giménez Caballero y Emilio Carrere, neomudéjar y racionalismo, generaciones del 98, 14 y 27 más tradición literaria… Una duplicidad de la capital y de la sociedad española que no se le escapaba a Díaz Fernández y que luego señalaría Eugenio Montes con más acidez falangista que mirada ultraísta cuando decía aquello de la “cochambre vivía a la sombra de los rascacielos granviarios”. Unos edificios que solo unos años más tarde, cuando la capital se había convertido en Madridgrado, iban a servir de blanco a la artillería franquista que desde la cercana Casa de Campo hicieron que esa Gran Vía fuera bautizada como Avenida del quince y medio por el calibre del cañón que la bombardeaba.
La Venus mecánica es también en muchos aspectos el anverso anticipado de Madrid, de Corte a cheka, la novela de guerra de Agustín de Foxá editada en la España trágica y diferente de 1938. Si en la obra de Díaz Fernández, Madrid es la urbe alegre que se está modernizando y que aguarda con alegría de verbena y cocktail la caída del dictador mientras se charla “de España, de Madrid, del amor y de mil cosas igualmente indiferentes”, en la novela de Foxá la ciudad se ha convertido en la capital aborrecida objeto de nostalgia y rechazo desde las provincias favorables a los sublevados. Lo que en Díaz Fernández es modernidad crítica pero esperanzada en una urbe que sabe está sufriendo profundos cambios, en Foxá se ha vuelto miedo y odio hacia la vida moderna –masas e industria- que se había ido imponiendo en la ciudad desde comienzos de siglo.
La novela de José Díaz Fernández es también una instantánea vanguardista de 1929, el año del crack que acabaría en una larga crisis y del nacimiento de Tintín; de las Exposiciones Internacionales de Sevilla y Barcelona, en la que el pabellón alemán estaba diseñado por el bauhausiano Mies Van der Rohe; de la construcción de la Fundación Rockefeller por Luis Lacasa y Manuel Sánchez Arcas; de la publicación de obras que son estandarte de la modernidad de Francisco Ayala (Indagación del cinema), Cesar M. Arconada (Vida de Greta Garbo) y José Moreno Villa (Jacinta la pelirroja), de la conclusión del último tramo de la Gran Vía, y también del momento en que se celebró un rosario de exposiciones en el Ateneo (Bores y Moreno Villa), en el Lyceum Club (Ángeles Santos) y en la Sala de Amigos del Arte (Emiliano Barral e Hipólito Hidalgo de Caviedes).
La Venus mecánica tiene en su primera edición un valor añadido, especialmente para quien guste de la ilustración, como es su cubierta. Obra de Ramón Puyol uno de los ilustradores esenciales de la edición española, pintor y futuro cartelista durante la Guerra Civil, es una composición cubista con ecos tubulares a lo Fernand Léger, que además de adecuarse al contenido, dice mucho acerca de la presencia de los lenguajes de vanguardia y de la vocación poliédrica de los artistas que la practicaban. Como también habla de la permeabilidad plástica de la vanguardia española, siempre dispuesta a compensar la falta de originalidad con entusiasmo imitativo.
Es José Díaz Fernández escritor de poca obra y vida corta -nace en 1898 y muere en 1941 en el exilio francés-que tiene la virtud de haber situado en la cumbre literaria sus tres principales trabajos, publicados en tres años consecutivos. Si La Venus mecánica es junto, con la senderiana Imán, probablemente la mejor de las que forman el subgénero dedicado a Marruecos, que tantos títulos produjo en estos años en los que el Protectorado estaba de actualidad, aunque ya no se mostrasen levantiscas las kabilas rifeñas. El inquieto Díaz Fernández, que durante los días del final de la Monarquía transitó por los dominios republicanos, hasta acabar en el partido de Manuel Azaña, y que junto con Joaquín Arderius y Antonio Espina fundó y dirigió la revista Nueva España, también escribió un ensayo. Se trata de El nuevo romanticismo, dedicado a un asunto de moda en esos años como es la deshumanización del arte señalada por Ortega, en el que muestra su apoyo a una necesaria rehumanización por medio del realismo en la que el hombre recuperase su protagonismo esencial en la obra de arte y en la literatura. Un aldabonazo muy del Retour a l’ordre contra la vanguardia que tanto desfila por esa Venus mecánica, moderna y granviaria, que el propio José Díaz Fernández contribuyó a retratar.
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