¿Cuánto debemos los occidentales a la novela?, ¿en qué medida ha contribuido al descubrimiento y definición de nuestros sentimientos, a la formación de nuestra imagen del mundo, a la evolución de nuestras relaciones personales o sociales? La respuesta no es en absoluto fácil ni este el lugar más apropiado para ensayarla, pero si estamos hechos de la materia de los sueños, como escribió Shakespeare, no deberíamos olvidar nunca que la mayoría de esos sueños los hemos leído antes.

 

Cuando una novela está a la altura de la historia del género, es decir, cuando no se trata de un simple producto comercial concebido para matar el tiempo, aspira siempre a hacer algo muy significativo para cualquier lector que busque vivir con lucidez: recuperar en su curso el proceso de la vida, la vivencia de la vida, y de esa manera arrojar claridad sobre las motivaciones y consecuencias de nuestras acciones.

 

El proceso descrito en Señora del mundo, la última novela de Juan Malpartida, es una separación amorosa. Su protagonista, insatisfecho con las comodidades del estancamiento a que suele conducirnos la rutina, decide dar un giro radical a su vida. Una existencia en la que cada vez hay menos opciones de elegir, sujeta a fuerza de convenciones a una inercia empobrecedora, es una vida que no vale la pena ser vivida. Resulta, sin embargo, que este es el tipo de vida más común, la vida que termina haciendo la mayor parte de la gente. El protagonista del libro se revuelve contra ello, convirtiendo su experiencia, la indagación interior que le conduce a la libertad de sí mismo, en el núcleo de su historia personal. Una frase suya servirá al lector para formarse una idea de cuál es el espíritu que le invade cuando toma la decisión que lo va a cambiar todo: «Te puedes quedar en la orilla del mar sin necesidad de hacer nada, pero si te lanzas al agua, entonces tienes que nadar o perecer».

 

Todos contraemos obligaciones y compromisos que condicionan nuestra existencia y, en cierto modo, la estabilizan, haciéndola probablemente más fácil, pero las cosas siguen su curso al margen de nosotros y a veces de tal manera que uno descubre que todo lo que creía saber, todo lo que aprendió en otro tiempo, ya no le sirve. De pronto advertimos que, pese a haber llegado muy lejos, no sabemos donde estamos, nos hemos perdido. Este es el problema con que se enfrenta el protagonista de Señora del mundo, un hombre que no está dispuesto a renunciar a convertir su vida en su propia vida y que, no sabiendo realmente lo que busca, no deja sin embargo de buscarlo. Lo único sobre lo que no alberga duda es que quedarse donde está, conformarse con las respuestas codificadas, sin atreverse a ir más allá, constituye un error que se paga, nada más y nada menos, que con la pérdida del sentido de la existencia.

 

La novela de Malpartida pertenece a ese tipo de libros que logran seducirnos con su trama (la separación amorosa sobre la que gira la narración resulta ser, a causa de un giro inesperado de la historia, algo más complejo) al tiempo que ofrecen una visión penetrante de algunos de los problemas que acucian al hombre contemporáneo. Además de la virtud de la amenidad y la no menos virtuosa omnipresencia de un fino sentido del humor, el autor posee la destreza y el conocimiento de quien es capaz de observar los conflictos desde múltiples perspectivas, huyendo de la unilateralidad del ideólogo o del moralista. No hay duda que, de una forma u otra, ha tenido presente aquello que dijo Camus de las buenas tragedias; que en ellas todos los personajes tienen razón. Esto constituye siempre una riqueza, y en una narración sobre la ruptura amorosa, una necesidad. Las querellas pasionales no se entienden cuando son analizadas desde un solo lado. En Señora del mundo cuentan por igual los puntos de vista de ambos miembros de la pareja (que reproducen -entiéndase esto cum gran salis las respuestas habituales de varones y mujeres) y, gracias a un sutil artificio literario, revelan sus particulares motivaciones en toda su complejidad, tanto en lo que puedan tener de determinación vital como de impostura.

 

Para concluir, el lector debe saber que la novela que presento es la tercera de un ciclo que se abrió en 2002 con La tarde a la deriva y prosiguió en 2008 con Reloj de viento. Las tres son obras independientes, aunque comparten el interés por el problema del papel de los elementos ficcionales en la constitución de nuestra identidad personal. Huelga decir, tratándose de Juan Malpartida, un autor con una brillante y acreditada trayectoria como poeta, ensayista y memorialista, que el tratamiento de la cuestión es siempre sumamente rico e interesante.

 

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