Ida Rubinstein en El Martirio de San Sebastián

 

 

Seducido por el mito de San Sebastián, Gabriele D’Annunzio (1863-1938) deseaba escribir una obra de teatro sobre este mártir cristiano, pero no conseguía llevar a cabo su proyecto porque, según decía, estaba falto de inspiración. Sin embargo, ese fallo no era tanto intelectual como estético, debido a la ausencia de una musa de carne y hueso que le sirviera para visualizar la figura de este santo cristiano, asaeteado dos veces por orden del emperador Maximiano al no querer renunciar a su fe.
D’ Annunzio tenía pensado que fuese una mujer la que hiciese el papel de San Sebastián. Y no la encontraba porque la actriz debía actuar con las piernas al aire y, para un esteta como él, debía tenerlas perfectas. Visto desde la perspectiva de hoy día, el problema resulta absurdo, pero entonces las mujeres se cubrían con la falda hasta el pie, y tampoco existía el concepto de casting para seleccionar a un actor.

El azar le proporcionó al poeta italiano la solución. Corría el año 1909 y D’Annunzio, que por entonces vivía en Francia y estaba en la cúspide de su fama literaria, asistió en la Ópera de París a la actuación de los ballets rusos de Sergio Diaghilev en los que actuaba la famosa bailarina Ida Rubinstein junto a los no menos conocidos Anna Pavlova y Vaslav Nijisnky. La Rubinstein hacia de Cleopatra con las piernas bien visibles y D’Annunzio encontró la perfección que andaba buscando hace tiempo.

 

Fascinado por Ida Rubinstein, D’Annunzio preguntó a sus conocidos por esa bailarina que, piernas aparte, podía representar muy bien a su San Sebastián gracias a su aire de efebo. Y fue otro dandy del momento, el francés Robert de Montesquiou, el hombre mejor informado sobre el todo París y que Marcel Proust retrató como el barón Charlus en su obra En busca del tiempo perdido, quien satisfizo su curiosidad sobre esa mujer hermosa, alta y delgada.
Por lo visto, se trataba de una rusa de origen judío, cuya millonaria familia era natural de Jarkov donde nació en 1883. Cuando murieron sus padres, en 1892, la llevaron a vivir a casa de un familiar en San Petersburgo junto a su hermana Irene. Allí asistió a la escuela imperial de ballet y estudió danza con el coreógrafo Michel Fokine, el creador de La danza de los siete velos basada en la obra Salomé de Oscar Wilde, y que Rubinstein interpretó vestida sólo con un sujetador y una falda corta para escándalo general.

Más tarde, esta vez en Londres, volvió a ser la protagonista del ballet Salomé de Oscar Wilde. Para eludir la censura, no habló y bailó con gestos, desvelando sus habilidades como mimo. El éxito fue enorme y Diaghilev la incluyó en sus célebres Ballets Rusos haciendo los papeles de Cleopatra (1909) y Scherezade (1910), gracias a su aspecto exótico y sensual. Su fama empezó a crecer, ayudada también por su vida poco convencional, y de la que se decía que tenía amoríos con ambos sexos. Una de sus supuestas amantes, Romaine Brooks, la retrató desnuda.

Ida Rubinstein. Romaine Brooks, 1914

 

El seductor Gabriele D’Annunzio se la hizo presentar y, pleno de entusiasmo amoroso y artístico, le habló de su proyecto de una forma tan convincente que la bailarina, que tenía un punto místico, compartió el entusiasmo del poeta y se vio a si misma convertida en una especie de reencarnación del mártir cristiano.
El poeta vivía entonces en la Provenza francesa con la condesa Natalia Goloubeff, su última conquista y aunque las piernas de la amante rusa tampoco estaban mal, no se podían comparar con las de la Rubinstein, pues no por nada el italiano había dicho de Ida Rubinstein que era una de las cuatros mujeres más expresivas y bellas del mundo.
Una vez obtenido el consentimiento de su musa, D’Annunzio se puso a escribir el drama a marchas forzadas rodeado de una amplia iconografía religiosa referente al mártir. Para mayor ambientación, compró arcos y flechas y se ejercitó en el tiro al arco.
Ida le visitó a menudo en su villa y el vate llegó a confesarla de palabra y por carta que la amaba. «Pienso en usted incesantemente a través de la llama de mi espíritu», decía él. Sin embargo, Ida, dannunziana en su vida y espíritu, no estaba atraída ni sexual ni amorosamente hacia D’ Annunzio. Al vate no le quedó mas remedio que dejar su pasión en el terreno platónico y seguir escribiendo su obra para Ida Rubinstein y sus maravillosas piernas de gran cortesana. Clavado en su silla de trabajo, Gabriele D’Annunzio escribió el drama en francés medieval, desde septiembre de 1910 hasta febrero de 1911. A menudo, escribía a su musa para informarle de los progresos que iba haciendo en su trabajo. Eso sí, el poeta firmaba sus cartas como «el arquero despechado».
Ida Rubinstein. Valentin Serov, 1912

 

Donde tuvo mejor suerte D’ Annunzio fue en hacer de Ida su mecenas. Ella disponía de dinero en cantidades asombrosas. Algunos decían que era de origen familiar y, otros, regalos de sus desconocidos amantes como el collar de esmeraldas que llevaba con cierta indiferencia. Las malas lenguas lo atribuían a un obsequio de unos de esos marajás que por entonces paseaban sus riquezas inverosímiles por Londres y París. Tiempo después se supo que el supuesto nabab era el inglés Walter Guinness, cuya familia fabricaba la homónima cerveza y poseía una de las grandes fortunas de aquel tiempo. De este modo, gracias al dinero de Ida y Guinness, la obra sobre el martirio de San Sebastián, con música de Claude Debussy, se representó con una compañía creada y pagada por ella.
Cuando por fin estuvo acabado el libreto, D’Annunzio se lo dedicó al escritor francés Maurice Barrés. Sin embargo, el martirio de San Sebastián tuvo malas críticas en Francia a pesar de la música de Debussy, la coreografía de Fokine y el vestuario de Léon Bakst, que a partir de entonces diseñó prácticamente todos los decorados de la compañía de Ida Rubinstein.

Sin embargo, para Rubinstein fue una suerte representar el martirio de Sebastián, pues a partir de entonces rompió con Diaghilev y siguió con su propia compañía. Este paso la permitió convertirse con el tiempo en una gran dama del teatro francés. Muchos autores crearon obras para ella aprovechando la expresividad gestual de la bailarina y su atrevimiento sexual, como Maurice Ravel, que compuso para la bailarina el famoso Bolero. Y D’Annunzio le escribió tres obras más en francés: La Pisanelle, La nave y Fedra. En 1934, con 45 años, Ida Rubinstein se despidió del teatro actuando por última vez en Perséfone de Igor Stravinsky.

Gabriele D’Annunzio

 

 

Mientras tanto, D’Annunzio profundizó en su vertiente guerrera durante y después de la Guerra Mundial de 1914-18. Al terminar el conflicto, al frente de un puñado de nacionalistas conquistó Fiume, la ciudad italiana cedida a Yugoslavia en los tratados de paz posteriores a la guerra. Allí creó un curioso Estado libre, donde la anarquía en las costumbres se daba la mano con la dictadura política, y del que se proclamó Dux como no podía ser menos para un hombre que tenía un ego infinito, sentando muchas de las bases estéticas y ceremoniales del fascismo italiano.
D’ Annunzio terminó sus días retirado en el «Vittoriale degli italiani», la villa a orillas del lago de Garda donde construyó su propio mausoleo, financiado por Mussolini, y en el que vivió desde 1928 hasta su muerte, en 1938. Hay una foto suya donde se le ve con el lento paso de la vejez caminar cerca de la talla antigua de San Sebastián, de tamaño natural, que tenía en una de las habitaciones. Lo más seguro es que en más de una ocasión se acordarse de su admirada Ida Rubinstein.

Pero su musa, convertida al catolicismo dos años antes de la muerte del poeta, tuvo que  huir a Inglaterra cuando los alemanes invadieron Francia, debido a su origen judío. En esta empresa la  ayudó su amante de toda la vida, Walter Guinness, que fue asesinado en El Cairo en 1944 por dos sionistas mientras negociaba por encargo del Gobierno británico el futuro de Palestina. Después de la Segunda Guerra Mundial se estableció en Vence, donde prácticamente sólo salía para ir a visitar la cercana Abadía del Cister. Al morir en 1960, casi nadie se acordaba de ella y menos aún de sus magníficas piernas de gran bailarina.

 

Ida Rubinstein. Antonio de la Gándara, 1913