El grupo surcoreano BTS, 2022

Por mucho que a algunos les pese, ya no puede negarse que el estigma de la cultura del siglo XXI es la irresistible expansión y el dominio de Corea del Sur a nivel global, paralelos al liderazgo en el ámbito digital y el del entretenimiento. De hecho, BTS, la banda más famosa de Kpop, así como algunos de sus integrantes en solitario, alcanzaron varias veces durante los últimos años los primeros puestos de ventas en el mercado internacional de la música trascendiendo el entorno asiático y, por ejemplo, Jungkook fue el artista invitado para inaugurar el mundial de fútbol de Qatar 2022 con su canción Dreamers. Entretanto, los Kdramas fueron invadiendo las pantallas causando sensación, especialmente en Estados Unidos, Latinoamérica, algunas zonas de Europa, Asia y Oriente Medio, mientras la belleza de sus actores, con esos físicos estilizados, rasgos armónicos y pieles de porcelana, aumentaron de manera exponencial la cantidad de turistas femeninas en el país, deseosas de encontrar una de esas bellezas con el fin de entablar un romance ingenuo, menos centrado en el sexo y más caballeroso que los habituales en Occidente. Quizás la razón para la propagación de la onda coreana esté simplemente en el ingreso de sus series a la plataforma Netflix, aunque hay que reconocer que el fenómeno rebasó dicho circuito de comunicación e incluso los formatos seriales incorporándose al gran cine, ya que en 2020 Los parásitos de Bong Joo Ho fue premiada con varios Óscar (incluidos el de mejor película y director), una posición inédita para un filme foráneo. Esa sigilosa infiltración en la vida cotidiana se ha visto reforzada por el consumo de comida local (el imprescindible kimchi, el bulgogi o el bibimbap), frecuente en los restaurantes autóctonos o asiáticos, que ahora pueblan las colonias de ciertas ciudades de la costa Oeste americana o el barrio de Flores en Buenos Aires, donde los emigrantes exploran horizontes vitales alternativos. A las tradicionales marcas de tecnología como Daewo, LG, Hyundai, KIA o Samsung se añadieron poderosas firmas de moda y cosmética, mientras las casas de alta costura europeas adoptaron como modelos publicitarios o de pasarela a representantes oriundos de esta “masculinidad suave” que encaja bien con las nuevas sexualidades occidentales. A la vez, el país ascendía al primer nivel planetario en el ranking de cirugías estéticas. Y por si esto fuera poco, también es coreano Byung-Chul Han, el filósofo más popular en la actualidad y profesor universitario en Berlín, a quien se considera el crítico acérrimo del capitalismo neoliberal, al cual caracteriza por una superexplotación que desemboca en la sociedad del cansancio, habitada por individuos agotados, frustrados y deprimidos. Considerando que, desde las manifestaciones rudimentarias a las superiores, la cultura se ha dejado inundar por la ola coreana, resulta sensato concluir que no puede tratarse de una simple maniobra de mercadotecnia, aunque es evidente que en este ascenso hay un trasfondo económico que apuntaló la lucha entre los cuatro tigres asiáticos por alcanzar un lugar preponderante en el comercio global. Dedicaremos este artículo a investigar algunos de los motivos que sostienen tanto el lado resplandeciente como el reverso tenebroso de la cultura con K.

Para explicar el fenómeno, algunos han identificado la estrategia surcoreana con la de la “marca España”, que intentó la expansión del comercio exterior con el Mundial de fútbol del 82 y la Movida madrileña, para afianzarse tras las Olimpíadas de Barcelona y la Exposición mundial de Sevilla, probablemente debido a que dicho proceso también tuvo sus principales momentos de exhibición internacional en los Juegos olímpicos de Seúl en 1988 y la Copa mundial de fútbol de 2002. Sin embargo, la propuesta asiática no sólo es muy anterior, sino que se distingue de la española por incorporar un nacionalismo defensivo y ser esencialmente política, de ahí su empuje. En efecto, forma parte del movimiento de recuperación económica y cultural tras la guerra de Corea, en un país devastado y dividido en dos Estados hostiles, después de haber sido avasallado durante siglos por sucesivas invasiones de Mongolia, China o Japón, frente a las cuales se hizo necesario resguardar la etnia, el idioma, la escritura y unas tradiciones propias. Como decía Hegel, la cultura y, especialmente la filosofía, nacen cuando una nación ya ha conseguido alcanzar sus objetivos materiales y ocupar el sitio que le corresponde en el concierto mundial, entonces, tras sus realizaciones, echa la mirada hacia atrás y reflexiona en un canto final, que se parece al de un cisne. En ese sentido, lo que vemos ahora constituye el fruto de lo que se ha dado en llamar “el milagro del río Han”, o sea, de un crecimiento económico acelerado producido por una combinación de decisiones políticas estratégicas de un Estado centralizado, que implicaron una importante inversión en educación e infraestructura, además de una fuerte ética laboral. De hecho, la primera mención de la cultura coreana como una forma de poder blando data de 1948, cuando Kim Koo, líder independentista y presidente del Gobierno Provisional de la República, escribió:

“Quiero que nuestra nación sea la más bella del mundo. Con esto no me refiero a la nación más poderosa. Porque he sentido el dolor de ser invadido por otra nación, no quiero que mi nación invada a otras. Es suficiente con nuestra riqueza que nos hace la vida abundante; es suficiente que nuestra fuerza sea capaz de prevenir las invasiones extranjeras. Lo único que deseo en cantidad infinita es el poder de una cultura noble. Esto es debido a que el poder de la cultura nos hace felices y le da felicidad a los demás”.

 

El grupo surcoreano BTS en el 2014

 

Y en 2013 continuaba el mismo proyecto a tenor del discurso que dio la presidenta Park Geun-hye al inaugurar su mandato, comprometiéndose a construir una nación que “sea más feliz a través de la cultura”, a fomentar un “nuevo renacimiento cultural” que vaya más allá de la etnicidad y supere ideologías gracias a su “capacidad de compartir la felicidad”. Para ello, el Ejecutivo fortaleció las financiaciones en cultura e industria, mientras la popularidad de BTS crecía en el ámbito internacional adquiriendo también un matiz político. En 2021, en plena pandemia, la banda intervenía desde la ONU interpretando Permission to dance y ofreciendo un mensaje solidario antes de la reunión de los líderes mundiales con el fin de movilizar a los jóvenes a favor del desarrollo sostenible y promover los objetivos globales de lucha contra la pobreza, la desigualdad, la injusticia y el cambio climático. Al año siguiente, acudían a la Casa Blanca, donde se reunieron con el presidente Biden para abordar el tema de los crímenes de odio contra la comunidad asiática en Estados Unidos y levantar su voz en pos de la diversidad.

No hay duda de que BTS y los productos surcoreanos nos hacen a todos más felices a causa de su belleza y perfección técnica, pero están sostenidos por un capitalismo salvaje en el interior del país, cuyas exigencias a los jóvenes para posicionarse dentro del sistema comienzan en la escuela desde los primeros estudios, para continuar con las demandas de las empresas, que obligan a extender las jornadas por la noche y realizar reuniones de equipo fuera del horario laboral, hasta extenderse incluso a unos estándares elevadísimos de hermosura física. Todo ello, acompañado de unos controles sociales estrictos que se evidencian en el acoso escolar, en el trabajo o en las redes, provocando competencia, frustración, estrés y sentimiento de culpa, para finalmente desembocar en actos de violencia gratuita e indiscriminada, en depresiones, incluso en suicidios. Como resultado, muchos jóvenes se van de Corea en busca de destinos en los que la vida resulte más relajada o se retiran por voluntad propia para enclaustrarse en sus hogares durante años procurando no asomarse fuera de su dormitorio, al que están atados por su adicción a los videojuegos. Y lo hacen casi como una forma de protesta contra una sociedad que impone expectativas muy elevadas y cobra un alto precio por no cumplirlas. Estos ermitaños son conocidos como “hikikomori”, un término acuñado en Japón en los años 90 para describir el severo distanciamiento social de los adolescentes y los adultos jóvenes, incapaces de encontrar una ocupación remunerada tras la debacle financiera en ese país.

La historia del éxito clamoroso de la onda coreana se fraguó pacientemente por obra del  Ministerio de Cultura, que creó una Oficina de industria cultural para el desarrollo del sector de medios de comunicación y, tras la crisis manufacturera del 97, alentó a los inversores a expandirlo mediante subsidios a la producción de contenidos locales. Desde tiempo atrás, había protegido el rubro cinematográfico estableciendo una cuota de pantalla para las producciones norteamericanas y restringiendo la entrada de películas japonesas, anime, manga o j-pop, hasta culminar su labor con la creación de 300 Departamentos de industria cultural en colegios y universidades para formar a los artistas, de modo que hoy día la mayoría tienen estudios universitarios especializados en actuación, música o baile. Las empresas privadas de entretenimiento tomaron el relevo de esta tarea de aprendizaje en el contexto de una sociedad del rendimiento y del trabajo, donde resultó muy fácil implantar un capitalismo despiadado. El sometimiento repetido del país a las potencias extranjeras había creado en la ciudadanía una capacidad para resignarse frente a las adversidades, favorecida por el legado del confucianismo. Casi ausente como práctica religiosa, pero aún operante en la forma de vida coreana, en la moral, la alta cultura y el sistema legal, el confucianismo había buscado la unidad y la sobrevivencia del país en una autoridad única rodeada de una corte de sabios funcionarios, por lo cual afianzó el respeto a los estudios y a los exámenes, la lealtad a la escuela y la devoción a los maestros, la obediencia a las jerarquías, a los mayores o a la familia, creando una cultura de la humildad y el perfeccionamiento, que persigue la rectitud en las conductas convirtiendo el bien común, el del grupo, en objetivo indiscutible y prioritario del individuo. Como consecuencia, los artistas del kpop son llamados “idols”, porque se los considera seres ejemplares por su talento, belleza y comportamiento. Suelen firmar contratos muy largos con las empresas, incluso cuando aún son niños. Tras pasar por rigurosos procesos de selección, se alojan en dormitorios colectivos, se les prohíbe ver a sus familias y tener relaciones amorosas. Sus posibilidades de convivencia a lo largo del período de instrucción están reducidas a los miembros de la banda de la que formarán parte. No sólo reciben clases, sino que ejercitan sin descanso lo aprendido en jornadas abusivas y hasta se les puede pedir que se sometan a cirugías, a dietas o a musculación para mantener el aspecto visual del conjunto, por no hablar de los tintes de pelo, el color de los ojos y el controvertido blanqueamiento de la piel. Realmente viven para trabajar, se entregan a la compañía en cuerpo y alma, por lo que carecen de vida privada. Y esto continúa así cuando dejan de ser aprendices y debutan, incluso siendo ya mayores de edad. Entonces quedan expuestos a la opinión pública tanto en su vertiente amable como detractora, esto es, a los admiradores, pero también a los temibles haters y sasaengs. Por otra parte, difícilmente pueden romper su contrato si no han alcanzado el éxito, porque están obligados a devolver todo lo que ha costado su millonaria formación. Al respecto es conocida la anécdota de Suga, uno de los miembros de BTS, quien fue captado en muchas ocasiones descansando en público y, al ser preguntado por qué se quedaba dormido automáticamente cada vez que realizaba un alto en el trabajo, contestó que no había podido hacerlo más de tres horas seguidas desde que comenzara su entrenamiento como ídolo. La contrapartida de esta situación conseguida gracias a un esfuerzo descomunal y una esclavitud que paradójicamente pretende alcanzar la libertad en el encumbramiento es el elevado número de muertes en accidentes de carretera y de suicidios entre las celebridades del Kpop: desde Seo Jae-Ho en el 2004 hasta la reciente tragedia de Moon Bin, pasando por Hara, Sulli o Jonghyun, junto a más de una docena de jóvenes brillantes que hasta ahora se han sacrificado como tributo al estrellato.

 

Una escena de la serie «El juego del calamar»

 

No obstante, resulta evidente por qué el pop de origen coreano arrasa en todo el planeta convocando a tanto público. En general, son grandiosos cantantes que dominan diversas técnicas con tonalidades vocales muy escogidas, excelentes raperos, magníficos bailarines que realizan coreografías imposibles para el común de los mortales y tocan distintos instrumentos. Además, controlan la expresividad de sus rostros porque estudiaron artes escénicas, por eso, tantos se desempeñan a la vez como actores y, cuando sus carreras aflojan en la música, recalan en los Kdramas o en el modelaje. Su preparación es integral. Dado que el Kpop resulta de una conjunción de estilos musicales (pop, rap, música dance electrónica, rock, rythm and blues, hip hop, últimamente con un toque de música latina), tiene una dimensión internacional, que en el caso de BTS fue ganada a pulso manteniendo con su legión de fans, la célebre Army, un contacto frecuente a través de redes sociales mediante emisiones en vivo. A pesar de las letras en inglés y el uso de música urbana de alcance global, la marca K es perfectamente identificable. Obviamente, en el uso de traje con chaqueta -propio de ejecutivos-, aparte de la ropa informal o barriobajera y el corte de pelo de las bandas masculinas, que son mayoría a pesar de las exitosas Black Pink. Y lo son como secuela del conservadurismo de esta sociedad acerca del rol femenino. El hecho de que se trate de grupos numerosos perfectamente coordinados que, sin embargo, mantienen y realzan la individualidad de cada integrante, es un símbolo más de la estructura social que propende el confucianismo. Las coreografías agresivas, con movimientos bruscos que hacen pensar en jóvenes peleando en los suburbios, contienen ciertas figuras propias del taekwondo, el antiguo arte marcial coreano, hoy deporte nacional. En cuanto a los asuntos tratados, no se puede decir que sean más superficiales que en otros movimientos musicales dirigidos a adolescentes o jóvenes. El reclamo de un amor auténtico y el asunto de los desengaños son recurrentes, aunque también hay crítica social. En los primeros videos de BTS, por ejemplo, se desafiaba a los rebeldes sin causa al autoanálisis para definir lo que querían y perseguir los sueños manteniendo la fe en sí mismos sin dejarse vencer por las opiniones ajenas o los obstáculos impuestos por la sociedad. La música, la letra, así como el vídeo de NO constituyen una impactante denuncia del sistema educativo coreano que presiona a los alumnos como si fueran máquinas de estudio.

No hay duda de que el Kpop refleja el oscuro triunfo del capitalismo digital en un país plagado de las contradicciones surgidas del choque con tradiciones centenarias. Y lo mismo ocurre con los Kdramas en todas sus versiones: históricos, románticos, de terror o de fantasía. En conjunto, ofrecen una visión y una explicación de la Corea actual, donde se concentran, como si se hubiese puesto una lupa, los peligros ocultos en el nuevo desarrollo mundial: la fractura entre ricos y pobres, la tiranía del dinero, la polarización ideológica, el imperio del no pensar, el dominio de la máquina, la pérdida de la empatía, la violencia injustificada y el acoso, la proliferación de enfermedades mentales, el suicidio, acompañados por una tendencia andrógina en los varones y en las mujeres, las cuales normalmente representan caracteres fuertes que abrazan la libertad. A veces estas pautas se transmiten a través de obras con apariencia ingenua y en otras ocasiones rozan las distopías. Este último es el caso de El juego del calamar, donde se presenta una aterradora alegoría del capitalismo a partir de una parodia de las competiciones japonesas de supervivencia. El certamen dibuja una situación global, porque se realiza para el exclusivo regocijo de unos pocos superricos de distintas nacionalidades, mientras que en el concurso participan de forma voluntaria 456 personas fuertemente endeudadas que aspiran como premio a una suma apabullante de dinero, la cual aumenta cada vez que alguno de los concursantes es eliminado. Lo trágico de la contienda es que consiste en una lucha a muerte donde sólo puede haber un ganador. Esto hace que con cierta elegancia la serie se deslice hacia una estética gore, cuya ferocidad no es gratuita, porque alude a la necropolítica, a ese poder e impunidad para matar y disponer de nuestro cuerpo como si fuese una mercancía, que tienen los grupos dominantes cuya autoridad se funda en el miedo desde el esclavismo hasta la época actual. La circunstancia de los aspirantes, en su mayoría adictos a las apuestas, a los juegos de azar o defraudadores, no sólo explica que se entreguen con pasión a  enriquecerse por el camino fácil, sino que centra la crítica en un tipo de capitalismo, como el digital, donde las políticas bancarias, e incluso las financieras, están determinadas por los azarosos vaivenes de las inversiones bursátiles. Así, para evitar el aburrimiento, ludópatas y perversos, tanto ricos como pobres, entran a formar parte de este juego inhumano donde el materialismo y la avaricia destruyen cualquier ley moral, clemencia o compasión. Finalmente, los decorados y el vestuario que, por sus colores y formas (incluida la escalera infinita de Escher), recuerdan a los parvularios, dejan traslucir la infantilización que ha cundido en la sociedad actual. En consecuencia, en este mes de noviembre se estrena en Estados Unidos un reality show donde se practicarán los mismos desafíos de la serie coreana en escenarios idénticos, aunque sin contar con pena de muerte por cada eliminación.

 

Una escena de la película «Parásitos»

 

Sin embargo, la denuncia anticapitalista en las pantallas se plasmó primero en el cine.  Bong Joo Ho, director de larga trayectoria, adquirió fama mundial a partir de dos películas de gran repercusión en occidente: Okya y Los parásitos. Ambas son sátiras, donde el realizador despliega una acción trepidante, incluso cruenta, aunque planteada en una atmósfera conmovedora, lo cual permite al espectador simpatizar con los personajes de distintos bandos al enfrentarse a la injusticia o el absurdo de la vida actual, hasta caer en una visión esperpéntica que aborda el contraste con ironía, sin perder la estética cuidada y elegante. La primera es una crítica a la biotecnología, a la experimentación con animales y al consumo de su carne, donde se narran las aventuras de una niña campesina que cuida a una cerda transgénica gigantesca y se ve inmersa en el combate entre un grupo ecologista y la empresa creadora del súper puerco, que, en manos de una directora narcisista, pretende beneficiarse de él. La segunda, una historia de suspenso con toques de comedia de enredo y humor negro, retrata el esfuerzo y la picardía de una familia pobre para sobrevivir en un sistema que engendra una desigualdad de clases arbitraria e inmerecida. Uno a uno, los parientes se van poniendo al servicio de otra familia rica sin que ésta sepa el vínculo que los une entre sí, mientras desplazan al personal existente con engaños hasta descubrir que el marido de la empleada doméstica despedida está infiltrado en la casa, donde hace años que habita un búnker subterráneo en secreto. Debido a una serie de imprevistos y por miedo a ser descubiertos, la disputa por la apropiación del lugar se convierte en una guerra descontrolada donde los arrebatos de locura, la venganza o un rencor soterrado culminan en una trágica fiesta con varios muertos y heridos. La película termina con la inmovilidad de un retorno al comienzo, pues el padre de la familia usurpadora acaba viviendo aislado en el sótano de la casa ya deshabitada, igual que lo había hecho el ocupante anterior.

Esta visión privilegiada que se puede tener del sistema global desde Corea, en la medida en que el país dio un salto gigantesco hacia el capitalismo telemático, llegó a la filosofía con Byung-Chul Han, quien, a pesar de llevar casi cinco décadas viviendo en Alemania, aún se sigue considerando extranjero. Apoyándose en argumentos filosóficos, Han coincide con los diagnósticos anteriores. Para él, la sociedad tardomoderna se caracteriza por un capitalismo extremo, que resulta de la superproducción y se funda en la economía de la eficiencia y la aceleración, produciendo un rendimiento y una comunicación exagerados, lo cual provoca un cambio de paradigma patológico. Ahora las enfermedades más difundidas no son infecciones sino estados neuronales que no obedecen a una dialéctica de la negatividad en la que un agente patógeno extraño deba ser combatido, sino que surgen del interior de cada individuo a partir de un exceso de positividad, es decir, de una sobreabundancia de estímulos, informaciones e impulsos. Esta dificultad para seleccionar y decir “no” conduce al agotamiento del yo por hiperactividad, a un cansancio estéril que, por una parte, genera esa indiferencia en el trabajo conocida como síndrome de burnout y, por otra, dispersa la atención enfrentándola al sentimiento de insuficiencia, inferioridad o al miedo al fracaso, es decir, a la depresión. Semejante vacío se expresa en irritabilidad, enfado, en una violencia que, en realidad, no va dirigida hacia los otros sino contra uno mismo y, por eso, suele resolverse en la autoagresión de las somatizaciones, las enfermedades autoinmunes o los suicidios. Efectivamente, el sujeto ya no depende de una instancia externa que lo fuerce a trabajar o lo explote, más bien tiende a convertirse en empresario de sí mismo en busca del éxito y, al exhibirse en las redes sociales para publicitarse, actúa como un narcisista que se ofrece como mercancía. Así se genera una libertad paradójica, pues se trata de una autoexplotación, del imperativo a desarrollar actividades sin descanso (trabajo, gimnasio, idiomas, espectáculos de ocio, turismo), donde la máxima alienación coincide con la autorrealización. Dado que el individuo es esclavo de sí mismo, su cansancio se produce a solas aislándose aún más de los otros, por eso el alcoholismo y las drogas aumentan mientras el erotismo se convierte en pornografía. Ante tal situación, el psicoanálisis resulta ineficaz, pues sólo vale en sociedades disciplinarias, no permisivas. Tampoco la técnica del dopaje con antidepresivos es útil, ya que constituye un paliativo al servicio del rendimiento. Como alternativa, Han propone una transformación cultural que “humanice” el capitalismo, reivindicando la transparencia, el silencio, el vacío de los espacios que llenamos cada vez con más cosas, el tiempo sagrado de los rituales y la fiesta, el asombro, la calma y el sosiego, el ejercicio de un arte independiente de la cotización o las ventas en el mercado y, sobre todo, la revalorización de la vida contemplativa, esto es, de la meditación o la reflexión filosófica. Ocurre en esta propuesta, sin embargo, lo mismo que señalábamos en el Kpop. En sus compases resuena la utopía, porque es muy difícil acceder a semejante transformación si no hay un cambio de sistema económico que haga habitable el mundo, al cual el filósofo define como “grandes almacenes transparentes en los que nos vigilan y nos manejan”, donde todo tiene un aprovechamiento comercial. De hecho, Han escribió alguno de los libros más vendidos de este primer cuarto de siglo, si bien en su descargo hay que decir que no usa teléfono móvil ni participa en ninguna red social.

 

 

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