Saavadra Fajardo

 

  1. Como todo el mundo sabe, Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648) fue, por encima de todo, lo que hoy llamaríamos un (alto) funcionario español. Un diplomático, para precisar más. Con importantísimos puestos en Centroeuropa durante lo que conocemos como la guerra de los treinta años, incluyendo su participación en las negociaciones que acabarían desembocando en la paz de Westfalia. Si dividimos el siglo XVII en cuatro partes, la suya fue, en números redondos, la segunda.

 

Para entendernos, eso significa aproximadamente las tres primeras décadas del reinado de Felipe IV (1621-1665). Nuestro país había optado en la centuria anterior por la contrarreforma y en esos años del XVII, aunque con algunos éxitos -Nordlingen, 1634, por ejemplo-, el balance terminó siendo muy negativo. Sobre todo, bajo la perspectiva por así decir reputacional o de imagen: desde entonces, la mala fama nos acompaña como la sombra al cuerpo. A Saavedra Fajardo no se le puede culpar de nada porque el hombre hizo cuanto estuvo en su mano.

Pero nuestro héroe fue además un escritor. En concreto, de obras sobre política: el socorrido género de los consejos a los príncipes sobre cómo comportarse. Con evidente propósito de poner distancia con Maquiavelo -el príncipe no se encuentra del todo exento de límites morales, lo sean de origen religioso o no-, aunque -punto crucial- teniendo cuidado de no terminar retrocediendo hasta en el tono manso, beatón y melifluo de la escolástica. Como pensador, no fue por tanto un contestatario, porque su condición de servidor del Rey estaba por encima por cualquier otra consideración. Pero también supo hacer valer, intelectualmente hablando, su propio espacio: no se comportó, para decirlo claro, como un cortesano, empleando ahora esa palabra en el sentido menos noble. Su obra más conocida es del año 1640 y lleva el título, expresivo por demás, de Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas. Ni que decir tiene que obedece al pesimismo que caracteriza todo el Barroco, cuando no abiertamente el fatalismo. Lo nuestro.

 

  1. También resulta conocido que Saavedra ha merecido, como en general todos los autores de esa época, una gran atención en la España del siglo XX. En 1955, Manuel Fraga Iribarne -a la sazón, con poco más de treinta años- le dedicó un estudio notable, Don Diego de Saavedra Fajardo y la diplomacia de su época.

 

Y en 1957 se sumó Francisco Murillo Ferrol con su Saavedra Fajardo y la política del Barroco. Luego diremos algo sobre él.

Por no hablar de los muchos estudios de Enrique Tierno Galván, desde 1948 y hasta la Introducción de 1966 de la Antología de escritores políticos del siglo de Oro, preparada por Pedro de Vega.

En 2008, Res publica. Revista de Filosofía política, dedicó un número monográfico a Saavedra Fajardo y su época. Más reciente (2010) es el libro de Belén Rosa de Gea, Res pública y poder. Saavedra Fajardo y los dilemas del mundo hispánico, fruto de una tesis doctoral dirigida por José Luis Villacañas Berlanga y Antonio Rivero García, el primero de los cuales puso en marcha la Biblioteca Digital Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico. Y eso sin contar estudios foráneos como el del francés Joucla-Ruan, el americano John Clarkson Dowling y el austríaco Graz Christian Romanoski. Al norte de los Pirineos, de nuestro hombre puede por tanto afirmarse que ha despertado tanto interés como, incluso, el mismísimo Baltasar Gracián.

 

Francisco Ayala

 

  1. Pero resulta que el Francisco Ayala de 1941, en el inicio de su exilio y con una curiosidad intelectual insaciable -y también una encomiable capacidad de creación: hay que decirlo todo-, se ocupó del personaje, publicando unas páginas escogidas suyas -sobre todo, del libro de las Cien empresas-, y con una suerte de presentación o estudio preliminar llamado El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo. Vivo en ese contexto equivale a lo que quedaba de interés, trescientos años después de ser escrito. Y para Ayala la clave está en que, cuando la reforma partió a Europa en dos, nuestra opción fue la que acabó resultando errónea -cosa que el propio Saavedra fue el primero en captar- y en 1941, en plena guerra mundial y cuando aún no era posible vaticinar el que en 1945 sería su resultado, seguimos pagando las consecuencias. “(…) hoy cuando se leen las reflexiones de Saavedra Fajardo escritas con miras a su tiempo (…) creemos estar leyendo atinadísimas alusiones a nuestra actualidad histórica, por donde no puede ser más viva y actual la obra del pensador español del XVII”. En su día, sus escritos “fueron signo de una decisión histórica desafortunada y expresión de un destino que quedó estéril en el apartamiento y en el ensimismamiento”. Sucede que quienes “habían de ganar la partida” eran “el particularismo de las nacionalidades y la Razón individualista”, siendo así que nuestras cartas era la de “la universalidad y el espíritu”.

 

El trabajo de Ayala de 1941 se recogió en 1972 dentro de Hoy ya es ayer. Y de nuevo se publicó (autónomamente) en 1996.

Por cierto que, en el número de 2008 de Res publica se incluye un artículo, de Jorge Novella Suárez, llamado precisamente Francisco Ayala y Enrique Tierno Galván, lectores de Saavedra Fajardo.

 

  1. Ahora, entrado 2021, o sea, ochenta años más tarde, sucede que España es formalmente, y desde 1978 una democracia perfecta, vuelve a ofrecer síntomas de fatiga, por decirlo con palabras suaves: resulta que, a los problemas -sectarismo, clientelismo, …- de la partidocracia (que el populismo nació para resolver, sin haber alcanzado el menor éxito) se suman los que el propio populismo ha creado, con lo que las dolencias se han ido acumulando. La vida pública se ha terminado de convertir, como ha denunciado la famosa canción de La Lupe, en puro teatro: estudiado simulacro.

 

La pandemia desatada hace justo un año, en marzo de 2020, es una catástrofe mundial, pero a nosotros nos ha sorprendido con una estructura organizativa que diríase concebida con los pies y, lo que es aún peor, con una moral colectiva por los suelos, casi como si estuviésemos recién salidos del 98 y de Santiago de Cuba. Y, al fondo de todo, un sistema educativo hecho literalmente trizas. En fin, en tenebroso diagnóstico que sólo los ciegos     -interesadamente ciegos o, mejor, sesgadamente ciegos- se empeñan en no ver. Por eso, como en el Barroco, la mayoría, para no indisponerse con nadie, optan por el disimulo: la actitud más inteligente.

Beatriz Rodríguez Arrocha, miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México, ha tenido la feliz idea de preparar una nueva edición del libro de Ayala de 1941, añadiéndole de su propia cosecha una Introducción, que, con bibliografía y agradecimientos, se extiende hasta la página 89. Luego viene el estudio del pensador granadino -páginas 91 a 109- y, en fin, lo que en teoría es lo principal: los textos del propio Saavedra Fajardo que se han seleccionado: 117 a 230.

Una iniciativa ciertamente feliz, que debemos, como tantas otras cosas, a la Fundación que lleva precisamente el nombre de Francisco Ayala, con sede, claro está, en Granada.

 

Belinda Rodríguez Arrocha

  1. ¿Cosas a subrayar, vistas las cosas con ojos actuales, a comienzos de marzo de 2021? Por ejemplo, lo que afirma Saavedra sobre la independencia judicial como principio a preservar: “Hecha la elección (de jueces) como conviene, no les impidan el ejercicio y curso ordinario de la justicia, déjenla correr por el magistrado”. Aunque sin caer en la idealización de las normas: “No obliga al príncipe la fuerza de ser ley, sino la (fuerza) de la razón en que (la ley) se funda”. O igualmente las reservas -en 1640, nada menos- contra lo que mucho más tarde Ortega llamaría la barbarie del especialista. Dejemos que sea Saavedra el que lo diga con sus propias palabras: “Una profesión sin noticia ni adorno de otras es una especie de ignorancia, porque las ciencias se dan las menos y hacen un círculo”.

 

Otra cosa de 1640 que encaja muy bien ahora, en 2021, es el tono acusatorio con el que se habla de la propensión del gobernante -todos- a dejarse llevar por la corriente del momento y, por graves que sean los problemas, no ver nunca la ocasión para coger el toro por los cuernos: “No acude (el político) al daño con las prevenciones, sino con los remedios cuando ya ha sucedido, siendo entonces más costosos y menos eficaces”.

Por supuesto que no son palabras expresadas con nitidez, pero es que estamos en el Barroco, cuya literatura no se caracterizaba precisamente por manifestarse de manera por así decir inequívoca. Bien lo explicó el mismísimo Góngora: el entendimiento “tanto quedará más deleitado en cuanto obligándole a la especulación por la oscuridad de la obra, fuera hallando debajo de las sombras de la oscuridad, asimilaciones a su concepto”.

A eso hay que añadir lo que por su lado aporta Ayala en 1941, cuando las circunstancias eran todo lo dramáticas que conocemos. De nuestras obras del Siglo de Oro, esencialmente “antimaquiavelistas”, se resalta sobre todo su flanco menos admirable: “esta literatura (…) representa ese patético obstinarse en lo imposible, tan español, y ese sostener con encorada desesperación, hasta la muerte, una causa perdida, sencillamente porque es justa y es propia; ese querer regirse por principios de un mundo y una realidad social ya periclitada, que encuentra su genial plasmación mítica en el Quijote”, de quien se proclama que es “sostenedor de la justicia a trueque de descalabros, y empeñado en gobernar su conducta por las ya decaídas normas medievales que nadie observa en torno suyo”.

Ese es el Ayala del primer tramo del que habría de ser su exilio. Un par de décadas más tarde, en los sesenta, cuando empezó a volver a España, adaptó su análisis y pasó a pensar que, aun en un contexto político no normalizado, la sociedad, por influencia sobre todo del turismo (“las suecas”), había empezado a asimilarse a las otras de Occidente y en especial las europeas. Pero no es ese el arco temporal en el que ahora hemos de detenernos. Lo nuestro es la foto fija de dos momentos, 1640 y 1941: si el pesimismo -lo tenebroso- reina en el primero, qué no decir en el segundo. Una línea que parece recta los termina conectando. Ahora, en 2021, ochenta años más tarde, podríamos añadir una ocasión adicional y expresiva, porque el tercero de los puntos, según sabemos desde Euclides, tiene la ventaja de que permite delimitar lo que es todo un plano.

Magnífico, así pues, Saavedra; magnífico también Ayala; y, en fin, oportunísima la Fundación con impulsar este libro precisamente ahora.

Estamos, en suma, ante eso que conocemos como un libro (el de 1941) que versa sobre otro libro (el de 1640). De este se puede predicar lo que es propio del Barroco. En palabras del Murillo Ferrol de 1957, “implica un estilo artificioso propio de un gabinete de cifra. Género emblemático, culteranismo, conceptismo, son procedimientos cuidadosamente ideados para dificultar el entendimiento de las cosas sencillas”. Pero, bien mirado, esa manera de expresarse, tan retorcida y dúplice, no es muy distinta a la que hoy, en plena época de la civilización del espectáculo y la posverdad, emplea cualquier político del tres al cuarto. Cosa distinta es que ahora hayamos alcanzado la inmunidad de rebaño.

 

 

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