Dionisio Ridruejo

Este verso del poema “Atardecer”, escrito en 1942, sirve para aproximarse a un personaje contradictorio, tan respetado como criticado, pero siempre reconocido como ético y consecuente, por quien no parece pasar el tiempo. Dionisio Ridruejo, -quien despliega una biografía apasionante que se desliza entre la lírica y la épica, entre la literatura y la política- recorre los años centrales y más oscuros del siglo XX sin hurtar el cuerpo -tan magro como resistente- al compromiso que le llevó del fascismo al hispánico modo, es decir de la Falange, a la socialdemocracia, ya en las postrimerías de su vida, pasando por la guerra civil y la aventura en Rusia. Un recorrido seguido más o menos por muchos fuera y dentro de España, como Curzio Malaparte, Pedro Lain Entralgo o Gonzalo Torrente Ballester, pero con un coste personal menor que el pagado por el soriano, quien nunca se mostró complaciente con aquello que no le gustaba, ni tampoco disfrutó de privilegios desde el momento en que comenzó su disidencia.

Ridruejo fue un hombre valiente y culto que vivió para la exaltación, para el entusiasmo por una causa, fuera esta la literatura, la política o las lides de la galantería, a las que se entregaba con pasión y razón, lo cual no siempre garantiza el acierto, cosa que él mismo supo reconocer. Como una combinación de Garcilaso de la Vega, Eugenio de Aviraneta y Lawrence de Arabia, Ridruejo se empeñó en modernizar España, en superar las contradicciones de una sociedad anacrónica que experimentaba el impacto de la modernidad y aproximarla a Europa, al tiempo que construir una obra literaria de la cual su propia vida era una parte importante de inspiración. Así es quizás como mejor se entiende su vida personal y sentimental, esta última tan fascinante como enfocada con el entusiasmo del poeta. Una vida de la que se han ocupado Jordi Gracia, Manuel Penella, Francisco Morente o Xosé M. Núñez Seixas,  todos ellos victimas de la fascinación por el personaje, lo que no les ha restado rigor ni oficio a sus estudios.

Habría que decir que Ridruejo fue en sus primeros años un hombre próximo al 98, concretamente a UnamunoAzorín, aunque como tantos falangistas, enarbolase un reformismo que luego dejó paso a unas exigencias de cambio más radicales, más propias de su siglo. De hecho, se le podría considerar uno más de los “poetas armados” del periodo de entreguerras de los que se ocupa Maurizio Serra en su magnifico libro Une génération perdue. Les Poètes-guerriers dans l’Europe des années 1930. Y es que si España alguien puede estar incluido en esa lista desde los aledaños del fascismo, pues hay personajes de ambos totalitarismos, este es Dionisio Ridruejo.

En los agitados años treinta, Dionisio Ridruejo era uno de los alevines, joven entre jóvenes, de la conocida como Corte literaria de José Antonio -por cierto, imprescindible el libro de los hermanos Mónica y Juan Carlos Carbajosa de idéntico título-, el selecto grupo de escritores reunido alrededor del fundador de Falange. Poseído de la mística falangista, al fin él mismo era el mejor representante de esos valores, Ridruejo ve en el fascismo el futuro de Europa y de España, el baluarte espiritual contra el comunismo y el capitalismo sin renunciar a la modernidad ni a la tradición. Una combinación imposible como todas las que inspiraron los totalitarismos del siglo que en vez de la modernidad y la poesia, la tradición y la innovación que proclamaba, trajo consigo la más absoluta falta de libertades.

Durante la Guerra Civil, Dionisiso Ridrujo desempeñó cargos de la mayor responsabilidad política tanto en el partido como en la administración del gobierno de Burgos, moviéndose alrededor de la órbita del poderoso Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y artifice de la construcción política del Nuevo Estado, encaminándole hacia modelos mussolinianos. Como responsable de la propaganda lideró un grupo de jóvenes intelectuales falangistas tan entusiastas como él  –Pedro Laín, Antonio Tovar, Gonzalo Torrente Ballester los poetas Luis Felipe Vivanco y Luis Rosales…–, un verdadero oasis en el erial politíco y administrativo burgalés de la guerra, cuya influencia en el panorama cultural español sería tan destacable como escasa su repercusión política. Luego, a impulso de quien les agrupó, recibieron el titulo de liberales, aunque entonces eran lo que Jordi Gracia dice del propio Ridruejo: los mejores intérpretes del fascismo en España, aunque habría que añadir que con permiso del más rádical Ramiro Ledesma, por entonces fusilado en Aravaca (Madrid).

Dionisio Ridruejo en 1942

Precoz desencantado del régimen de Franco por su déficit de fascismo y su exceso de tradición rancia y castrense, Ridruejo se alista como soldado raso en la División Azul emprendiendo la aventura de Rusia, proclamada culpable de la guerra española por su amigo Serrano Suñer desde el famoso balcón de la calle de Alcalá. Una decisión propia de un esteta armado, de un alma de condottiero, pero también de un intelectual consecuente al que le atribulaba haber pasado la guerra tras la mesa de un despacho, lejos de las trincheras a las que sus actividades propagandísticas contribuyeron a enviar a un puñado de entregados. Al febril Ridruejo le faltaba la experiencia d’annunziana, el paso por el frente, comprobar de primera mano la realidad de uno de los acontecimientos del siglo como era  la guerra, y participar en el que intuía con acierto iba a ser uno de los conflictos más importantes de la historia.

A su vuelta en 1942, con los laureles del padecimiento y del combate en los arrabales de Leningrado, se distancia del régimen dirigiendo a Franco una carta no poco ingenua en la que no demandaba democracia, sino la urgencia de llevar a cabo la revolución pendiente, esa que en la utopía falangista debia acabar con las clases sociales y llevar el bienestar a los españoles. O sea, más y mejor fascismo; una reclamación que chocó con la autoridad militar que había ganado la guerra, poco dada a teorizaciones, y que le costó la marginación y el destierro. Desde diferente lugares en los que fue discretamente confinado, y en los que hubo más incomodidades que padecimientros, asistió a la caida de los dioses de su juventud al tiempo que se producía una aproximación al denostado liberalismo contra el que había luchado. Todo ello sin abandonar la literatura -poesía y prosa- como muestran entre mucha obra dispersa sus textos de viajes dedicados a Castilla la Vieja y sus Cuadernos de Rusia, probablemente el mejor libro sobre la División Azul con División 250 de Tomás Salvador, que ha sido rescatado del olvido por la Editorial Fórcola hace unos años.

Luego, ya en plena disidencia, se entregó a la labor, tan galdosiana como barojiana, de conspirador, pero no por divertimento sino por vocación política y convencimiento moral, lo que le llevó a conectar con todas las facciones de la oposición al franquismo. En 1956, cuando aun alentaba en él algo de la querencia falangista, que no se si alguna vez llegó a abandonar del todo, y el desengaño del totalitarismo se iba asentando, fue a la cárcel junto a otros jovenes opositores al régimen como Javier Pradera, Enrique Múgica, José María Ruiz Gallardón, Fernando Sánchez Dragó o Ramón Tamames. Su ingreso en la cárcel de Carabanchel con estos jóvenes comunistas de entonces fue un rito de iniciación democrática que le proporcionó un salvoconducto que revalidaría con nota en 1962 con ocasión del llamado Contubernio de Munich. Es este un acontecimiento en el que se reunen personajes enlazados por el anticomunismo y el antifranquismo -que ha estudiado hace poco magnificamente Jordi Amat– que supuso otro encontronazo de Ridruejo con el régimen, del que saldría definitivamente convertido en demócrata convencido y entregado a la oposición al sistema político que había contribuido a crear en los días de la guerra.

Hombre culto, de semejante y marcada vocación literaria y política, desarrolló en sus últimos años, más sosegados y dedicados al periodismo, una obra en prosa de critica, historia y viajes, sin abandonar la poesía, ahora alejada de los académicos sonetos su juventud. En 1975, unos meses antes de desaparecer Franco y al poco de editarse en la editorial Destino su traducción al castellano del Cuaderno gris de Josep Pla, Dionisio Ridruejo moría en Madrid. Solo tenía 62 años, aunque se podría decir que había vivido muchos más. Moría un hombre todavía joven cumpliendo con lo que él mismo había escrito -“ya solo, en mi corazón desiertamente he quedado”- cerrando una vida no poco contradictoria dedicada a la política y la literatura, que le llevó a tender puentes y a volar otros. Como era de esperar de quien tanto vivió y sintió, murió de una afección cardiaca.

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