Poco después de morir Franco, en la llamada Transición, la Guerra Fría era una costra endurecida que abarcaba toda la tierra, y Madrid aparecía como una ciudad alegre y confiada, con ganas de zambra. Una ciudad adolescente y abierta, dinámica y enchufada al futuro, que cambiaba rápidamente de piel, como el resto de España. Un islote de esperanza en el que abundaban las conspiraciones de mesa y mantel con chupito de orujo, y periodistas y políticos compadreaban en un ambiente de libertad recién estrenada. Donde los franquistas de toda la vida contemplaban con resignado fatalismo el cambio inevitable, y la progresía ahogaba su incipiente desencanto erótico- político en las noches de vino y rosas de los VIPs y Bocaccio abiertos hasta el amanecer. Madrid no era la Fiesta que Hemingway vivió en París, pero se le aproximaba bastante, pese a las pelagras del desajuste social, los atentados de ETA, la crisis económica y un urbanismo caótico.

Por lo demás, el mundo continuaba girando. Europa seguía partida en dos, el Eurocomunismo parecía posible, Líbano era un campo de batalla, protestantes y católicos seguían matándose en Irlanda del Norte, Mao había muerto y la nave china se había quedado sin gran timonel, Moscú y Washington endurecían su carrera de armamentos, y un pequeño y heroico país, Vietnam, conseguía reunificarse tras derrotar militarmente a Estados Unidos.

En este entorno de confrontación permanente transcurre la acción de Carne de Trueque, mi opera prima reeditada recientemente. Las calles de ese Madrid desaparecido de la Transición sirven de escenario a una persecución mortal de dos agentes secretos españoles, Raúl Sánchez y Ramón Santamaría, que arrastrados por la resaca histórica han terminado al servicio del KGB y la CIA. Banderas ajenas, en definitiva. Carne de Trueque es una novela de espías que encaja en el patrón de la novela negra. A fin de cuentas, los relatos de espionaje son siempre literatura negra, porque el espionaje – con independencia de la causa que lo justifique — es tortuoso y kafkiano, y está basado en el engaño.

El duelo de los protagonistas de la novela simboliza el maldito enfrentamiento de las dos Españas. Una enfermedad crónica que arrastramos desde siglos y nos ha relegado a un segundo plano histórico, y así será mientas el mayor enemigo de un español sea otro español, muchas veces disfrazado de nacionalista “periférico”. Sánchez y Santamaría son “niños de la guerra” civil, trasplantados a otro país por los pecados de sus padres. Condenados a no tener patria propia, sobreviven entregados a la acción como único asidero existencial, conscientes de ser piezas recambiables en un juego de intereses de dominación que les utiliza. Ambos son perdedores natos, residuos de un mundo crepuscular a los que bien podría haberse aplicado la famosa invocación del Mio Cid : “Dios, que buen vasallo si hubiera buen señor”.

 

 

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