Bebe Buell y su actual marido James “Jimmy Walls” Wallerstein. Foto de Reeves Smith

 

Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones, dijo de las groupies que no le gustaban las depredadoras profesionales. “Con este ya estuve, ese me falta. Lo único que desean es sumar tu nombre a un ranking”.  Las groupies, una versión actualizada de la musa del artista,  junto a las distintas variantes del playboy fueron los adalidades del narcisismo contemporáneo en los años sesenta y setenta.

 

Cada momento histórico genera sus propias mitologías sociales que al universalizarse adquieren rango de normalidad. Fue cuando surgió un narcisismo basado en la seducción, la juventud eterna, el olvido del pasado (la Segunda Guerra Mundial), y el miedo al futuro porque implica envejecer. Groupies y playboys giraron de una forma obsesiva alrededor de otros narcisos para ser reconocidos como algo único y valioso.

 

En el fondo, la groupie fue una vanguardia prefeminista que practicó un narcisismo delegado. Para aplacar sus ansias de protagonismo se dedicaron a la conquista temporal de una estrella del rock. Pero el muro de cristal narcisista también les sirvió para protegerse, según Marianne Faithfull.

 

Entre estos narcisos contemporáneos hubo diferentes tipos de groupies. Al comienzo todo era más “deportivo”. Chicas muy jóvenes como Sable Star elaboraban listas con nombres de músicos que tachaban cuando se acostaban con ellos. Pero también hubo groupies para las que el sexo fue secundario e incluso dieron la vuelta al torno usando al hombre para cimentar su carrera musical, como hizo la cantante Chrissie Hynde.

 

Bebe Buell en los años 70

 

Lo que si fue general es que este tipo de narcisismo produjo desasosiego. No es posible satisfacer nuestros deseos si deben contar con el beneplácito de los demás. Encima, abrazar la tríada del momento (música, drogas y sexo), trajo consigo viajes que acabaron mal. Las memorias de las groupies, desde Bebe Buell hasta Marianne Faithfull, oscilan entre el paraíso y el infierno, como en una divina comedia moderna que se prolonga hasta los años ochenta.

 

El narcisismo masculino partió de un discurso asentado, como el personaje de Don Juan o el dandismo. Uno de sus últimos representantes fue el escritor francés Pierre Drieu la Rochelle, contemporáneo del dominicano Porfirio Rubirosa, el playboy que llegó más alto hasta matarse de madrugada en París cuando volvía a casa en su deportivo tras celebrar la victoria de su equipo de polo.  

 

El playboy se dedica a la conquista de mujeres multimillonarias o actrices famosas que le permiten vivir bien a costa de ellas. Jaleado por la prensa del corazón es la suya una marca que ensalza a la mujer que seduce. A cambio ofrece lo mejor de sí mismo. En Rubirosa se daban casi todas las condiciones que una mujer puede desear en un hombre: atractivo, atento, divertido, imaginativo, mejor amante… Pero cuando ella está a buen recaudo, pierde el reflejo que necesita el espejo del playboy y el hechizo se desvanece. Los sucesores de Rubirosa fueron a menos, como Gunter Sachs, y la estampa del playboy acabó desfigurada por el narcisismo digital.

 

Groupies y playboys hicieron de las nacientes discotecas su espacio de representación. Un lugar al que también acudieron los comunes mortales para seducir y divertirse. En las pistas de baile, en la barra, de pie o sentados, los narcisos enseñaron lo mejor de si mismos para reclamar la atención general. Películas como Fiebre del sábado noche, el Studio 54 neoyorquino o el Pachá ibicenco fueron los íconos del momento. Pero no todo fue baile y locura. También otros grupos, como el de los intelectuales, tuvieron discotecas para lucirse con la palabra. Por ejemplo, Bocaccio en la Barcelona de los años sesenta, la década en la que el narcisismo abandonó las consultas de los psicólogos para adquirir la categoría de lo inevitable.

 

(Articulo aparecido en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el 14 de noviembre 2020)

 

Gunther Sachs y Brigitte Bardot