Foto hecha en Guinea Ecuatorial cuando era colonia española. Archivo Pere Ortín

 

Esta es una historia que tiene por protagonista, entre otros, a uno de esos empresarios marrulleros pero que gozan de la habilidad de presentarse como víctimas y que -lo que resulta más extraordinario, no sólo en Cataluña- acaban despertando simpatía en la opinión pública: el pícaro que cae bien, para entendernos. También vemos en escena a políticos arbitrarios, en el sentido de que a la hora de ejercer por ejemplo algo tan vidrioso como las medidas de gracia, les resbala el interés general -el bien común, como se decía antes- y sin embargo jamás se desvían un milímetro cuando se trata de perseguir un objetivo de partido o estrictamente particular. Igualmente -tercero- se encuentra uno con otro fenotipo de gobernante poco recomendable, el  que, preso de una telaraña de compromisos, y aun comportándose con visión patrimonial y caciquil del poder, no se atreve a tomar decisiones: del despliegue y la exhibición obscena y casi energuménica se pasa de pronto a la parálisis -la irresolución, que diría Gracián-, como si de tullidos se tratase, al modo de un péndulo sin control. Aunque, cuando por fin se arranca, con frecuencia lo hace de la peor de las maneras posibles. Curioso, sí, el homo cuando se encarama a lugares de dirigencia: todo el santo día dedicado a maquinar (DRAE: “urdir, tramar algo oculto y artificiosamente”) para luego, en un arrebato de torpeza extrema -la ceguera causada por la erótica del poder, se supone-, acabar dejando los rastros más groseros: en lo que hace a goles en propia puerta, verdaderos Pichichis. El conjunto parece toda una suerte de mojiganga de las del Siglo de Oro.

Y, cuarta cosa, siempre dentro del gremio político aunque ahora en el otro lado, la oposición, sale aquí a la palestra la típica persona que no reconoce la derrota electoral. El mal perdedor.

Para que no falte nada en este museo de los horrores, aparece entre bambalinas  -quinto- un Tribunal Supremo que reviste de salomonismo -o sea, de equilibrio- lo que en el fondo no constituye sino pura debilidad: aspirar, en mitad de un conflicto encarnizado, a quedar bien con todo el mundo. Y, para completar el cuadro, resulta,  sexto, que nos topamos con el proverbial funcionario, mitad honrado mitad inconsciente, que, contra viento y marea, se empecina en ir siempre con la verdad por delante y termina, como estaba cantado desde el inicio, saliendo arrojado poco menos que por la ventana. La dignísima pero triste suerte de los quijotes.

Con toda esa galería de personajes nos encontramos en efecto en este libro. Un retrato, diríase, de la sociedad española más actual, la de 2022, y, por supuesto, la que llevamos contemplando, con unos u otros matices y según momentos haciendo énfasis aquí o allá, desde el venturoso 1978, año de la Constitución. Pero resulta que no, que el libro se retrotrae en el tiempo y pone el foco en otra circunstancia, los dos años (largos) que, en plena Segunda República, transcurrieron entre sendos comicios, los de noviembre de 1933 y febrero de 1936. El llamado -en una calificación de origen izquierdista y poco amable, aunque hoy aceptada transversalmente- bienio negro, con el Partido Radical de Lerroux y la CEDA de Gil Robles al frente de los Ministerios, por la poderosa razón de haber ganado, gustase o no, los comicios.

 

 

Banquete en Lhardy del Gobierno de la República, en noviembre de 1931. Lerroux, abajo, en el centro, aparece junto a Manuel Azaña.

 

 

¿La historia se repite, noventa años más tarde? ¿Hay en el curso de las cosas, por debajo de los remolinos y los estallidos de violencia, a veces muy sanguinaria, elementos implacables de continuidad, lo que la gente de la construcción llama invariantes y los médicos enfermedades crónicas?

Las cosas no son nunca del todo idénticas. En el momento actual no tenemos en España, a Dios gracias, un Jefe de Estado como Don Niceto -a quien el autor del libro, dicho sea de paso, no profesa la menor simpatía-, con cuentas pendientes con casi todo el mundo y deseando cobrárselas a la menor ocasión. Aunque, en revancha, ya no disponemos de posesiones africanas, con el consuelo, eso sí, de ahorrarnos todo lo patológico que la geografía -y la climatología: el insufrible calor del trópico, a lo que alude el título de La bahía de Venus, que evoca las cosas más apetecibles y también las más inconfesables- acaba fatalmente generando. En fin, apenas habrá que recordar que los ganadores de 2019 -los que hoy gobiernan- son los herederos de los que en 1933 fueron los perdedores, de suerte que el reparto de papeles es justo el inverso.

Pero, salvado todo lo anterior, que es muy obvio, nadie podrá negar que en nuestro devenir anidan defectos incorregibles -la España eterna, en el peor de los sentidos del término- y que resisten a todos los intentos de modernización, en cuanto objetivación de la gestión pública. En cierto sentido, vivimos al margen del proceso de racionalización de la vida del que habló, hace más de un siglo, nada menos que Max Weber, con la mira puesta en una burocracia prusiana que él, que conocía el paño, tenía como un ideal y también como un (venturoso) hecho. Y es que lo nuestro -el casticismo, el Deep state a la celtibérica- sigue dando lugar a un problema estructural de mal gobierno. La partitocracia y el Estado de las autonomías fueron dos aportaciones de 1978, en su día celebradas, y con razón, como tesoros -la reconciliación con el mundo-, pero que en seguida mostraron una faz muy distinta de la que se había imaginado: “no es esto, no es esto”, como precisamente antes de que terminara 1931 dijo quien ya sabemos, desengañado de lo poco que había durado la ilusión de 14 de abril. Partidos y autonomías no sólo no han resuelto nuestros problemas sino que han terminado de agravar las cosas hasta llegar a simas que aparentan ser poco menos que insondables. Una auténtica tragedia. Y es que no se ha sabido distinguir -por los electores, en primer lugar- el abuso ocasional de lo que acaba rutinizándose y deviniendo un uso poco menos que cotidiano.

A finales de 2021, por cierto, Fernando Savater ha publicado un libro recopilando las columnas que ha ido sacando los sábados desde 2015, con una apostilla –“Col tempo…”, en el sentido de la canción de Leo Ferré- para actualizar el correspondiente asunto. Al hilo de la que fue primera de esos trabajos, lo único -o lo mejor- que se ha ocurrido decir ahora es que “lo que más me preocupa al leer esta columna de hace ya seis años, o sea, las de mi primera hornada, es que el diagnóstico que entonces avanzaba sobre el país y los desaprensivos o imbéciles que lo desuellan de sus mejores cualidades en aquel momento parecía un exabrupto catastrofista”, siendo así que “hoy ha perdido interés porque es simplemente un tópico comúnmente aceptado”. Pues bien, lo peor de todo es que tan terrible constatación puede seguirse aplicando en muchas ocasiones si uno se remonta no ya hasta 2015 -total, anteayer-, sino ochenta y cinco o incluso noventa años, que es la edad que en efecto van fatalmente a cumplir, y se dice pronto, los nacidos en 1932 (y que sobreviven, que ya no son sino unos pocos).

 

Luis María Cazorla

 

Es por eso que, para este libro, la calificación de novela histórica resulta adecuada y al tiempo muy discutible. Para empezar, por lo de novela: el autor ha desplegado el esfuerzo propio de una rata de biblioteca para analizar al dedillo el que conocemos como expediente Nombela -incluyendo el Congreso de los Diputados, donde a finales de 1934 se constituyó una Comisión de investigación sobre la propuesta de pago a un concesionario de navegación en Guinea- y, más allá de ello, para profundizar todo lo profundizable en los avatares políticos de aquel período, dominado, como es notorio, por las tres Presidencias del Consejo de Ministros del tal  Alejandro Lerroux: de 12 de septiembre a 3 de octubre de 1933 (menos de un mes); de 16 de diciembre de ese año a 28 de abril de 1934 (cuatro meses y un poco más); y sobre todo (casi un año, aunque con muchas idas y venidas) de 4 de octubre de 1934 -augurio de los desastres de ese mes, tanto en Asturias como en Cataluña- a 25 de septiembre de 1935. En las obras de ficción, el autor puede permitirse muchas licencias, pero lo cierto es que, si acaso Cazorla, al coger la pluma, albergaba la intención de ser mendaz o al menos de tergiversar y manipular, lo cierto es que, se ha ocupado de instruirse lo suficiente -lo que se dice alguien concienzudo- para que sus mentiras estuvieran llenas de propiedad.

El libro cuenta con 477 páginas pero, sometido a un análisis con rayos X, se puede entender que estamos ante un dos en uno, porque al tal Nombela -Antonio, el aviador, de segundo apellido Tomasich, no el científico César, que hoy vemos con frecuencia en los periódicos- no se le menciona hasta la página 200. A partir de ahí -la segunda parte de la obra- el protagonismo de su persona, y el de Madrid como escenario, no para de crecer, pero bien puede decirse que en lo anterior -la vida en Guinea y también en Larache, la capital atlántica del protectorado español de Marruecos- no sobra nada: constituye la necesaria preparación para que el lector vaya entrando en materia y pueda ir formando sus propias opiniones para lo que va a aparecer ante sus ojos -un torbellino verdaderamente torrencial- en la segunda parte.

¿Cosas concretas a reseñar? El foco se pone, por supuesto, en Guinea, lo que nos permite recordar los nombres históricos: Fernando Poo -la isla- resulta ser ahora Bioko, mientras que Malabo es el actual nombre de su capital, Santa Isabel. Pero siempre viendo ese territorio, de dominio español hasta 1968, como poco más que un apéndice de lo que entre 1912 y 1956 fue el Protectorado de Marruecos, convertido desde hace unos años, gracias sobre todo a la longa manu de Julián Martínez-Simancas, en un lugar tan familiar y evocador, por lo legendario, como por ejemplo Zenda o la isla de Navarone -sí, la de la película de los cañones- o, en fin, la mismísima tierra media de Tolkien. María Dueñas fue sin duda muy importante, pero no es la única que merece verse reconocida. El propio Cazorla, entre otras cosas con su Lucus -el río de Larache, que da nombre a la provincia-, se ha hecho acreedor a un lugar propio. Los nombres (Gómez-Jordana, Primo de Rivera, Sanjurjo, los militares africanistas…) y los sitios se han acabado haciendo conocidos para toda la opinión pública española pese a lo remoto de 1956 y al hecho de que Marruecos se haya terminado convirtiendo en un quebradero de cabeza por las periódicas avalanchas de inmigrantes en Ceuta o en Melilla. Que en 2021 se hayan publicado muchos (y buenos) libros con motivo del centenario de Annual, el segundo de nuestros desastres oficiales, no ha hecho sino avivar el interés por el asunto.

La lectura del libro de Cazorla deja, por supuesto, un regusto triste: la imagen de nuestro país, visto como potencia colonizadora, o dizque como colonizadora, no sale precisamente bien parada, sin que sirva de nada recordar el hecho obvio de que Leopoldo de Bélgica fue en el Congo mucho peor aún. Y del ecosistema político madrileño -en los años treinta y también ahora, porque, se insiste, la continuidad en lo malo salta a la vista- no cabe sacar conclusiones mucho más entusiasmantes (aun sabiendo que, por la misma época, en 1933, estalló en París el escándalo Stravisky, con una cuantía mucho más abultada). El autor es hombre honrado y no pretende embaucar a nadie: si ha escrito la obra no es para despertar entusiasmos febriles con las hazañas pretéritas de nuestros compatriotas.

La lectura hay que recomendarla encarecidamente. Para los que saben de los corsi e ricorsi de nuestra historia -la República, el Rif, Franco, Guinea-, porque les va a aportar muchos datos, a veces demoledores y en otras ocasiones entrañables de puro humanos. Y para los que no están al cabo de la calle, sobre todo entre los jóvenes, porque es bueno que se vayan poniendo al corriente: lo que estamos viviendo en 2022 -el esperpento del callejón del gato- no constituye propiamente novedad. Habrá que acostumbrarse. Bien mirado, la resignación ha sido siempre lo nuestro.

 

 

 

 

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