“- ¿Ha matado a sangre fría alguna vez?
No.
– ¿Estaba usted realmente consciente del tipo de trabajo que hacía?
Sí, hasta ahora.
-Pero… ¿se da cuenta?
Sí.
– ¿Cómo pudo hacerlo?
Es una máquina que lo va envolviendo a uno hasta el punto de la desesperación, como me ha ocurrido a mí ahora. Sé que en este momento me estoy jugando la vida. Yo sé que quizás mi familia no me va a acompañar. Ni siquiera están de acuerdo con lo que he hecho, pero tenía que contarlo. Me sentía mal, estaba asqueado. Como le decía, quiero volver a ser civil.
Es muy probable porque he participado en varios tiroteos. Es muy probable…
– ¿Ha torturado?
Sí.
– ¿En qué consistían esas torturas?
Aplicación de corriente, golpes…”
Así contestaba Andrés Valenzuela a las preguntas de Mónica González, periodista de Cauce. Era 1984, el Régimen militar chileno había decretado el estado de sitio y había ordenado cerrar la revista Cauce nada más conocer las declaraciones realizadas pocos días antes por el agente de seguridad Valenzuela, que ante el micrófono de la periodista había confesado las torturas de las que era responsable. La entrevista no llegó a ver la luz en las páginas de Cauce, pero, poco después, se publicaría en El diario de Caracas y años después, regresada la democracia a Chile, el testimonio de Valenzuela fue dado por válido por los Tribunales: el agente de seguridad había narrado fielmente las torturas, las muertes y desapariciones de las que era responsable el régimen de Pinochet.

Nona Fernández. Foto ADN
“Quiero hablarle de cosas que yo he hecho. Quiero hablarle del desaparecimiento de personas”. Con estas palabras, la escritora y cineasta Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971) nos presenta a Valenzuela en su novela La dimensión desconocida (Literatura Random House), unas palabras que la narradora evoca o, mejor dicho, imagina a partir de un recuerdo lejano, un recuerdo de infancia: “La primera vez que lo vi fue en la portada de una revista. Era una revista Cauce, de esas que leía sin entender quiénes eran los protagonistas de todos esos titulares que informaban atentados, secuestros, operativos, crímenes, estafas, querellas, denuncias y otros escabrosos sucesos de la época”. Es el recuerdo el que da inicio a la indagación de la narradora de La dimensión desconocida, sin embargo, el recuerdo, mezcla de memoria colectiva y memoria individual, resulta insuficiente para llegar a penetrar en aquellos años de terror en los que el Régimen Militar no sólo asesinó, sino que borró las huellas de miles de personas, haciéndolas desaparecer de todo registro. Las palabras de Videla describen despiadadamente el objetivo de régimen de Pinochet: «Es una incógnita: un desaparecido. No tiene entidad. No está, ni muerto ni vivo. Está desaparecido.» A la maquinaria del terror no le bastó con torturar, encarcelar y asesinar: borró la identidad de las víctimas, las convirtió en incógnitas, eliminándolas de cualquier tipo de registro. De ahí que Nona Fernández opte por referirse a la dimensión desconocida, una dimensión donde no hay olvido, pero sí interrogantes que ni el recuerdo ni los documentos historiográficos consiguen responder. Es la imaginación aquella que llena los vacíos de la historia, una imaginación elucubradora a través de la cual la autora consigue dar unidad y sentido a todos los relatos que, desordenadamente, cuentan parcialmente la historia de Valenzuela y de sus víctimas.
“Recuerdo una escena inventada. Yo mismo la imaginé a partir de a lectura de un artículo. En la portada aparecía el dibujo de un hombre sentado en una silla con los ojos vendados. A su lado un agente lo interrogaba bajo un gran foco de luz”, recuerda la narradora en las primeras páginas de la novela. Su recuerdo es un recuerdo inventado, mejor dicho, es el recuerdo de una invención, de una escena que nunca sucedió tal y como se describe, pero que en contiene en sí el sentido de la Historia. La narradora reconstruye los hechos, imaginando escenas y momentos que ningún documento ni tampoco ningún relato testimonial reporta; la narradora imagina la vida de Valenzuela, una vez confesado los crímenes, y también los instantes de terror y de esperanza de las víctimas. “Mentiría si dijera que imaginé cómo eran las navidades de todos aquellos que habían perdido a alguien en alguna de esas celdas, en algún tiroteo, en alguna sesión de tortura o en una ejecución o como fuera”, confiesa la narradora, que imagina encuentros y conversaciones, imagina para construir un relato, para darle una estructura y, sobre todo, para afirmar a través de la escritura un pasado que no debe olvidarse. El juego dialéctico entre el recuerdo y la imaginación o, en otras palabras, entre la Historia comprobable y la ficción inscribe a Fernández en la misma constelación de Ricardo Piglia, que en su último diario escribe: “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar”. Las palabras de Piglia definen perfectamente el trabajo narrativo-literario de Nona Fernández, cuya novela plantea una concepción de la Historia y de su (re)escritura muy similar a la que planteaba Piglia en Respiración artificial: en La dimensión desconocida no hay ninguna máquina de Macedonio, pero los relatos que llegan hasta la narradora de Fernández son muy parecidas a las voces que, ininterrumpidamente, se escuchan a través de la máquina de Macedonio, unas voces que cuentan relatos, fragmentos de una historia que adquiere sentido a través de la escritura, de esa estructura de la ficción a la que se refería Piglia. La escritura y la imaginación son las herramientas a través de las cuales Fernández ordena aquellas voces que se perdieron, aquellas voces desplazadas en un tiempo que otros quisieron condenar al olvido.
La dimensión desconocida es una interesante novela sobre la construcción de la memoria, individual y colectiva; nombrando los hechos con su nombre, evitando eufemismos, pero también los excesos dramáticos, con un estilo directo y conciso y con digresiones que dotan al texto de un componente auto-reflexivo, Nona Fernández construye una más que notable novela, a través de la cual cobran aún más sentido las palabras de Stefan Zweig: “Debía saber que los libros sólo se es escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así, defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.