“Caminando por los libros: una aventura londinense”.

                        Con permiso de Virginia Woolf

 

Es posible que la ciudad sea antes que nada y sobre todo un espacio interior, y por eso es tan pertinente el título de este libro: Mi Londres sentimental. El londinense accidental Guillermo Cabrera Infante, gran intérprete de ciudades confiesa: “he buscado en otras ciudades el esplendor que fue La Habana”. Eso es sin duda la ciudad antes que nada: la búsqueda de un espacio en el que nos reconocemos y al recorrerlo -como Oliveira por el dédalo de París, como Dedalus por el dédalo de Dublín- vamos creando la ciudad y creándonos a nosotros.

 

La filosofía habla, en inmediata réplica a la ciudad, de la ciudadela interior, de un espacio en el que se generan la costumbre, el hábito, la personal construcción personal dentro de la que se protege y vive cada ciudadano.  Juan Ángel Juristo recorre Londres, su ciudadela, en tres partes y un Interludio.  Comienza por un acercamiento esencial, al núcleo de su historia, de su geografía, de su población. Nada es sistemático, porque no sería entonces el libro subjetivo y literario que se ha propuesto, sino la primera recolección de sus hábitos y obsesiones, luego rescatadas como en círculos concéntricos en las tres partes sucesivas que van ampliando la mirada sobre el paisaje londinense y, sobre todo, que van desplazándose desde el objeto hacia el sujeto, hacia el subjetivo y personal recorrido que a él le importa, su “viaje sentimental”, a la manera de Sterne, caprichoso, literario y melancólico. El autor, o su protagonista alter ego, va asomando poco a poco en esos acercamientos sucesivos a su ciudadela interior: recorre las calles, entra en los establecimientos de tabaco, en los restaurantes, en las librerías y se detiene con la curiosidad viva de un flâneur, todo le emociona (estatuas, edificios,   teatros). A medida que va aproximándonos a sí mismo va, sin embargo, mutando y termina por ser otro, su admirado Dr. Samuel Johnson, el escritor británico que ha escrito la frase más famosa sobre Londres a través de la biografía más famosa y más importante en lengua inglesa, la escrita por su fiel James Boswell: “…when a man is tired of London…”; porque Londres tiene todo lo que cualquiera pueda desear, termina diciendo el gran hombre. Y eso es lo que hace esta ciudad infinita y, cualquier aproximación que se lleve a cabo sobre ella, parcial y subjetiva. Que cualquiera que quiera recorrerla a pie, en cab (no siempre el inglés es hermoso, aunque sí invasor) o a través de las palabras, se verá obligado a hacer una selección, su selección. 

 

¿Cuál es el Londres del libro? Hay una época que predomina sobre las demás de aquellas aludidas en Mi Londres sentimental, la que corresponde a los Jorges y a la Reina Victoria, desde fines del siglo XVIII hasta fines del siglo XIX. Digamos, desde Boswell y el Dr. Johnson hasta la mañana en que Clarisa Dalloway sale de casa para comprar un ramo de flores, en 1925.  Nada importa que su autor visitase la capital británica durante un fin de año, en el paso de 1984 a 1985, durante el mandato de Margaret Thatcher, o en un abril de 2013. El ojo del protagonista de este libro, que por un azar coincide con el del autor, acude pronto a la belleza de la ciudad, como el de la señorita Dalloway, y su retina retiene la espléndida imagen del siglo XIX, la arquitectura neoclásica de la era victoriana, la geometría de los jardines, la confusión del tráfico y las gentes, el despertar del mundo moderno.

 

Un cierto drama se esconde tras esta perspectiva. La mirada sobre la ciudad capta el acabamiento del esplendor de Londres. A despecho del Dr. Johnson en la tercera parte del libro que pugna por hacerse -y con él a la ciudad misma- intemporal, la impresión que nos queda tras la lectura es la de una ciudad que es espejismo o la melancólica ilusión de que persiste lo que es ya mito, leyenda. Pero recuerdo vivo, eso sí.  Recorrer las calles de Londres o de cualquier ciudad es revivir la historia: “En Londres, un derroche de placas azules identifica las casas en las que se piensa que han vivido no sólo escritores, artistas o científicos naturales medievales, renacentistas o victorianos, sino también los relacionados con el grupo de Bloomsbury y los modernos”, se admiraba George Steiner. Pocas veces la etimología es tan reveladora como al desvelarnos que ciudad y civilización tienen el mismo origen. Una y otra van de la mano, la salvación de la una depende de la otra y viceversa. Si no he entendido mal el poso de significado que trata de dejarnos Mi Londres sentimental el canto que entona su autor es un canto en favor de la civilización y el equilibrio, donde lo moderno no signifique aniquilación de lo antiguo. En un pasaje que entiendo que es clave en el libro, el autor aboga por contemplar la transformación de Londres fijando la perspectiva en su admirado Samuel Johnson como si se tratara de un caleidoscopio en el que pudieran encontrarse estáticas y extáticas la versiones londinenses de Defoe, Dickens, Virginia Woolf, Kureishi, Coeztzee y Naipaul, coexistiendo todas con la armonía de la arquitectura georgiana y la sabiduría del propio Dr. Johnson para quien la capital británica representaba “ese equilibrio entre urbe y campo, donde todavía era posible hallar campos de lavanda en los terrenos pantanosos donde estaba asentada la ciudad”.

 

 

 

A nadie se le escapa que en esa enumeración la sucesión de nombres está integrada por novelistas, es decir, de creadores o inventores de la ciudad de Londres. La recrearon y la imaginaron en un proceso de apropiación y de mitificación. Todos son autores británicos, o que escriben en inglés. Lo que tal vez responda a que hay un intencionado deseo de distanciamiento de la tradición hispánica en la vinculación a Londres, como lo hubo también entre los escritores hispánicos en su obsesión por París en épocas pasadas. Aunque la capital francesa fue más acogedora para los españoles e hispanoamericanos. Los intelectuales y artistas franceses convivieron, colaboraron, se entendieron y, muchas veces, dieron lugar a creaciones conjuntas. Londres representa un desarraigo mayor para el intelectual hispánico, pues nunca se integra en ella. Londres es lo otro a lo que nunca acaba de pertenecer un escritor o artista español.

 

La atracción que despierta Londres en los intelectuales españoles es proporcional a su conquista imposible. Valga de ejemplo la importancia que en el grupo de Bloomsbury cobró la costumbre de editar a autores extranjeros y experimentales. La empresa de Virginia Woolf y su marido Leonard imprimió obras de Eliot, Katherine Mansfield, Gorky, Chekov, Tolstoy, Rilke, Freud y Svevo. En unos años en los que la literatura española pugnaba por alcanzar cotas expresivas que muy pocas veces había logrado desde el siglo XVII, no consiguió ningún representante que interesara al selecto grupo inglés. Los españoles nunca pertenecieron a los happy few (no siempre el inglés es hermoso, ya avisé, pero siempre tiene un cierto aire de superioridad).

 

La ciudadela interior que contemplamos en Mi Londres sentimental es, en el fondo muy poco sentimental, nos habla de un Londres exterior más que interior, de un continente, más que de un contenido. El protagonista recrea el recorrido por las calles de su barrios predilectos, Chelsea, Belgravia, Bloomsbury…, le admira la belleza del trazado de sus calles y los matices del barro cocido de sus edificios de ladrillos estucados de crema; al paso de determinados lugares se le despiertan los olores, los sabores, los recuerdos. Otras veces sucede a la inversa, son los recuerdos los que erigen el escenario, son los deseos de encontrar y de satisfacer su sensual apropiación de la cuidad los que le van llevando a restaurantes, tabaquerías, pubs, museos, librerías. Pero se mueve sólo por el laberinto de calles y establecimientos; los personajes son traídos desde el pasado a habitar el mismo espacio que él recorre, no son los ciudadanos con los que se cruza los que se comunican con él. Su presencia en Londres es semejante a la del innominado protagonista del relato de Edgar Allan Poe “El hombre en la multitud”, también aludido en el libro. Poe nos habla de un hombre que recorre las calles de Londres con un periódico bajo el brazo, que tiene el ánimo exaltado por los estímulos más cotidianos (los anuncios de las calles, los ventanales de los comercios, la concurrencia de la gente a las puertas de un teatro). Todo le admira y maravilla. Ahora bien, él siempre permanece ajeno al lugar y a los habitantes del lugar. Se deja llevar azarosamente por las calles, deambulando sin rumbo fijo, como un perfecto flâneur. Poe nos habla de la multitud sin rostro, del carácter general de esa masa informe aunque humana con la que se cruza, pero con la que no cruza una palabra. De pronto, entre todos, se fija en un rostro que le atrapa y obsesiona. De la multitud emerge una figura singular, individualizada. Decide seguirlo, a pesar de que el individuo y su propia curiosidad irrefrenable le inspiran cierto terror. Atraviesan la oscuridad de Londres uno detrás del otro, sin titubear, sin rumbo cierto. El segundo, con el desasosegado propósito de no abandonarlo hasta saciar su curiosidad a propósito de quién sea aquel misterioso personaje.

 

 De igual manera procede el protagonista de Mi Londres sentimental que, como en la fábula de Poe, no entra en contacto con la multitud, aunque la atraviesa pero, ¿cuál es el rostro singular que lo atrapa?  En El hacedor, Jorge Luis Borges habla de un hombre que se propone representar el mundo y a lo largo de su vida va trazando líneas y dibujos (“de reinos, de montañas, de bahías, de naves”), para concluir al fin de sus días que aquellos son los rasgos que representan su propia cara, su propia identidad, su ser individual y singular. Así sucede en Mi Londres sentimental, con la diferencia de que en este caso su cara es la de otro, la del Dr. Samuel Johnson. No me propongo desvelar ningún hecho que atenúe el interés por el contenido del libro, al contrario, quiero apuntar este dato inquietante que debe servir para estimular el interés por su lectura.

 

 

El Dr. Johnson es Londres. “Hasta compuso un poema urbano llamado London”, dice el anglo-cubano Cabrera Infante.  Es la encarnación de Londres que el autor de este libro ha elegido. El filósofo Henri Lefevre afirma que la filosofía es inseparable de la ciudad. Sin polis no hay logos. El tercer y penúltimo capítulo del libro (“Los bardos de Londres”) vuelve a ser un ejercicio de selección y de subjetividad, de versión muy personal.  El recorrido que aquí se propone tiene algunos nombres esenciales (ya hemos mencionado algunos). Sin olvidar la presencia de Sterne en el título, podríamos decir que Dickens es ubicuo (“Hay lugares de Londres indisolublemente unidos a ciertos personajes de las novelas de Dickens”, leemos): se le recuerda por Casa desolada, Grandes esperanzas, Oliver Twist, Cuento de Navidad. Aunque quizá se admira más a Virginia Woolf (en especial por La señora Dalloway). No mencionaré a todos, pues el libro abunda en referencias a intelectuales ingleses y deja claro que el Londres que sentimentalmente prefiere su autor es el literario. Hay un recuerdo para los autores de célebres retratos de la ciudad (Daniel Defoe, Samuel Pepys), de aquellos que sin ser británicos vinieron a ser atraídos por ella (Conrad, Eliot, Twain), inclusive de Simonetta Agnello Hornby, autora de un libro parejo, Mi Londres. La sorpresa nos espera al final, sin embargo, de la mano del Dr. Johnson, el intelectual modelo y, como hemos dicho, la encarnación misma de la ciudad, o de la idea que de la ciudad de Londres querría acuñar el autor del libro, o al menos su protagonista.

 

¿Por qué Samuel Johnson? Una breve biografía de este escritor escocés del siglo XVIII nos referiría que era de origen modesto y se formó en la librería de su padre aficionándose a las lecturas más desordenadas, pese a lo que adquirió un saber enciclopédico. Desde 1737 vivió en Londres y ya no se desligó de la ciudad hasta su muerte en 1784. Debe su fama a su trabajo lexicográfico (Diccionario de la lengua inglesa), una serie de ensayos y estudios literarios (Vidas de los poetas ingleses más eminentes) y, sobre todo, a haber constituido el tema de la mayor biografía de la literatura inglesa y, tal vez, de toda la historia de la literatura: La vida de Samuel Johnson de su amigo James Boswell. De modo que, contra las intenciones de Boswell,  el ser real se muda así en un personaje de ficción, y su poder imantador impredecible, que reconoció primero su biógrafo, pasa ahora a replicarse en este libro; porque la identificación vuelve a darse en Mi Londres sentimental: Johnson que fue Boswell, que es Juan Ángel Juristo -o su protagonista-.

 

 Londres es Londres, pero la que aquí nos encontramos es una ciudad tan imaginaria -es decir, tan personal y subjetiva- como la Buenos Aires de Leopoldo Marechal, o el San Petersburgo de Andrei Biely. Samuel Johnson es el intelectual sólido y brillante que realizó él solo la tarea de confeccionar un diccionario que en Francia había necesitado de cuarenta académicos (“Cuarenta franceses y un inglés; la proporción es justa”, presumía), pero también, ese ente imaginario que dibujó Boswell y que se convoca en este libro. Hay una idea implícita de Londres y de la vida que está representada en ese personaje inmortal, y esa es la que se reivindica en Mi Londres sentimental. Juan Ángel Juristo acude al rescate de un Londres que se desvanece. Si ese Londres se disipa, ¿se irá también el placer de la vida?

 

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