Imagina el escritor argentino Miguel Guebel que en su Poética musical el compositor ruso Igor Stravinski escribió: «Se vio deslizar en el pensamiento ruso ese desorden cuyos comienzos señaló el éxito de la teosofía. Desorden ideológico, psicológico, sociológico, que se adueñó de la música con impúdica desenvoltura. Al fin y al cabo, ¿es posible vincular a una tradición cualquiera a un músico como Scriabin? ¿De dónde salió? ¿Quiénes son sus antepasados?». Las preguntas que imaginariamente se realizaba por entonces Stravinski son las mismas que se plantea Daniel Guebel en El absoluto (Literatura Random House), su última y más ambiciosa novela hasta el momento.

¿De dónde salió Alexander Scriabin, el compositor ruso que buscó la composición total, la única capaz de anunciar la llegada de un mundo nuevo y testimoniar el final del anterior? Esta es la pregunta que está en el origen de El absoluto, el interrogante que permite a Guebel construir una falsa genealogía o, como dice oportunamente Pablo Gianera, una genealogía ausente de genios rusos, en la que Scriabin no sólo ocupa el lugar central de la trama, sino que ejerce una doble función: por un lado, su figura concentra y, a la vez, es resultado de aquellos genios familiares que le precedieron, empezando por Frantisek Deliuskin, un compositor que en el siglo XVIII compone una sinfonía que anticipa de un siglo lo que será la aportación de Berlioz a la música clásica. Por otro lado, Scriabin sirve como clave de lectura para comprender el desarrollo musical, filosófico, religioso y, siempre, político de las indagaciones llevadas a cabo por los genios que le precedieron.

En este sentido, como apunta Stravinski en esas notas que nunca escribió, la pregunta sobre la proveniencia de Scriabin conlleva la construcción de una genealogía familiar y, puede que incluso más importante, una genealogía intelectual. Y es la construcción de esta genealogía intelectual la que permite a Guebel trascender la mera narración de los hechos para ensayar una teoría sobre el arte y su relación con la religión, la filosofía y la política, así como interrogarse en torno a los límites del arte y su posible final. Y ese fin del arte ensayado por Guebel no debe interpretarse según el paradigma de Fukuyama, sino hegelianamente: ¿Es posible ese “Conocimiento absoluto” cuyo advenimiento coincidiría, para Hegel, con el fin del desarrollo dialéctico de la historia? Guebel ensaya una respuesta negativa para dicha cuestión y la ensaya, antes que nada, cuestionando la posibilidad de ir más allá del propio arte, entendido este último no sólo como expresión artística, sino que, desde una perspectiva idealista, como vía para alcanzar la totalidad… pero una “totalidad de la inexistencia”, como comprobará el propio Scriabin.

Alexander Scriabin

 

 

Construyendo una máquina del tiempo, el niño de diez años, el miembro más joven de la saga construida por Guebel descubre que el libro que contiene la historia que el lector está leyendo “no estaba terminado”. En un giro nietzscheano, Guebel parece plantearnos la imposibilidad de la conclusión, pero al mismo tiempo la imposibilidad de salir de ese eterno retorno y, por tanto, la imposibilidad de inaugurar ese tiempo nuevo que vislumbra Scriabin con su Mysterium, una composición que deberá ser interpretada en el Himalaya como último acto antes de la nada, antes de la disolución de ese todo llamado falsamente “realidad”.

Los genios de Guebel pertenecen, en parte, a la estirpe de Adrian Leverkhün, el compositor de Thomas Mann que desea “la conciliación decorativa de lo inconciliable, la unión de lo demoníaco con lo oficial, de la soledad y el espíritu aventurero con la representatividad social”. Como para el protagonista de Doktor Faustus, para los genios de Guebel “el arte quiere dejar de ser apariencia y juego. Aspira a ser conocimiento y comprensión”, sin embargo, de la apariencia, aquella que tan bien supo representar musicalmente Offenbach, parece imposible huir. El ideal –el absoluto, recurriendo al propio título de la novela- del arte, pero también religioso y político, termina siendo inevitablemente una proyección imposible de alcanzar. En este sentido, El absoluto es una novela anti-utópica, una novela que plantea la imposibilidad de toda utopía, que, como indica el propio término, está destinada a ser siempre un u-topos, un no lugar. En Guebel la utopía no sólo es artística, más bien se entrelaza con lo religioso y lo político, con el misticismo y con los proyectos revolucionarios. Así aparece la figura de Lenin unida a otro miembro de la genealogía, cuyas anotaciones en las Anotaciones Espirituales de San Ignacio de Loyola están en la base de su formación política. Y, al mismo tiempo, la política está en la base de ese arte de la representación, pero también de ese arte que busca deconstruir lo representado, ir más allá del teatro del mundo, suplantándolo por otro. “Pensar el acto revolucionario como si fuera una representación teatral”, afirma Esaú, el anotador de San Ignacio de Loyola, “representar hechos como si fueran ciertos es, en definitiva, construirlos como tales. Al menos durante el tiempo que dura la representación”. Sin embargo, ¿qué hay más allá de la representación? O, en otras palabras, ¿la representación de hechos como reales no es acaso una montanea vía de escape ante la imposibilidad de salir de la representación dominante llamada “realidad”? ¿Cómo subvertir ese teatro del mundo asumido e interpretado, esa fantasmagoría dionisiaca que excluye la posibilidad de un arte que no sea mera apariencia?

El absoluto del título es la aspiración frustrada y, al mismo tiempo, es el ideal artístico y político al que inevitablemente aspirar, conscientes de que toda utopía –¿todo idealismo no termina siendo siempre utópico? – está condenada tanto a su imposibilidad como a la perduración del intento por llegar a ella. Ese inacabamiento del libro al que alude el niño es el inacabamiento del arte, pero sobre todo el inacabamiento de toda búsqueda del absoluto. Y, si hablamos de absoluto, absolutamente excelente es la novela de Daniel Guebel, para el cual todo adjetivo resultaría reductivo visto la ambición, la erudición y la maestría que condensa en El absoluto, un libro que no se agota en una sola lectura.

Foto del escritor argentino Daniel Guebel