Reivindicación del rococó. Del retrato para el recuerdo de la persona querida, de la vedutta de un canal, una plaza, una postal. De la memoria de la fiesta en el campo, del encuentro sensual, de los placeres de la carne y la belleza humana y no del pelo de rata cubista. (Perdónenme los amantes del contemporáneo, pero nadie me discutirá que es difícil encontrar una señora guapa o un individuo elegante de verdad en los retratos de las vanguardias de ya mesurable arte contemporáneo.)
Y sigo, querido lector. Busque a Watteau y se le animará la tarde, encuentre a Boucher y pasará una noche estupenda, conozca a esta Rosalba carriera y observará el arte de los mil retratos, entre ellos decenas suyos.
Al rococó lo llamaron Moderno, estilo moderno. A la pintura rococó se la llamó Pintura Galante, ¿qué de malo tiene? ¿Es la galantería un defecto, un vicio, un síndrome antidemocrático?
Yo por más que tratará de ser y fuese un chico moderno, con gustos actuales e inoculado generacionalmente por el virus progresista, no podía sustraerme al placer de la contemplación de las láminas que reproducían los palacios alemanes y los interiores Romanov. Me volvía loco contemplando las chinoiseries y porcelanas de las vitrinas de mis abuelos. ¿Cómo podía hacer alguien ascos a tomarse un chocolatito en una taza de porcelana Meisen, al estilo Meisen, que era lo que se tenía, junto a la Satsuma japonesa tan popular también.

Watteau. Mezzetino
Uno podía comprender tener una caja rústica del artesano del pueblo de al lado que trataba de combinar lo etnográfico con lo racionalista –un horror-, cuando si era, además, un alucinado, lo etno-artesanal quería convertirse en surrealista –un horror aún más grande-.
Se iban acumulando ese tipo de cosas, pero toda esta cacharrería y ámbito estético tan de entonces, luego y siempre en los tiempos que corren, se desmoronaba en la competencia de una cajita decimonónica de gusto dieciochesco. Sin palabras ante la cajita de marfil donde se guardaban los camafeos, o el estuche del collar, la tabaquera, cualquier elemento de la coqueta de mi madre. Se podía observar las líneas de un buen bastón, pero como comprarlo con un milord o con un tau ópera de blanca empuñadura.
El rococó era, y esto la gente no lo sabe, más que sobrio en sus formas arquitectónicas exteriores. Los vanos se amplían, las ventanas se hacen más grandes, hasta convertirse en puertas. Los edificios se reducen en pequeñas plantas circulares con unas breves alas como extensión excesiva.
También se olvida el gran jardín, el jardín versallesco, para irse a rincones al campo, donde extender algodones y rasos de campaña y deleitarse con la contemplación, el juego y la conversación, el juego y la conversación galantes.
Preocupa el interior
Se pintan lienzos medios y pequeños. Se pinta al detalle con gran superposición de copas y colores muy diluidos. También se pinta al pastel, directo y sobre el papel. Se vidria y se esmalta.
Importan todos los tamaños, los medios y los pequeños, las artes menores, ¿menores?, la porcelana entra en una carrera fulgurante con inicio de dominio sajón y fabulosa extensión francesa –Sevres- y latina, italiana y de la España borbónica, bronces y bibelots, juegos y juguetes, joyas y adminículos, la orfebrería enloquecida buscando acariciar de lujuria contenida la piel de las bellas y señores. Las telas. Otro mundo. Las telas rococó son como si la bóveda del cielo celestial se trasmutase en los vestidos que lucían aquellos individuos ya fueran simpáticos o untuosos, que se empeñaban en lucir aquellos peinados ciertamente excesivos, no tanto para ellas, que ya en época de Luis XV, el gran momento rococó, redujeron sus extravagancias capilares.
Yo apuesto y gano. Si uno se preocupa por contemplar con serenidad y cierto rigor analítico una porcelana Meisen, nadie me dirá que no es una maravilla. Apuesto y gano de nuevo. Si alguien al contemplar El columpio de Fragonard o el retrato de madame Pompadour, no advierte que el pintor es más que excepcional, que venga dios y nos impute cualquier pecado que no hayamos cometido y nos condené a ambos, al que lo niegue y a mí que se lo he mostrado. Si los cielos de Tiépolo en el Palacio Real de Madrid no lo sobrecogen, si el encanto del edificio Zuinguer en Dresde o el Sans Souci en Postdam no le parecen de los más encantadores de la Historia de la arquitectura, yo me desmayo y procuraré hacerlo junto a un torrentoso río que me aleje del que no observe lo que digo.
Cuanta barbaridad se ha dicho, y en la acepción misma del término, barbaridad de bárbaros de estepas sin civilización. El rococó es el culmen de la civilización antigua, media y renaciente. Ya no deja espacio sin tratarlo artísticamente, con una perfección artesanal como ya nunca se ha mejorado, con una sensibilidad y gusto que alcanza el paroxismo. Cómo se ha podido despreciar un estilo y artes –digo muchas artes con mucho arte en todas ellas- por el mero hecho que se tildaba –sin mayor conocimiento- de que era muy recargado. ¿Y qué?

Dibujo de Watteau