En abril de 1920, Ramón Gómez de la Serna publicó en las páginas de La Tribuna un artículo dedicado a Picasso –lo titulaba escuetamente así, “Picasso”– que comenzaba con estas acertadas palabras: “Siempre está bien volver a hablar de Picasso. Siempre”.
Ese volver a hablar de Picasso nos lo brinda ahora la publicación del libro Conversaciones con Picasso. El arte no es la verdad, I (1913-1971) editado por CONFLUENCIAS EDITORIAL, cuya edición ha corrido a cargo de Rafael Inglada, especialista en la obra del artista, quien desde la Fundación Picasso de Málaga ha desarrollado una fructífera labor sobre el pintor malagueño, con un breve prólogo de Emmanuel Guigon, museólogo y actual director del Museo Picasso de Barcelona y autor de publicaciones tan relevantes, entre otras, como Historia del collage en España (Museo de Teruel, 1995) o El objeto surrealista (IVAM, 1997).
Rafael Inglada ha reunido en este volumen (rescatando de la sima hemerografica como me gusta repetir) veinticinco “entrevistas” entre los años indicados, cincuenta y ocho años de la vida del artista, que nos abren un panorama de interesantes consideraciones sobre aquel prometeico genio de la creación artística que fue Pablo Picasso y que, para nuestro goce, van más allá de lo que el título de la publicación indica si tenemos en cuenta además que, como señala Inglada en su “Nota a la edición” “todos sabemos que Picasso no fue, en absoluto, un “teórico del arte”, como lo fueron algunos de sus contemporáneos… Acaso sí en la intimidad”. Así lo subraya también Guigon en su breve prólogo al comentar que “apreciaremos esta antología por diversas razones. La primera: hasta la fecha no existía ninguna publicación que reuniese el conjunto de estos textos”. La segunda razón: “El lector tendrá oportunidad de descubrir en estas conversaciones la extraordinaria lucidez y las sólidas reflexiones de Picasso” sobre sus obras, trayectoria vital o la actualidad de cada momento”. Pero el libro contiene, como en un tesoro, otras joyas de gran valor.
Siempre han interesado a los especialistas y a los curiosos de la obra del malagueño sus juicios sobre el arte. Además de los libros editados con anterioridad a este, de los que Guigon ofrece referencia bibliográfica en su prólogo, recordaré para el lector de esta reseña que el Catálogo de la extraordinaria exposición que pudimos ver en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, París. La colección del Museo Nacional Picasso (2008), cada uno de los diez periodos cronológicos en que se dividió la museografía y el contenido de la muestra comenzaba con una cita del artista recogida de autores como Robert Desnos, André Malraux, Marius de Zayas, Christian Zervos, André Warnod, Dor de La Souchère o Julio González. Y en la exposición más reciente, Olga Picasso (Caixa Forum, 2018) también se recurría a esta modalidad y se incluía, entre ellas, una recogida por Roland Penrose que no me resisto a copiar: “Se necesita valor… Cada pintura es un frasco con mi sangre. Eso es lo que hay en ellas.”
Si como señala Antonello Trombadori que visitó a Picasso en 1958 en su villa de La Californie “para él una entrevista es algo absurdo”, no deja de ser curioso que a través de las páginas de este libro no solo podamos adentrarnos en una selva selvaggia de juicios y consideraciones del pintor sobre su arte y el de otros colegas –especialmente Cézanne o Matisse– sino también en múltiples aspectos de su vida cotidiana y de su trayectoria vital. Así, el conjunto de estas entrevistas nos desvelan a un Picasso en su intimidad y, en cierta forma, pero solo en cierta forma, como entrelíneas, un Picasso sin aquel aura de genio que siempre le acompañó. Como escribe André Warnod en junio de 1945: “Una conversación con Picasso alimenta la vida y hace amar la pintura”. Una nota filológica: el lector de estas entrevistas siempre habrá de tener en cuenta que las “transcripciones” de lo dicho por Picasso al entrevistador no son el fruto de grabaciones literales sino resumen elaborado con mayor o menor fidelidad por sus entrevistadores.
Son muchos los aspectos que transitan por estas interesantes y amenas páginas. Uno de ellos, reiterativo, pero no menos importante, el de su aspecto físico, sus ojos, su intensa y penetrante mirada, además de su vestimenta. Ninguno de los entrevistadores se sustrae a ellos. Así le vemos desde los treinta y un años que tiene cuando le vista Kate Carew que resalta su “figura pequeña, robusta y juvenil… el cuerpo de un atleta, con unos hombros inusualmente anchos y una figura muy masculina” y “unos ojos más bien fijos”, hasta el retrato de Brassaï, en 1966, que remarca: “¿Es posible adivinar su edad? Tan joven, tan atractivo, tan firme, tan atento y tan elegante…” cuando el pintor tenía en ese momento 85 años. Ángel Ferrant habla de su cabeza “medio despeinada [y] curtido rostro”; Rosemonde R. Wilms de “su célebre mechón negro [que] le cerca deliberadamente la frente, los ojos, no menos famosos”; Albert Junyent de “aquellos ojos a ratos candorosos, pero más frecuentes cargados de malicia [y] el legendario mechón de cabellos”; Peter Whitney lo describe como “un hombre bajo, moreno y enérgico, con un rostro fuerte, ojos marrones penetrantes y cabello gris”, tiene entonces Picasso 63 años; Jerome Seckler destaca en este sentido en su visita al estudio de la Rue des Grands Augustins –los talleres de Picasso, otro tema recurrente en estas páginas con observaciones pertinentes sobre ellos– su sonrisa “cálida, sincera y hablaba sin pelos en la lengua, lo que me hizo sentir cómodo de inmediato”; así también en este mismo lugar, en marzo de 1945, lo vio Simone Téry “su poderoso rostro moreno, iluminado con unos cabellos finos blancos, esculpido con profundas arrugas, irradia amabilidad, una especie de serenidad sarcástica, e incluso una dulzura inquietante”; Anatole Jakosvsky, un año después, comenta el aspecto “afable y sonriente” de Picasso que –apostilla– “no tiene nada de brujo, excepto esa extraña mirada que te atraviesa”; Carlton Lake habla de “su voz grave y potente”; el ya citado Antonello Trombadori menciona sus “ojos color de tierra” que califica de “codiciosos para mirar”; mientras que Sylvie Marion, en octubre de 1961, se refiere a ellos como “acechantes, trágicos […] los más fulgurantes, los más alegres del mundo”.
Las observaciones y los datos que nos aportan las páginas de este libro sobre los estudios -talleres- de Picasso en distintas épocas de su vida son valiosísimos. Sobre todos ellos gravita una misma cualidad: el desorden y la acumulación. Desorden que afecta también a los espacios domésticos de sus distintas residencias. En Boislegoup, Albert Junyent al referirse al taller de escultura comenta: “Nada más entrar nos sentimos desorientados por la aparición de un atiborramiento de proyectos”, mientras que el taller de pintura “rústico, huérfano de toda coquetería, encierra un desorden fenomenal […] delatando al infatigable trabajador que opera allí”. Cuando Georges Sadoul acude, en julio de 1937, al estudio de Grands Augustins escribe: “Picasso me abre la puerta de su estudio de la rive gauche y me lleva a una inmensa nave un tanto ruinosa, amueblada caóticamente por los cachivaches traídos del Mercado de las Pulgas”. En Vallauris, pueblo de alfareros –localidad en la que Picasso “fatigó” la cerámica– “el estudio de trabajo de Picasso es una fábrica de perfumes convertida en taller […] En la habitación de la cerámica –cuenta Joseph A. Berry– “jarras y platos se alinean en estanterías como el catálogo de un museo” y Antonello Trombadori insiste en esta idea: “sobre algunas baldas he visto un museo de doscientas o trescientas ollas de barro con las formas más diversas, decoradas con imágenes en negro. Son la primera evidencia de su actividad como ceramista”. Trombadori acude a la imagen de un “garaje” u “oficina” para referirse a estos estudios, mientras que Alexander Liberman señala que “existe un parecido inquietante entre los estudios de París y Vallauris, ambos son enormes hangares oscuros”. “Las largas mesas –continúa– estaban cubiertas con latas de pintura, estantes con cajas de tubos de óleos, esculturas de juguete, sus propias esculturas […] Picasso está rodeado por una increíble masa de estímulos visuales […] Este hombre es un coleccionista; lo colecciona todo, todo lo que le agrada, le interesa o le inspira” y trae a colación una frase del propio Picasso: “Nunca muevo nada en el estudio. Lo dejo todo exactamente como está, sin moverlo”. Curioso juicio sobre la inmovilidad de las cosas en un artista siempre cambiante y transformador. Liberman hace una estimulante comparación entre los distintos talleres, de pintura, escultura, cerámica, como compartimentos concretos del cerebro del artista. Cuando Picasso le muestra el taller de pintura, Liberman constata que en esa “otra gran sala en forma de hangar […] se apilaban contra las paredes cientos de pinturas de Picasso”. “Quizá exista –apostilla– un complejo de museo en Picasso”, que asocia inteligentemente con la precisión notarial del artista al fechar todas y cada una de sus obras. “Es un coleccionista que colecciona y cataloga su propio arte, creando su propio museo en vida”. Un detalle significativo que nos desvela Liberman es que Picasso tenía una llave para cada taller. Un mundo cerrado para sí mismo. Liberman también se refiere a una vitrina que Picasso tenía en París cuya acumulación heterogénea de objetos nos recuerda las Wunderkammer manieristas. Léase su fascinante contenido en la página 213. Ese estar rodeado de un museo lo percibe Carlton Lake cuando en 1957 entra en La Californie que Juan Ramírez de Lucas –(otro coleccionista de arte popular y de belenes, en su colección había también títeres de Hermenegildo Lanz colaborador con Lorca en su teatro de marionetas granadino)– describe como “horrenda y graciosa al mismo tiempo; una especie de hotel balneario francés del siglo pasado, un ´pastiche´ Luis XV”. Lake al entrar en el vestíbulo de aquella villa advierte allí los “montones de cajas, esculturas, pilas de lienzos y vasijas”, y le comenta a Jacqueline “Esto parece un Museo Picasso”, quien le contesta “Esto es el Museo Picasso”. Sin llegar a la acaparación maniática del personaje de Charles Foster Kane de Ciudadano Kane de Orson Welles hay rasgos de cierta similitud. Aquí, en La Californie, en un estudio donde solo entraba Picasso (con sus palomas y pichones y su perro) pintaría las 44 interpretaciones inspiradas en Las Meninas de Velázquez que Trombadori asocia con cirujana precisión con el tema de “la realidad”, de la “tradición” y del “método moderno”.
Lo reseñado hasta aquí no agota, claro, el libro. Por sus páginas discurren otros muchos asuntos: referencias a otros artistas: al Aduanero Rousseau, a Matisse (del que más entradas hay), a Braque, a Vlaminck, a Léger, a Derain, a Dalí –al que según Brassaï, Picasso calificó de “motor fueraborda que nunca deja de funcionar” o a Solana del que cuenta una anécdota en París que dice mucho de la psicología de este pintor. Referencias a escritores como Apollinaire, Gertrude Stein, Max Jacob o José Bergamín. Y en este ámbito son de gran interés los comentarios sobre su faceta como escritor: “Picasso comentó que él mismo escribe todo el tiempo”, señala Joseph A. Barry, apostillando “Estilo cubista” explicaba”. Hay varias referencias al texto Le désir attrapé par la queue cuya primera edición, confiesa el propio Picasso, en 1966, “se ha convertido en una rareza” y a la pieza El entierro del Conde de Orgaz.
La alusiones al Guernica, a la Guerra Civil española, al Museo del Prado del que fue director en aquellos años, a la Exposición Internacional de París de 1937, a las primeras pruebas de Sueño y mentira de Franco, a la ocupación de Francia por los nazis, al Arte degenerado, a su adhesión al Partido Comunista, al Congreso Mundial de Intelectuales en Defensa por la Paz o a la recepción poco favorable por el ortodoxo Louis Aragon del retrato que dibujó de Stalin a su muerte, ocupan especialmente las páginas de las entrevistas que transcurren entre el 20 de julio de 1937 y el 24 de marzo de 1945, si bien los dos últimos acontecimientos fueron cronológicamente posteriores.
Otros muchos aspectos también resuenan en estas páginas. Su faceta como ceramista, escultor, dibujante y grabador, referencias y juicios concretos a algunas de sus obras, pequeños asuntos de la vida cotidiana, la familia, los hijos, las distintas residencias en las que vivió el artista, desde el decrépito Bateau Lavoir de principios del siglo XX hasta “esa inmensa casa de campo provenzal de Mougins”. Y una maravillosa alusión al “contrato de inquilinato del primer estudio que tuve en Madrid, en la calle Zurbano. Era una buhardilla en donde no había más que un catre de lona, una silla y los lienzos”, reflejo de aquel joven Picasso vinculado con la revista Arte Joven en el Madrid de 1901. Las casas que el artista habitó retratan el circuito de su trayectoria como artista.
Y claro, las numerosas referencias al arte de las que señalaré algunas de ellas que conforman desde ángulos muy distintos su mirada artística y que el lector irá descubriendo a lo largo de las páginas. “¿Desde cuándo un cuadro es una demostración matemática? Lo que hay que conseguir es que vibre”. “Yo pinto así porque es el resultado de mi pensamiento”. “No, la pintura no está para decorar apartamentos”. “El taller de un pintor debe ser un laboratorio”. “Yo no busco nada, no hago más que intentar incorporar la mayor humanidad posible en mis cuadros”. “Yo no pinto más que lo que veo”. “Los cuadros no son más que búsquedas y experiencias. Yo no he hecho jamás un cuadro como una obra de arte”. Y así, sucesivamente.
Termino por donde empecé. Con Ramón Gómez de la Serna que admiraba profundamente a Picasso al que trató en varias ocasiones, en París y en Madrid. En su artículo citado escribió con conocimiento de causa: “Picasso explica todo el arte contemporáneo, y es el único que lo explica con genialidad”, en consonancia con “todo lo que significa modernidad salvaje, novedad estrepitosa.”. Este oportuno libro Conversaciones con Picasso. El arte no es la verdad, I (1913-1971) editado por CONFLUENCIAS EDITORIAL, dentro su “Colección Conversaciones”, es una prueba fehaciente de ello. Y además, de amena lectura.