Creada en 1754, la Real Congregación de Hospitales recibió el encargo de construir en las lindes de la calle de Atocha –en el borde de los campos de atochares que dio nombre a la toponimia del lugar– un Hospital para Madrid. De sus trazas se encargó en primer lugar el ingeniero José de Hermosilla, pero la construcción final correspondió al arquitecto italiano Francisco Sabatini, cuyo proyecto “superaba en dimensiones al Palacio Real”. Su diseño aunaba las funciones de palacio, hospital y asilo. Constaba de varios patios. El edificio se fue adaptando a las nuevas demandas hasta convertirse en Hospital Provincial y luego Hospital General de Madrid, cuya función como tal concluyó en 1965, quedando abandonado hasta su declaración como Monumento Histórico Artístico lo que permitió dotar al edificio de un nuevo uso, el de Centro de Arte y Museo Nacional de Arte Contemporáneo, conocido popularmente como el Reina Sofía, pero también por su acrónimo MNCARS, cuya inauguración tuvo lugar en 1986.

La imagen más perturbadora que conozco de esta mole arquitectónica cuyo diseño combina la tradición del barroco italiano y la geometría –iba a escribir delirante– de lo escurialense, se la debemos a Ramón Gómez de la Serna, quien al acompañar a Gregorio Marañón en una visita a los enfermos en una tarde de domingo de abril de 1921, le confiesa que él había mirado mucho ese edificio: “cuando se ve la multitud de los enfermos asomados sobre el repecho de la balconada […] me ha parecido siempre la cubierta del gran trasatlántico que boga hacia el otro mundo. Parece que saludan con sus pañuelos tiesos, pañuelos desde cubierta, como apiñada multitud de emigrantes que saludan al que se pasea por el muelle alegre”.

En uno de aquellos patios del edificio, convertido ahora en jardín, tiene lugar Dar paso de Juan Ángel Juristo, y en él transcurren las micro historias, breves relatos, que conforman este libro. En ese patio interior de clasicista geometría –claustro al fin y al cabo– hay varios bancos, pero uno de entre ellos adquiere el carácter de protagonista, unificando las historias que se nos cuentan en el libro. Como contrapunto al clasicismo de la fría piedra granítica que rodea su arquitectura, varias esculturas –Toki Egin (Homenaje a San Juan de la Cruz) de Eduardo Chillida, Carmen, un móvil de Alexander Calder y Pájaro lunar de Joan Miró– cumplen también –y de qué manera– un papel protagonista más allá de lo meramente ambiental.

El título del libro, Dar paso es una expresión lexicalizada. Aparentemente sencilla, encierra una cierta complejidad semántica. En español tenemos otras fórmulas construidas con este verbo  –dar pena, dar vergüenza, dar miedo, dar rabia, dar risa, asociadas con los sentimientos, o dar de sí, dar la impresión, dar por sentado, dar cuenta de algo, dar tiempo– cuya etimología está relacionada con la dádiva. Y el sustantivo que le          acompaña -paso- denota extensión y movimiento, ir de un lugar a otro, y se relaciona con la acción de pasar, término que encierra a su vez la sensación de temporalidad, de que las cosas además de estar sujetas a un espacio concreto lo están también inexorablemente a la fugacidad y al paso del tiempo, que solo la escritura (el arte) pueden salvar del olvido. Como ocurre con Dar paso.

 

Para ver en 3D el patio donde se encuentra la escultura y el banco pinchar en el siguiente enlacehttps://cutt.ly/yjxmr3L

 

Espacio y tiempo, pero también sentimientos, confesiones, recuerdos, divagaciones, culpas, ajustes de cuentas y otros muchos aspectos, son el eje de abcisas y ordenadas que configuran estos relatos de Juan Ángel Juristo que toman forma a través de conversaciones o monólogos  en ese espacio aparentemente cerrado –mágico, en algunas ocasiones– que es el jardín musealizado. Y de ahí surge el contraste significativo que hila las sucesivas narraciones: en un espacio limitado acontece el pensamiento móvil. Lo expresa muy bien el protagonista de uno de los relatos al inicio del mismo: “El móvil de Calder no para de adoptar formas, el perro de Miró es extático… Sin embargo esta escultura de Miró está a punto de cambiar… es lo que contemplo desde este banco de metal. Da paso”.

Dar paso está formado (según el Índice) por XII capítulos. Pero el lector atento observará que falta el X. La numeración discurre del I al XII con esa ausencia. ¿Error? ¿Hecho a propósito? Personalmente me inclino por esto último. Ese aparente lapsus confiere a Dar Paso la categoría de opera aperta según la terminología de Umberto Eco que tanto nos fascinó en los años setenta del siglo pasado. Lo que sucede en un libro –espacio también limitado– parece decirnos Juristo está en él, pero también fuera de él, en las emociones, en los sentimientos y en la imaginación que despierta en el lector. En otras posibles historias.

Y hablando de bancos –de los de sentarse, claro– es muy probable que Juan Ángel Juristo, gran conocedor de la historia de la literatura por su excelente y prolongada trayectoria como crítico literario, avalada por sus extraordinarios juicios a veces de una brevedad acerada, haya tenido en cuenta como módulo inspirador otros relatos en los que un banco cumple ese papel desencadenante de la escritura. Por mi parte, citaré dos, no como influencia, sino como constatación: la estampa “Un banco del Retiro”, de Juan Ramón Jiménez: “ese banco viejo llovido y soleado [que] es de todos, pero cada uno lo coje de manera distinta […] a cada uno le da lo que le pide este banco justo del jardín” o el poema “El Sur” del Borges de Fervor de Buenos Aires, en el que desde un banco se crea el poema. Como en Juristo los relatos de este libro. Junto a un árbol –recordemos también– giran los diálogos de Vladimir y Estragón en Esperando a Godot.

Y ese banco, testigo mudo, es el que nos va permitir adentrarnos en las historias de Dar Paso, cuya estructura compositiva va in crescendo en paralelo a la intensidad que tiene la prosa a lo largo de las páginas y en paralelo con la necesidad que nos infunde el autor por querer conocer  nuevas vidas, nuevas historias, nuevos sentimientos, nuevas circunstancias. Cuestión de estilo que yo asociaría con la intensidad hipnótica que tiene la prosa de Juristo.

 

Juan Ángel Juristo. Foto de Lucía Calviño

 

Estas microhistorias que pasan ante nuestros ojos nos hablan de referentes muy variados. Enunciaré algunos de ellos. Los recuerdos. La cotidianeidad y la anonimia de las grandes ciudades. El miedo, simbolizado por el color rojo de la sangre. Voces entrecortadas, sirenas acuciantes, soledad, auto confesiones perturbadoras. Los amigos. Desencuentros. Diálogos triviales y vulgares. Sexualidad. Comparaciones desoladoras: la vida como los productos de caducidad fija que pasan a diario por las cajas registradoras. Citas literarias y artísticas, libros como esa edición de Manhattan Transfer que “tiene la friolera de cuarenta años” que el protagonista olvida en el banco al salir de allí. Adolescentes como la Lolita recordada o esa Joelle de fogoso comportamiento. Reproches. La excrecencia del pasado que mejor es no remover. Juicios críticos y valoraciones artísticas que se entretejen con anécdotas vulgares: como la habilidad para liar un cigarrillo. La infancia asociada con el descubrimiento de la transformación y los cambios. “Soy husmeador del cambio”, dice uno de los personajes, quizá el más singular de todos ellos, que se comporta como un agrimensor o topógrafo urbano capaz de comprender y retratar la singularidad de las ciudades que ha frecuentado –Bagdad, Madrid, Londres, Berlín o Lisboa– por medio de líneas imaginarias (¿o reales?) que traza en su deambular por ellas y que nos aproxima –en la tradición del flâneur– a una forma peculiar de construir el retrato de cada una de ellas. Un retrato en formato metonimia. Bagdad, por la madrasa y el hotel Al Mansur; Londres, por el pub The Antilope que articula los entornos de Chelsea, Belgravia y Knightsbrigde, al que se define como una “Ítaca de cuatro paredes”; Lisboa, por A Praia, “una isla de nostalgia caboverdiana” con sus luces de neón años cincuenta; o Madrid que cobra mayor extensión y que está presente en las páginas del libro por numerosos enclaves: la bulliciosa plaza de Atocha, lógicamente; el Caixaforum y su jardín colgante; el Bar Brillante; el Barrio de las Letras; los galdosianos alrededores del Palacio Real; los comercios antiguos de la calle Bordadores; los aledaños de la Puerta del Sol; las terrazas de la calle Argumosa; un restaurante senegalés; el cine Quevedo asociado con una historia que en sí misma es el germen de otra novela; Cuatro Caminos, Tetuán y Chamberí cuya línea divisoria, producto de un sui generis método cartográfico, recae geodésicamente hablando en un puesto de flores de una gitana. Tal sistema –cuyo resultado da lugar a figuras geométricas precisas– se nos muestra más creativo para conocer la realidad urbana que esas “obviedades de divisiones entre clases sociales –lo que los sociólogos y urbanistas llaman estratificación social– que nunca explicaban las motivaciones del desplazamiento de la línea”. De este trazador de líneas sabemos que “nunca fui un hombre acomodado, pero me las he apañado para recorrer un buen puñado de ciudades del mundo”, frase en la que capto un autorretrato del autor.

Sigamos con ese inventario. El turismo cultural anodino. La fascinación y el azoramiento por el otro simbolizado en una hilarante historia que protagoniza una niña “pálida, exangüe, un atisbo de marioneta”, quizá el relato en el que la historia se convierte en un laberinto de deseos inconfesables. La ironía, personificada en ese enorme gato que aparece y desaparece por el jardín que le hace preguntarse al protagonista de la historia “si pertenecía a alguien que trabajaba en el Museo o formaba parte del personal del mismo, como cazador de ratones, pero esto no es Inglaterra y la extravagancia aliada al sentido común es algo que nos es ajeno”, juicio que vale su peso en oro por lo que tiene de antropología cultural ad hoc. La ruptura y la huida con el presente para intentar una nueva vida, tomar decisiones que hagan realidad que “cada cual escribe su novela”. El intercambio de historias personales salpicadas por los celos y una turbia geografía de extrarradio asociada con los barrios de San Fermín o La China. Y, por supuesto, en este inventario o catálogo de referentes, una percepción del arte contemporáneo que rivaliza, por la ironía que desprende, con los comentarios crípticos ad usum de una buena parte de los especialistas. Recogidos todos ellos dan para una antología que rezuma ingenio. Toki Egin de Chillida “ese mazacote que parece unas tenazas rotas” (que en una de las historias es objeto de un incidente perturbador); el móvil de Calder “que tintinea según el viento… es aire”; o la escultura de Miró “el pájaro que mira al cielo”. Y muchos otros.

En “ese jardín interior del Museo” que es “como una isla flotante”, Dar Paso contiene además una joya de gran aliento narrativo: la muerte por amor que se nos cuenta en el capítulo IX. Esta como las restantes historias recrean y matizan aquella consideración que Galdós escribió en una de sus novelas más afortunadas: “por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela”. Matiz y recreación que en el caso de Juan Ángel Juristo se nos muestra además bajo la especie de que “todo lo contado […] es un subterfugio”.  

Un libro, en definitiva, que nos sumerge en el laberinto de la buena escritura, que nos atrapa y nos fascina a la vez como la “curva plana que da indefinidamente vueltas alrededor de un punto, alejándose de él más en cada una de ellas”.

 

 

 

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