Desde 1854 en que Alfred Tennyson escribió The Charge of the Light Brigade, en memoria de los caídos en la batalla de Balaclava, hasta 1968, en que Blake Edwards estrenó El guateque, película en la que Peter Sellers interpretó a un Gunga Din ácrata e irredimible transformado de aguador en corneta donde lo de “Aquello de que eres mejor hombre que yo” con que finaliza el poema adquiere visos de farsa escandalosa, se extiende el relato más completo de la parafernalia de un Imperio que a diferencia del español, imbuido plenamente en la moral barroca y en su ceremonial estricto, ese siglo que “más fantasía pudo obtener”, en palabras de Giuseppe Ungaretti, con los modernos medios de  propaganda a su alcance, incluido el cine, sobre todo el cine, fue capaz de dar forma y color en la cultura de masas de los fines calculados de una rapiña al mito que enlazaba con los héroes antiguos.

Nuestra infancia conoce la épica del Oeste, la única épica moderna, pero también el sentido de la aventura y ahí es donde se cuela el Imperio, con sus casacas rojas, su exotismo que tiene en la India su perla más codiciada y su sentido del deber, de la moral, de la civilización. Como señala Javier Jiménez , editor de Fórcola, en su “Nota a la edición” que acompaña la publicación de El hombre que llegó  a ser rey, de Rudyard Kipling, es ese sentido de la aventura, aprendido y sentimentalizado a través principalmente del cine, lo que le ha movido a editar la nouvelle de Kipling y que junto a Kim, probablemente su obra maestra si no hubiese existido El libro de las Tierras Vírgenes, nos habla del Gran Juego y se alude a ese G T R, Great Tronk Road, la carretera que, al modo de una Via Appia moderna, era la ruta esencial que unía el inmenso territorio del Raj.

La edición, profusamente ornamentada con grabados de la época y carteles de películas que tienen al Imperio Británico como telón de fondo, desde Gunga Din hasta Las cuatro plumas pasando por Tres lanceros bengalíes y, por supuesto, El hombre que quiso reinar, la película que en 1979 realizó John Houston sobre la nouvelle de Kipling y que tenía como actores principales a Sean Connery y Michael Caine, contiene, amén de una nueva traducción de la obra de Amelia Pérez del Villar, un prólogo de Eduardo Martínez de Pisón sobre el Kafiristán, actual Nuristán, ese paisaje afgano donde tiene lugar la aventura de los dos militares y que en Kipling, tan proclive al mito, adquiere la categoría dada a esos espacios con que en los mapas antiguos se señalaba la tierra no hollada aún por los conquistadores, “Hic sunt leones”, y un epílogo debido a Ignacio Peyró, degustador de rituales británicos, donde pone la mano en el asador respecto a esta obra cuando afirma que “Su  India (la de Kipling) tiene que ver más con lazarillos y quijotes que con el brillo de las condecoraciones en la pechera de un Virrey”, lo que, desde luego enlazaría con Charles Dickens y su quijotesco y comprensivo y feliz Mr. Picwick.

Y, en efecto, conviene llamar la atención sobre este aspecto de Kipling y que aprovechamos en el momento de dar cuenta de esta nueva edición de El hombre que llegó  a ser rey y es el hecho de que Kipling es un hombre de la India, no de la Metrópoli, lo que le aleja como escritor de los ribetes imperialistas de los autores de la Isla. Kipling nunca se sintió a gusto con el modo que desde Londres se enfocaba el dominio de la India y que llegó a su máxima expresión cuando se opuso al modo que tenían los liberales de tratar el problema indio, es decir, explotar los recursos, sí, pero olvidándose de ese sentido de protección de los antiguos imperialistas. Debido a esto gentes como George Orwell, quizá el mayor responsable de que se haya tomado a Kipling como epítome del autor defensor del Imperio Británico, le calificó de reaccionario sin remisión.

Conviene renovar, al enfrentarnos con la lectura de este relato que formó parte de The Phanton Rickshaw and other tales, publicado en 1888, esa imagen de Kipling y para nada mejor, amén de Kim que es la novela-llave del mundo indio imaginado por su autor, que esta aventura kafiristiana de los dos militares británicos, representantes genuinos de esos “quijotes y lazarillos” de que habla Peyró. De la justeza descrita por Kipling de este paisaje habla la anécdota del reconocimiento del símbolo masónico como emblema de Iskander, Alejandro, el semidiós griego y que encontró su destino en la India. A mi me sucedió en el bazar de Bagdad cuando inquirí sobre el precio de un camafeo claramente obra inglesa de los años veinte y el que lo vendía, a fin de resaltar su antigüedad, me espetó sin problema alguno que era de los tiempos de Iskander. Emoción.

 

Rudyard Kipling. El hombre que llegó a ser rey. Traducción de Amelia Pérez del Villar. Fórcola Ediciones. Madrid. 2020. 115 pp

 

 

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