«Lo que me salvó fue la idea de suicidio (…). Lo que me ha permitido vivir es que yo tenía ese recurso siempre a la vista», dijo E. M. Cioran, enunciando lo que a algunas personas les parece una paradoja. Pero no a Eva Meijer (Hoorn, Países Bajos, 1980), que en su reciente libro Los límites de mi lenguaje (Katz, 2021) cuenta cómo esa misma idea, unida a la posibilidad de la medicación y otros apoyos, le fue útil para sobrevivir a una de sus depresiones.
Licenciada en Filosofía y con un marcado perfil artístico, las líneas de investigación de esta autora son la cuestión animal, el lenguaje y la justicia, y así se materializan en libros anteriores de su obra escrita, pero este ensayo es «una breve investigación filosófica sobre la depresión» en la que recurre a sus propias experiencias: «No para exponerme por completo sin callar ningún detalle, como escribe Rousseau al principio de Las confesiones. No me interesa bosquejar una imagen veraz de mi vida hasta la fecha o elaborar un autorretrato; utilizo mi propia vida como lente para investigar la estructura y el sentido de la depresión», y añade que «las cuestiones que preocupan a las personas deprimidas son las fundamentales del ser humano. Además, están vinculadas con todo tipo de cuestiones filosóficas, como la relación entre cuerpo y mente, el lenguaje, la autonomía, las relaciones de poder y la soledad».
Con este inmejorable punto de partida, Meijer se narra a sí misma desde la premisa de las estructuras que la configuran por formación, las de la tradición filosófica del siglo XX, y plantea facetas de la depresión, como el aislamiento, la culpabilidad, el tedio o la pérdida de ilusión, apoyándose en el pensamiento de Séneca, Montaigne, Wittgenstein, Heidegger, Sartre, Camus, Foucault o Derrida. Pero muestra para ello una forma demasiado simplificada de esas propuestas teóricas, que finalmente se alejan del objetivo inicial –aquella reflexión acerca de la estructura y el sentido de la depresión– y le sirven casi únicamente para contar su propia vivencia de manera llana, sin profundizar ni polemizar con las aristas del encaje entre la depresión y las ideas de esos autores: «Merleau-Ponty habla también sobre la importancia de los hábitos. El aprendizaje de nuevos hábitos expande nuestro arraigo en el mundo. Caminar se ha convertido en un hábito para mí, al igual que correr; son parte de mi vida y me ayudan».
Esta narración de las experiencias estrictamente personales puede ser muy valiosa –incluso en los casos en los que adolece de cierta voluntad universalizadora–, especialmente para las personas que están pasando por lo mismo y no ven la salida o para las que, a través de esta lectura, empatizarán con ella. Pero es importante recordar que tanto el título como la declaración de objetivos sitúan inicialmente el libro en otro campo y a la lectora en otras expectativas, las de aquella «breve investigación filosófica sobre la depresión» desde la riqueza de una primera persona muy implicada, algo que no queda resuelto por la mera referencia. Este loable diálogo entre su depresión y la tradición filosófica que la acompaña se debilita y destrenza no solo por la esquematización de las ideas, sino también porque Meijer hace hincapié en sistemas de pensamiento que han quedado obsoletos para explicar de manera satisfactoria el porqué de ese malestar hoy, mucho más ligado a cuestiones de nuestro siglo que exceden la capacidad de algunas de las propuestas filosóficas de antaño.
En este sentido, resulta problemático también el continuo uso del término «trabajo» para referirse a su quehacer artístico y literario, que no deja de ser un modo comprensible y sano de anclarse en la rutina como parte de la salvación, pero que al mismo tiempo lo acerca a la productividad, a la lógica de los beneficios (y poco importa aquí que estos sean económicos o de otro orden, como emocionales). Un modo de vida que genera un altísimo porcentaje de personas deprimidas por una serie de razones endémicas (la retórica del éxito-fracaso, la presión autoejercida, el estrés, las expectativas) termina haciendo que esas mismas personas encuentren el alivio en su verdugo: «En general trabajo demasiado, o al menos mucho más que la mayoría de la gente, pero eso es bueno: mejor cansada que muerta», escribe Meijer, algo que francamente no parece una postura crítica –en el sentido filosófico– ante el problema.
A pesar de todo, el recorrido de la autora por los difíciles caminos de la enfermedad mental es un punto de apoyo para lo humano, y están narrados con valentía, naturalidad y esperanza. La riqueza de su testimonio se completa al redimensionar la depresión no centrándose exclusivamente en ella sino en una búsqueda de sentido más general, al abordar la dependencia relacional, la necesidad de diálogo o la ayuda de los animales en los procesos de curación. «No puedo, como algunas personas, alegrarme por lo que está por llegar», pero en Los límites de mi lenguaje leemos cómo sí encuentra motivos de dicha en el presente y sabe hacer partícipes de ello a los lectores.