
Foto de Alphonse Bertillon. París 1903
Salvo en el caso de los crímenes de guerra o genocidios, cuya impunidad está en manos del avatar político, el crimen sin castigo suele asociarse en la imaginación popular con el crimen perfecto. Pero, ¿qué es un crimen perfecto?, o mejor aún: ¿existe el asesinato perfecto?
Se trata de una disquisición sin respuesta cierta porque depende de muchos factores circunstanciales, Quizá los únicos crímenes perfectos que existen- como ocurre en el caso de los espías- son aquellos que nunca han salido a la luz, de los que nunca se ha hablado, y por tanto ni siquiera sabemos que se trata de crímenes. Otra cosa son los asesinatos sin resolver, los casos archivados por falta de culpable, abundantes en cualquier país y época. Cientos de asesinatos quedan todos los años sin castigo en el mundo porque se ignora quién es el autor o porque la mano de la ley no es tan larga como parece. Además, ley y justicia no siempre son equivalentes. En muchos casos, los que aplican la ley, aun estando convencidos de la culpabilidad del sujeto, carecen de pruebas fehacientes para encausarlo y en tales casos, ante la duda, el asesino se sale con la suya: in dubio pro reo, sentenciaron los antiguos romanos.
Los crímenes irresueltos son como viejas fotografías olvidadas en un cajón, cuyas imágenes se van desfigurando con el paso del tiempo y terminan torturando a los buenos policías. Pasan a engrosar las páginas de lo que Borges llamaba “historia universal de la infamia” y tienen un efecto social altamente desmoralizador porque suponen una afrenta perpetua a la memoria de las víctimas – encarnada en sus parientes y amigos próximos- y además son un “premio” a los asesinos que obtienen beneficio o satisfacción con el delito.

Foto de Alphonse Bertillon. París 1902
Contra lo que parodió el opiómano Thomas de Quincey en su conocido ensayo titulado El Asesinato como una de las Bellas Artes, el asesinato nunca ha sido un arte. Todo lo más una técnica para resolver un problema favorablemente al asesino. La mayoría de lo que solemos llamar “crímenes perfectos” es un producto de la chapuza procesal, la incompetencia de los investigadores, la corrupción de los que controlan las leyes o el puro azar. Hoy en día, con un desarrollo acelerado de las técnicas de detección que roza lo fantástico, ningún crimen tiene asegurada la impunidad al cien por ciento. Pero el factor humano, la suerte, la habilidad de los abogados, la falta de medios, la inclinación o venalidad de los juzgadores o la impericia forense juegan en ocasiones a favor del asesino. También la manipulación de la prensa, el barullo social o la personalidad de la víctima y del victimario pueden convertir un caso claro en un caos en el que la opinión pública termina convertida en un elemento irracional de presión, hasta alcanzar niveles grotescos, como sucedió con el asesinato de la ex mujer del famoso deportista norteamericano O.J. Simpson, quien acabó siendo absuelto penalmente por un jurado y condenado civilmente por otro distinto.
Por definición, un asesinato siempre tiene un motivo que sirve de elemento clave para descubrir al autor. La rabia, el odio, la lujuria, el dinero, la ambición, la venganza, los celos, el miedo o la avaricia son motivaciones perpetuas, y a esto habría que añadir hoy la enajenación producto de las drogas, como ocurrió con los asesinatos de la banda de Manson en California, que no quedaron impunes. En cualquier caso, los crímenes siempre retratan con crudeza y autenticidad el trasfondo de una sociedad enferma. “Cuando me muera voy a renacer en el Paraíso y todos los que he matado serán mis esclavos”, dejó dicho el “asesino del Zodiaco”, que a fines de los años 60 del siglo pasado mató en Estados Unidos a cinco personas en el lapso de seis meses y cuya identidad – a pesar de sus llamadas a la policía y cartas a la prensa- sigue siendo una incógnita, igual que ocurrió con Jack “el Destripador”.
Todo asesino espera sacar algo de su crimen, aunque solo sea satisfacer su ego o alegrarse de eliminar de la faz de la tierra a la persona odiada. En ocasiones, sin embargo, la intencionalidad no está clara, bien porque no existen razones aparentes o porque la perturbación mental del homicida envuelve las motivaciones en una maraña de sadismo sin sentido, como ocurre con muchos asesinos múltiples. En tales casos, cuando el motivo parece no existir, las posibilidades de capturar al criminal se reducen drásticamente. Eso explica, por ejemplo, que haya quedado sin resolver un crimen múltiple tan feroz como el que tuvo lugar en Los Galindos, el cortijo próximo al pueblo sevillano de Paradas, donde en julio de 1975 aparecieron asesinadas cinco personas sin que se pudiera averiguar la causa de las muertes. En España, además, los asesinatos prescriben a los 25 años, a diferencia de lo que ocurre en muchos países del mundo, donde no caducan nunca.

Foto de Alphonse Bertillon. París 1904
Un crimen sin motivación es casi imposible de reconstruir, y otro tanto ocurre cuando no existe conexión demostrable entre el asesino y su víctima, como sucede con los crímenes de los asesinos a sueldo o los que llevan a cabo sicarios de organizaciones mafiosas y servicios secretos. La técnica más segura para el criminal sin relación con la víctima es matar de improviso y desaparecer sin dejar rastro, o también puede ser al revés: dejar tantos rastros que se confundan y no lleven a ninguna parte. Los verdugos de la mafia saben mucho de esto y algunos han muerto de viejos con muchas “ejecuciones” a sus espaldas.
Venenos y ataques al corazón provocados son también vías de escape frecuentes para los asesinos sin castigo. En este sentido, los ambientes familiares o vecinales cerrados son caldo de cultivo ideal para crímenes solapados, fuera de toda sospecha, si consiguen evitar las autopsias capaces de señalar al criminal. Sería muy larga la relación de muertes culpables que han quedado encubiertas en poblaciones pequeñas y apacibles por la sencilla razón de que nadie las cuestiona ni pone en duda que se deban a causas naturales. La víctima muere, se firma el certificado de defunción, se la entierra al día siguiente y las aguas vuelven al cauce de la rutina cotidiana. Así de simple.
Sin cadáver tampoco hay asesinato plenamente demostrado, a no ser que el culpable confiese de forma convincente. En España, uno de los casos más sonados es el del empresario zaragozano Publio Cordón, víctima de un secuestro de la banda terrorista GRAPO en 1995, y cuyo cadáver nunca apareció, a pesar de que la familia pagara en París el rescate de 400 millones de pesetas solicitado.
Otra causa importante de impunidad suele ser el atropello con fuga causado con un vehículo, y todavía mucho peor que el crimen sin castigo es el crimen castigado erróneamente, cuando el condenado es inocente y el auténtico culpable queda en libertad.

Foto de Alphonse Bertillon. París 1903
CRIMEN Y POLÍTICA
La curiosidad por los crímenes sin solución aumenta con la fama del asesino o de la víctima, y alcanza su apogeo cuando se trata de personajes políticos. La lista de crímenes históricos o magnicidios sin castigo es muy nutrida y perdura en la memoria más que cualquier otra. La mayoría de los crímenes por motivaciones relacionadas con la política deja muchos cabos sueltos, sin final definitivo. En España, tenemos todavía pendiente el asesinato del general Prim, presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, que murió acribillado en la madrileña calle del Turco ( hoy Marqués de Cubas) el 30 de diciembre de 1870, poco después de que el periodista José Paúl y Angulo anunciara en su periódico que “había que matarlo en la calle como un perro”. No hubo ningún detenido, a pesar de que la instrucción del sumario duró ocho años y reunió más de 18.000 folios, y el caso se sobreseyó al casarse el rey Alfonso XII con la hija del duque de Montpensier, que era uno de los principales sospechosos de haber manejado los entresijos del crimen.
Ejemplos clásicos de crímenes políticos recientes y sin resolver son los asesinatos del presidente J.F. Kennedy, Luther King o Malcolm X en Estados Unidos, lo que en buena medida pone de manifiesto la violencia soterrada en la sociedad norteamericana. En especial, el asesinato de Kennedy reúne todos los ingredientes del crimen “perfecto” que deja a salvo a los verdaderos inspiradores de la muerte, pese a la inmensa cantidad de datos reunidos en torno al magnicidio que han sido publicados y están a disposición de cualquiera que desee repasarlos. A estas alturas resulta muy difícil de creer que Oswald, el pretendido asesino, asesinado a su vez en directo ante las cámaras de televisión, actuara en solitario por su cuenta, sin una motivación seria. Y algo parecido sucede con el asesinato del líder de los islamistas negros norteamericanos, Malcolm X, acribillado a balazos en 1965. El crimen se atribuyó a tres partidarios de la Nación del Islam (con la que Malcolm X había roto) que fueron detenidos y condenados a cadena perpetua, pero la realidad es que a partir del atentado, el movimiento radical de los musulmanes negros quedó prácticamente liquidado en Estados Unidos, y muchos dieron por hecho que una mano muy poderosa había movido los hilos.

La policía traslada el cadáver de Malcolm X
En la crónica negra de los asesinatos políticos sin solventar de los últimos tiempos, destaca también el del primer ministro de Suecia, Olof Palme, tiroteado en Estocolmo el 28 de febrero de 1986 al salir con su esposa de un cine. Iba sin escolta. El asesino se le acercó tranquilamente por la espalda y el suceso sigue sin esclarecerse. El arma homicida nunca apareció. Como supuestos autores se habló de la ultraderecha sueca, el servicio secreto sudafricano, la Fracción Roja del Ejército Rojo Alemán o algún grupo mafioso, pero solo fue acusado un delincuente común y toxicómano, Christer Petterson, condenado a cadena perpetua, y al que la viuda de Palme identificó en una rueda de reconocimiento. Petterson – que carecía de móvil claro- quedó en libertad en 1989, tras ser aceptada su apelación, y falleció en 2004 de una hemorragia cerebral. Punto final.
La desconfianza en el resultado del proceso legal – que tiñe muchos de los asesinatos políticos- se produjo también en el repulsivo el crimen con tortura de las tres niñas de Alcàsser en 1992, y al menos uno de los asesinos, Antonio Anglés, permanece huido y desaparecido. O en el caso de los marqueses de Urquijo, asesinados en su propio dormitorio durante la noche el 1 de agosto de 1980. Los jueces condenaron en 1983 al yerno, Rafael Escobedo, por el doble crimen del matrimonio. Pero Escobedo apareció ahorcado en la cárcel en 1988, y su amigo Javier Anastasio, detenido como coautor, escapó de España antes de ser juzgado y en la actualidad los cargos contra él ya han prescrito. La policía y la mayor parte de los estudiosos del caso siempre sospecharon que fueron cuatro o cinco los asesinos, y de ser así, la mayor parte de ellos han escapado al castigo.
Los crímenes sin castigo son grandes alimentadores de literatura policiaca. Además de surtir continuamente de argumentos a la ficción escrita, en especial a la novela negra, han contribuido a la creación del género denominado “ no-ficción criminal”, basado en la aplicación de procedimientos novelescos al relato de hechos veraces, con obras maestras ya clásicas, como “A sangre fría”, de Truman Capote o la “Operación Masacre”, del argentino Rodolfo Walsh, sobre la represión que siguió al levantamiento militar en 1956 contra el gobierno que había expulsado del poder a Perón. Walsh se adelantó con esta novela en varios años al Nuevo Periodismo surgido en Estados Unidos. Pero para algunos criminólogos y sociólogos, esta continua “novelización” de la realidad delictiva actual acarrea un grave riesgo: si cualquier hecho criminal tiene reflejo inmediato en la ficción, la literatura puede actuar como un cloroformo social y una evasión para no enfrentar los problemas reales. La gente se convierte en espectadora pasiva de una realidad macabra, y el crimen pasa a ser un capítulo de entretenimiento más en la sociedad del espectáculo. Carnaza para reality shows. Pasen y vean.

Foto de Alphonse Bertillon. París 1900