Lo desconocía: hay un color llamado Vantablack. Concebido inicialmente para uso militar por la empresa británica Surrey NanoSystems, es este un color negro más negro que nada que podamos imaginar excepto, quizás, la nada. Obtenido a partir de nanotubos de carbono tres mil quinientas veces más finos que un cabello, absorbe la luz en un 99,965%, lo que hace que consiga abolir las formas de aquello a lo que se aplica. Más que un color, es un agujero negro. Y tiene dueño. Anish Kapoor se hizo con la exclusividad de este color en 2016, y decir que un color pertenece a alguien es como decir que ocurre lo mismo con el aire, el fuego, el agua o la tierra: tan increíble como cierto.

Esta información sobre el Vantablack está relatada en Lo que no tiene precio, ensayo bella y necesariamente publicado por Cabaret Voltaire a finales de 2018 –mismo año de su publicación original– y traducido por Lydia Vázquez Jiménez, quien también lo prologa con acierto. Su autora es Annie Le Brun (1942, Rennes, Francia), poeta e intelectual surrealista quizá no demasiado conocida –aunque si se nombra a los hombres que hicieron de satélite en su vida sí se enciende la luz del reconocimiento; por eso no lo haremos, porque no es necesario tirar de ese hilo para situar su pensamiento en un lugar referente de nuestros días–. Anarquista y ecologista, Le Brun es ante todo de una honestidad ideológica que no suscita sino polémica. A ello contribuye también su manera de expresarse que, de firme, hay adalides de la templanza a los que puede resultar violenta –también de eso se trata–. En Francia se hizo célebre tras aparecer en el programa Apostrophes, de Bernard Pivot, en el que presentó su libro Lâchez tout, un manifiesto contra cierto neofeminismo desde sus propias filas, y como ella misma dijo, la primera y hasta entonces única crítica del feminismo procedente de la izquierda.

La tesis de Annie Le Brun es implacable al tiempo que enarbola la belleza –el amor, la poesía, la singularidad– como única resistencia. Y defiende estos valores, que ahora parecen obsoletos, ante una curiosa y civilizada barbarie llena de cinismo que ha declarado veladamente una guerra «contra el silencio, contra la atención, contra el sueño, o incluso una guerra contra el aburrimiento. (…) Pero, además, y sobre todo, una guerra contra la pasión. Dicho de otra manera, una guerra contra todo aquello de lo que no se puede extraer un valor» (esto último tomando las palabras de Jonathan Crary). La resistencia se tiene que dar entonces frente a la fealdad que adormece nuestros sentidos, impuesta por lo que ella denomina el realismo globalista. Las armas de este bando son la negación –incluso de la propia negación–, el cinismo al servicio de una mercantilización absolutista, la subversión del sentido y de la representación. El resultado es una seducción estética a través de lo monumental, del gigantismo, prueba de un paso sin retorno de lo cualitativo a lo cuantitativo.

Annie Le Brun

Todo esto lo ilustra Le Brun con ejemplos tomados mayoritariamente del arte contemporáneo, principal objetivo de sus críticas más descarnadas, en tanto ha secuestrado la historia del arte y se ha puesto al servicio del poder, siendo poder él mismo, a través de operadores verbales dignos de sofistas. Fundaciones, museos y especialmente artistas –como Damien Hirst o Jeff Koons– no han tenido recato en sumarse a la autoría del estrago, haciéndose pasar por promotores de la belleza en esa doble negación anunciada. El resultado en los espectadores –consumidores– es finalmente que «toda coherencia sensible está desterrada» y toda crítica, bloqueada o incluso blanqueada: la estética más adulterada (la belleza de aeropuerto, global y neutra) sustituye a la ética. Surgen caminos paralelos: la apropiación simbólica de los cuerpos y del espacio público: «Hay algo tan fatídico en la forma en que el triunfo del esteticismo ha logrado deformar los cuerpos como en la forma en que el paisaje está convirtiéndose en la víctima de un turismo que lo desfigura y deteriora de manera irreversible». La moda («a falta de encontrar una identidad estable, se apuesta por las tendencias», que a fuerza de mercantilizar los signos de rebelión, los neutraliza), el arte contemporáneo y el deporte se unen para difundir el mismo dogma de competición y, a la vez, de pertenencia en este mundo que opera en pro de su propia destrucción pero del que nadie quiere verse excluido.

Ante tal análisis, sin duda poco optimista, Annie Le Brun no se queda en el mero diagnóstico y ofrece una alternativa de oposición, un antídoto, el sabotaje, en unas páginas finales en verdad hermosas: «si aún queda alguna esperanza, no puede venir más que de ahí adonde conducen las más singulares deserciones». Y personifican estas los utopistas, como William Morris y Élisée Reclus, pero sobre todo los soñadores-constructores y tantos buscadores de pasajes (Dante, Victor Hugo…) que comprendían que «la belleza, si existe, no puede venir de arriba». Contra la omnipotencia del dinero, tenemos esa belleza y el deber de inventar otra coherencia, algo que conduce necesariamente a la reivindicación y disfrute de lo que no tiene precio.

 

 

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