El ángel que me acompaña, el ángel que siempre tengo encima, cuya sombra me cubre los días de sol, cuyo blanco fulgor ilumina mis caminos oscuros. Con sus alas blancas evita que me queme, que la lluvia me moje, que el viento me arrastre. Si voy a tropezar, el cae primero y me sostiene. Es mi ángel, mi ángel custodio. Nunca quiere separarse de mí.
Es una nube, una sonrisa, un beso, una caricia. El ángel sobre mi cabeza, sobre mis hombros, a mi espalda, a veces, juguetón entre mis piernas, abrazándome, siempre sonriente o, al menos sonrojado y alegre. El ángel que me sigue cerca, en este aire mismo, en el aliento, casi en la piel. El ángel bueno… a veces malo, nunca demasiado perverso. No, nada de eso.
Es una mano que te guía, un abrazo cuando el frío, una luz en la noche triste y solitaria. El cascabel entre brisas, la cornamusa cercana entre vientos arreciando. Una estrella, un candil. Mi ángel siempre sabe el rumbo, parece conociera nuestros destinos, y quiere que mis pasos sean lo más certeros posibles. Ángel bueno y tan condescendiente conmigo, siempre un diablillo. ¿Cuánto es lo bueno que puedo decir de mi custodio? ¡Qué bonito es vivir teniendo un ángel contigo!
Feliz día aquel día triste. La mañana que llegaste a mi corazón. El ángel que se me apareció acariciándote. Porque igual que algunas nubes pasan lejanas sin reparar en nuestra existencia, en su influencia sobre nosotros, otras traen la lluvia. Coquetas, enfadadas o generosas hay nubes muy grises, que nos traen días de viento, y otras que nos traen agua, la vida. Las nubes son mi paisaje desde niño, nubes y nieblas. La vida la tenía. Pero me faltaba el cielo para el que me habían prometido naciendo y resultó que el cielo no eran las nubes y las noches de estrellas, el firmamento celeste. El cielo, ángel mío, eras tú.
Fue acariciando tu cuello cuando te salieron alas en los hombros, cuando te trasformaste tras haber besado mis labios los tuyos. ¡Qué fortuna tuve! ¡Cuánta bondad de la existencia, porque no decirlo! La maravilla de tenerte en mis brazos, musitando, decía la canción. Nos dijimos susurrantes… de nuestros brazos al cielo. ¿Dónde las brisas? ¿Dónde los vientos? ¿Hacia dónde volaremos? Una flauta, una lira, un violín, un cuaderno de papel para escribirnos todos los versos. ¿Necesitaríamos más? Nos fuimos, ángel mío, nos fuimos. Un mapa, un catalejo. ¿Con qué nubes nos iremos? ¿A cuál de los vientos esperamos?
Podía haber sido solamente un momento iluminado, un bello espejismo y este poema una mera sensación rococó. Pero no fue así.
Entonces, cuando te transfiguraste, tomaste mi mano y seguí tu vuelo, el vuelo de tu falda primero, de tu pelo después. Abrazado a tu espalda, al revés, en tu regazo, de tus manos prendido como los ángeles de Tiépolo. Juntos estepas y firmamentos. Los ángeles sois muy inquietos, los diablillos ni que decir tiene.
Nos fuimos a la carretera, a los caminos del mundo y a sus mares. Uno y otro, en un para siempre, nos hicimos luz y guía de ambos. Haríamos miles de kilómetros y millas juntos. Varios nortes y algún sur del sur. Montañas y quebradas, valles y páramos. (Ni tú, angel mío, ni yo, somos de desiertos, pero alguno hemos recorrido también). Caminos que son los hilos de la memoria, posadas y camas que son los rizos de la mente y sus recuerdos. Y son tantos. Tantos días tras días en la mar, en la arena como en la nieve. Geografías y paisajes. ¡Qué buenos! ¡Cuánta felicidad y belleza! Cómo no decirlo, proclamarlo en este alegre poema que me encanta escribir, hablarle a mi amor y decir de él, que es mi angel custodio, buen guardián, ese angel que me acompaña. Que viva la vida vivida contigo en todas sus geografías. Hay ángeles en todas ellas, pero yo te he tenido a ti, que esa suerte tengo. Porque buena parte de la buena vida está en la elección. Pero también en la suerte. Soy un afortunado, tuve una buena mano al acercarme a las tuyas, a tus naipes, en la ruleta eché mi suerte a tu parte, a tu color.