Uno de los placeres de la persona bibliófila es acariciar, casi inconscientemente, la cubierta del libro que va a leer, detenerse en el tacto del objeto sagrado. Yo no soy ajena a esto, razón por la que me turbó encontrar en ella, con la yema de los dedos, un surco que la atravesaba… y se convertía en otro y en un tercero. A partir de esto reconstruí la historia: era la marca del cúter con el que la librera, aventuro, abrió la caja que contenía estos ejemplares. Es probable que a pesar de ejercer uno de los empleos más bellos estuviese apurada, así que pasó por alto el detalle del cuidado. Y me parece que la realidad rima –aunque en asonante, en este caso– porque el libro es Cómo no hacer nada (Ariel, 2021), de Jenny Odell, un canto a la calma, al esmero, a la atención recentrada, a la implicación con el lugar que habitamos, con las cosas que tocamos y hacemos.

En este ensayo escrito en primera persona y que ha sido ya un éxito de ventas en Estados Unidos, la joven artista plástica comparte mucho de sí misma para materializar el diagnóstico de nuestro silencioso mal y varias posibles vías de mejora. En la primavera de 2016, y tras las elecciones de Estados Unidos en las que se impuso Donald Trump, Odell atravesó una crisis personal que la llevó a la necesidad de escribir este texto «en un entorno de conexión digital en el que ya no le encontraba el sentido a nada», y en esa escritura empezó a identificar algunos de los «agravios más serios ante la economía de la atención, entre otros, su dependencia del miedo y la ansiedad». El problema, obviamente, es «cierta sensación de nerviosismo, cierta inquietud ante esa sobreestimulación y ante la incapacidad de mantener ese tren de pensamiento». Quien lo probó lo sabe.

La autora no se queda absorta entonces en la enunciación de lo que no funciona, como es el caso de otros ensayos un tanto apocalípticos, sino que asume que es urgente tomar medidas como individuos y como colectivos, y aporta por eso algunas propuestas. El objetivo final queda anunciado en un pasaje nítido: «Si somos capaces de usar la atención para habitar en un nuevo plano de la realidad, de ello se sigue que podríamos encontrarnos unos con otros en ese lugar prestando atención a las mismas cosas y a los demás». Y mucho más adelante: «Debemos ser capaces de pensar en distintas escalas temporales allí donde el paisaje mediático nos haría pensar en ciclos de veinticuatro horas (o más cortos), detenernos a pensar allí donde los cebos de los clics nos harían pulsar, arriesgarnos a ser impopulares (…), estudiar con detenimiento el modo en que los medios y la publicidad juegan con nuestras emociones, comprender las versiones algorítmicas de nosotros mismos, que esas fuerzas han aprendido a manipular, y saber cuándo nos hacen sentir culpables, amenazados y engañados para que reaccionemos no a partir de la voluntad y la reflexión, sino a partir del miedo y la angustia. Yo estoy menos interesada en un éxodo masivo de Facebook y Twitter que en un movimiento masivo de atención: en lo que ocurre cuando las personas recuperan el control sobre su atención y empiezan a dirigirla de nuevo, juntas».

 

Jenny Odell

 

Este deseo se trabaja durante los seis capítulos del libro. Después de aquel primero, detonante, el segundo analiza las posibilidades de escape atendiendo a las comunas contraculturales de la década de 1960 y también al epicureísmo; en el tercero, Bartleby y Diógenes comparecen para enseñarnos a decir no, o mejor, a sustraernos a la respuesta y al acto que no queremos, para desobedecer de otro modo; en el cuarto, ciertos momentos de la historia del arte contemporáneo se ponen al servicio de esta nueva atención; en el quinto, Odell propone una reconexión con el lugar que verdadera y físicamente habitamos, con el vecindario con el que tendremos que unirnos, por ejemplo y más que con el virtual, para afrontar las catástrofes naturales que padeceremos; por último, el sexto capítulo analiza la posibilidad de redes sociales utópicas que nos conecten sin necesidad de anularnos para beneficiar a grandes corporaciones.

Quizá todo pueda resumirse en un tipo de responsabilidad e implicación: ser hoy más humanos de lo que somos, más sostenibles en todos los aspectos. Esto supone volver a vivir de cuerpo entero y no solo con la mirada en la pantalla y la mano en el teléfono, ser conscientes de la comunidad de la que formamos parte y centrar la atención en una realidad a la que nos hemos ido haciendo insensibles. Para ello fue fundamental, en el caso de Odell, el paseo por La Rosaleda –un parque cercano a su casa, en Oakland, California– y la presencia de los pájaros que empezó a estudiar por el puro placer de reconocerlos, dos epifanías que evitaron cavar más en el «hundimiento del contexto» que trae consigo el mundo digital. Respecto a las dos maneras de apartarse de todo –irse literalmente al monte o salirse del marco– Odell apuesta por la segunda, por una nueva forma de estar, conquistar y defender los espacios públicos: «Entender la imposibilidad de una huida de una vez para siempre (…) establece el marco para una clase distinta de retiro o rechazo in situ». Y, por supuesto, no se trata de ir a retiros de fin de semana para hacer nuevos contactos y volver más productivas al trabajo gracias al mindfulness.

Es cierto, nada cuesta tanto como no hacer nada en este mundo obsesionado con la productividad. También yo, al escribir esto, estoy haciendo algo, pero es una forma de resistencia: alargar la vida de lo supuestamente inútil, alimentar la conversación sobre nuestros centrales tiempos muertos, decir con Jenny Odell que se puede hacer menos y está bien. O, como ya anunciaba el subtítulo del libro: resistirse a la economía de la atención. Ojalá la librera haya ojeado este volumen y recuerde así que la prisa no ayuda y que hay una utopía al alcance del parque más cercano. Porque «el mundo necesita de mi participación más que nunca», de la nuestra.

 

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